LECTURAS | Una novela de buchonas, “Lady Metralla”, de Juan José Rodríguez

26/08/2017 - 12:04 am

“No es fácil ser mujer en México y más en un entorno tan agresivo como éste. Hay muchas cosas que hay que compartir y entender más allá del lugar común y el juicio que hacemos a quienes les tocó ese crispante lado de la vida”, señaló el autor mazatleco en las primeras declaraciones sobre su nueva novela, Lady Metralla

Ciudad de México, 26 de agosto (SinEmbargo).- “Nací para ser buchona. El problema es que fue sin darme cuenta y no me quedaba claro de qué tipo sería. Pensamos que en la vida todo es blanco y negro, cuando en realidad pasamos mucho tiempo en el color gris hasta que algo nos revela cuál es el color por el que nos decidimos. Y a veces, no es blanco ni negro, sino un profundo color carmesí, el rojo de la sangre”. 

Ésta es la historia de Carolina, una bella y humilde sinaloense que conoce a El Rojo y de inmediato queda deslumbrada por este atractivo y peligroso hombre. Sin saberlo, se interna así en el mundo del narcotráfico que habrá de transformarla de forma radical.

No es fácil ser mujer en México y más en un entorno tan agresivo como éste, dice el autor. Foto: Especial

Fragmento del libro Lady Metralla, de Juan José Rodríguez, publicado con autorización de Ediciones B

Cuatro cruces, dos nombres

Veintidós años no es una edad. Es un calibre. Y la .22 es el arma favorita de las mujeres. Cabe en una bolsa de mano, tira rápido y no provoca tanto ruido. Tampoco patea para atrás. Yo a esa edad comencé a usar un arma. En esta vida que me tocó llevar, esa edad es todo un reto. Pero, ¿qué importa si lo que a mí me ha sucedido ha sido siempre eso? No poder escapar de un destino fijo.

Nunca conocí a mi madre ni a mi padre. Jamás vi un retrato de ninguno de los dos. Las fotos se perdieron en un incendio provocado por un grupo armado que atacó mi pueblo. En ese tiempo, las cámaras fotográficas digitales no eran baratas ni tampoco los teléfonos celulares, por lo que no tengo ninguna maldita imagen de mi pasado… De mi padre tengo la arbitraria idea de que era un hombre serio, formal, con un sentido del humor discreto. De mi madre, una alegría reposada, la fuerza de la naturaleza que hay en una gota de rocío en la cima del cardo.

Sin embargo, no poseo ninguna seguridad de eso ni base para creerlo, ya que mi abuela nunca habló de mi padre. Me he creado esa idea a partir de la forma de las letras de su lápida que varias veces observé de niña, interrogándolas, en busca de saber a través de ellas, algo de los restos de ese hombre que reposaba debajo de ese nombre. Letras largas y solemnes, esculpidas con precisión, aunque una de las consonantes finales estaba ligeramente torcida hacia el lado izquierdo y uno de los números del año de su muerte invertido. Por eso creo que él, dentro de su aparente frialdad a la antigua y su muy segura cortesía campirana, escondía un travieso modo de ser. Jamás se me ocurrió pensar que esas ideas podrían venir sólo de la incompetencia del sepulturero de mi pueblo y la desaforada imaginación de la niña solitaria que fui, en busca de un pasado invisible y difuminado, al cual aferrarse con su fantasía.

De mi madre imagino que siempre fue desenvuelta y alegre, ya que era mucho menor que él y además, las letras de su lápida son muy distintas, modernas, quizá escogidas con ayuda de algún nuevo programa de diseño. Las letras de los panteones son casi idénticas, aunque tengan más de doscientos años. La tumba de mi madre se nota que fue hecha después del año 2000 y junto a su nombre dejaron el trazo estilizado de una rosa, por lo que me ha dado por imaginar que provengo de una mujer bella, floral, alta, encendida. De algún lado me ha de venir lo guapa y buenota.

He logrado moldear aún más la figura de mis padres muertos con ayuda de otras dos lápidas. Sí, ellos tienen otras dos inscripciones con su nombre bajo una cruz. Tienen otras dos tumbas y seguido las sueño. Me dijo una intérprete que eso no es mala señal. Soñar las sepulturas de mis padres es un deseo secreto de tenerlos cerca.

