¡Un cardiólogo por favor!

26/08/2014 - 12:00 am

Doña Isabel pertenece a una numerosa familia ejemplar y típicamente juarense.

Hizo su vida y matrimonio en un pueblo de los Altos de Jalisco. Cuando la parcela no alcanzó para alimentar las bocas de sus hijos, partieron a Juárez en busca de mejores oportunidades de trabajo. Eran los años de Luis Echeverría

Los jóvenes pronto se incorporaron al ejército de trabajadores de la maquila y empezaron a pagar sus aportaciones al IMSS. Los mayores ayudaron a los menores; muchos de ellos terminaron su carrera profesional mientras otros se dedicaron al cultivo de la tierra o bien se quedaron como empleados de larga data en las empresas fronterizas.

Desde joven, Isabel sufrió problemas cardiacos. Con ellos, y las limitaciones que le imponen, ha navegado los calores y heladas propias del desierto.

Sin embargo este verano la tristeza la acechaba. A finales de la primera semana de agosto murió el patriarca de la familia y ella empezó a sufrir en doble vía, por un lado el duelo y por otro el dolor literal de su corazón. El jueves 21 de agosto, su organismo no resistió más y cayó enferma de gravedad.

Al filo del anochecer, la llevaron de urgencia al hospital. Fue “un pequeño infarto”, relatan sus hermanos, hijos, sobrinos y primos.

Aunque una hermana llegó pidiendo un cardiólogo, “por favor, está muy mal y sufre del corazón”, las enfermeras y especialistas sólo la vieron con cara de “¡¿What?!”.

Mientras la acostaban en una camilla alta, ella seguía insistiendo: “Un cardiólogo por favor”. Los de Urgencias sólo la veían en silencio, hasta que finalmente contestaron: “Primero tenemos que valorarla”.

“Pero sabemos que es del corazón”, insistía la mujer.

“Es que usted no es médica, permítanos por favor” y corrieron la cortina. Nueve horas después pudieron valorarla y subirla a pisos, a su cama de internamiento.

Aunque el viernes amaneció caluroso, a la hermana no le importó y recorrió todo el hospital Número 6 (el más antiguo de Ciudad Juárez) buscando “un cardiólogo por favor”.

Ya cerca del mediodía, alguien le dijo que por ahí andaba el doctor Ávila, el especialista en turno. Ella se tranquilizó, encargó a sus hermanos que le pusieran guardia en su consultorio y en subdirección médica, mientras aprovechaba para descansar y dormir.

Cuando despertó la tarde del viernes, lo primero que hizo fue preguntar por el cardiólogo. “No vino” le contestó su familia. “¡¿No ven que se está muriendo?!”, gritó casi histérica. Ahora todos recorrieron los pasillos de la institución, pero nuevamente no pudieron encontrar al especialista.

Uno de los hermanos mayores, abogado y juez civil, contactó al médico particular de cabecera de doña Isabel. Él les recomendó que no perdieran tiempo, “necesita un marcapasos, ¡Pero ya!”, y envío la recomendación por escrito al hospital.

El juez, más tranquilo y ecuánime, sostuvo para sí que, ya con una constancia médica, la razón se impondría a la persistencia de los doctores. Se abrió paso hasta las oficinas del más alto mando de la institución y encontró a una especie de capitán en un frente de batalla, atendiendo y autorizando una operación de colon por acá y posponiendo la que tenían programada porque el quirófano estaría ocupado…

“Autoríceme estos estudios porque aumentó el nivel de sangre en las bolsas de desecho del paciente”, le rogaba una enfermera, “creo que ya se nos puso crítica la situación del enfermo”. “¿Me lo jura?”, preguntó. “Sí señor” contestó ella.

“Mejor lo mandamos ya a quirófano y que en el camino le hagan los estudios”.

Finalmente, se dio un respiro y pudo atender al hermano de doña Isabel, que ya sentía algún nivel de culpa porque le iba a sumar otro problema a aquel hombre. “Mire doctor”, se atrevió a hablar finalmente, “mi hermana necesita un cardiólogo, y un marcapasos según esta recomendación médica”.

El doctor abrió los ojos y preguntó: “¿No pasó el cardiólogo a su cama en la mañana”.

“No señor”, afirmó el abogado.

“Yo ya vi a su hermana y sí necesita el marcapasos pero debe autorizarlo y operarla un especialista y ahorita ya terminaron su turno”.

Continuó: “No tenemos cardiólogo disponibles en sábado y domingo, así que con la pena y todo le digo que sólo se podrá ejecutar el lunes por la mañana, yo voy a dejar la nota prioritaria para que lo vean a primera hora”.

Para tranquilizar al hombre que tenía enfrente, agregó: “Yo vi a su hermana en Urgencias y la mandé a piso. Pasé por ahí durante la tarde y sí está grave, pero no en estado agónico; se encuentra estable y medicada correctamente, así que no hay un alto riesgo si nos esperamos hasta el lunes”.

“¿Y no puede usted hacer que venga otro cardiólogo?”

“No, yo sólo puedo avisarle al jefe de todos ellos para que vea la posibilidad de conseguir que alguno de sus adscritos pueda venir mañana”.

“¿Pues cuántos cardiólogos tiene para este hospital de casi trescientas camas?”, cuestionó el hermano de Isabel.

“Pues tengo tres, dos en la mañana y uno en la tarde pero él está de vacaciones, así que sólo queda un par. Y ya terminaron sus turnos”.

“Pero doctor, éste es un hospital muy grande y con muchos pacientes de este tipo, ¿por qué el IMSS no contrata más?”.

“No crea abogado”, contestó. “Hemos convocado por todo el país, y nadie se quiere venir a Juárez. Al revés, cada vez más médicos piden su cambio a otras ciudades, y yo ni siquiera lo he pensado porque soy de Michoacán”.

Con esa esperanza, los familiares pasaron toda la noche en espera del añorado cardiólogo. Durante la madrugada, se acercó un enfermero: “No se los aseguro, pero parece que ya localizaron al cardiólogo Ávila y tal vez venga como a las diez”.

Al filo de las diez y media, otra vez la hermana se activó por los pasillos: “¿Han visto al cardiólogo Ávila, o a cualquier otro?”. Por ningún lado había pasado alguno.

Cerca del mediodía, el administrador de la familia avisó contento: “¡Ya completamos para pagar el internamiento en el hospital privado!”.

“Rápido, vamos por ella, ¿quién firma el alta consentida?”.

“Pues ella, qué no vez que ya es mayor de edad”.

A la una de la tarde llegaron a la institución privada. Al entrar, la hermana reconoció al médico que trató la condición de doña Isabel durante los últimos años. Todavía dudando de los médicos, le preguntó: “Doctor, ¿usted es cardiólogo?”.

“Claro que sí”, contestó el médico. La hermana por fin soltó un llanto liberador.

Una hora después Doña Isabel estaba consciente y contenta. Se sentía muy bien, le habían retirado los tubos (aunque aún tenía suero), y lucía orgullosa la cicatriz del marcapasos, ya debidamente instalado.

Gustavo De la Rosa
Es director del Despacho Obrero y Derechos Humanos desde 1974 y profesor investigador en educacion, de la UACJ en Ciudad Juárez.
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