Las tumbas reales están en mi pueblo y las otras en Culiacán, ciudad a donde emigraron para ganar una mejor vida y en la que ahora tienen sus cruces a la vista de todos. De niña, yo veía la lápida de mi madre dos veces al día, al ir y venir de la escuela, acompañada de mi abuela que siempre se persignaba al ver la cruz colocada en el sitio donde la mataron. Yo mentalmente le decía: “Hola, mamá, aquí vengo, hoy me enseñaron a hacer multiplicaciones y me peleé con mi amiga Yuneiry, la maestra no andaba de buen humor y me dejó castigada buen rato en el salón de clases. Te extraño, aunque no te conozca”.

Ver todos los días la cruz con el nombre de tu madre es algo especial que forma tu carácter y tu forma de ver el mundo, aunque no te des cuenta de eso siendo una niña.

Las tumbas en el pueblo las visité durante los primeros años de mi vida, cuando mi abuela me llevaba en días de muertos, aniversarios o iba yo sola de visita; el cementerio estaba cerca de mi casa, casi en el patio trasero.

El pueblo se puso feo y peligroso cuando llegó la gente del Chacuaco Uriarte, por lo que mi abuela se vino conmigo a Culiacán a vivir en la casa donde mis padres se habían instalado poco antes de morir, por culpa de la gente de don Célido Dimas. A mi madre la mataron unos días después que a mi papá; justo iba a tomar el camión para presentarse en la tienda de ropa donde trabajaba, y por eso su cruz está cerca de mi casa, exactamente donde cayó acribillada por las balas de un enemigo de mi padre que también estaba encaprichado con ella. ¿Por qué los hombres creen que una mujer viuda o divorciada se está muriendo por tener sexo con ellos? Siguiendo la costumbre, alguien colocó una cruz pequeña con su nombre para que su alma no penase y poder recordarla.

Todavía no se usaba colocar un banner impreso, como lo hacen ahora, a todo color con una foto del fallecido tomada en una fiesta. Se me hacen horribles y me dan miedo esas tumbas con el muerto a todo color, como si anunciaran algo desde el Más Allá.

Durante todos los días de mi niñez, cuando iba a rezarle un ratito a mamá, tenía que hacerlo entre los golpes de metal y voces de hombres de una llantera que estaba en la esquina, así como la música de una tienda de discos piratas. Algunas veces me tocó hacerlo mientras en ese sitio entonaban el corrido del hombre que mató a mis padres. En otra ocasión, pasamos yo y mi abuela y ahí estaba ese mismo tipo con su escolta de rancheros armados cambiándole una rueda a su camioneta, pero ella no me lo dijo sino hasta después y él no me conocía.

Me llamó la atención que un hombre tan importante viniese en persona a arreglar un asunto que bien podría delegar en uno de sus tantos mandaderos. ¿No tendría nada que hacer en ese momento o acaso le era preciso hacerlo él mismo?

Los mecánicos de la llantera recordaban muy bien a mi madre. Como la tienda de ropa donde ella trabajaba vendía ropa juvenil siempre iba bien arregladita, así que es fácil imaginarla con sus pantalones de mezclilla ajustados para lucir su bonita silueta, que todo mundo allá en el rancho afirma que me heredó. Sí, la admiraban al verla tomar ahí el camión. Nunca le faltaron al respeto porque era del barrio y… el barrio es el barrio.

Se llaman “cenotafios” esas especies de tumbas que se colocan en el sitio donde muere un ser querido. Hay gente que les llama “lápidas” o “monumentos”. Yo aún veo todos los días el de mi madre. El que no veo muy seguido, y que también está aquí en Culiacán, es el de mi papá. Mamá murió temprano por la mañana en un sitio donde transita mucha gente. Papá fue ejecutado en un camino solitario a las afueras de la ciudad junto a las vías del ferrocarril y un depósito clandestino de basura. Juré que nadie de mi familia volvería a morir de esa forma. Era demasiado joven para saber que nadie puede elegir la manera en que morirá y en qué lugar quedará su cruz. Tampoco la manera cómo escribirán tu nombre, tu historia y ni cómo serás recordado por los hijos que no te conocieron o si la gente escuchará con respeto o burla el corrido que te compongan tus amigos o algún enamorado que nunca aceptaste. Hay que saber dejar bien escrito el nombre propio en el libro de la vida

Juan José Rodríguez (Mazatlán, 1970) es comunicólogo, viajero y autor de novelas policíacas. Es promotor cultural de la Universidad Autónoma de Sinaloa y además imparte talleres de escritura creativa. Actualmente ejerce el periodismo editorial en El Universal y Periódico Noroeste . Suele navegar en L´Anabase, un viejo velero de su propiedad. Su obra Asesinato en una lavandería china, un clásico ya del género, fue llevada a la pantalla grande como Reencarnación: una historia de amor.

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