El diciembre 11 de 2006, con el país volteando hacia otro lado –los opositores del Presidente en un grito– se lanzó una guerra que no parece haberse consultado con nadie. Ha pasado una década, recuerda el autor de este texto, y “en las calles sigue el Ejército y hay un sentimiento generalizado de que opera, con toda impunidad, una guerra de exterminio. Los crímenes continúan y los grupos armados han diversificado sus ingresos apoyándose en la impunidad. No existe una política de Estado efectiva para resarcir el daño a las víctimas o para alejar a los jóvenes de los grupos armados. Las policías no se han saneado y la narcopolítica parece mantener los cotos que tenía antes del inicio de la confrontación. No hay grandes avances en el sistema penal; la tortura, dice la ONU, es una práctica generalizada; las prisiones son escuelas de criminales; las operaciones de lavado de dinero siguen desarrollándose y apenas, en todo este tiempo, un atisbo de luz: la posibilidad de que a menos la mariguana sea despenalizada”.
MEXICANOS AL GRITO DE GUERRA
Repentinamente, como nunca antes, las calles de muchas ciudades de nuestro país perdieron una virginidad que habían mantenido desde la Revolución de 1910: unidades del Ejército mexicano se desplazaron pero no hacia los cuarteles, no hacia alguna comunidad en desgracia por un huracán o por un terremoto. Llegaron con las armas por delante para quedarse allí, en las esquinas, en las banquetas, en donde antes había policías de punto.
No fue un cambio menor para una mayoría que estaba acostumbrada a ver militares por televisión. Con ellos, de la noche a la mañana aparecieron los chalecos antibalas, ametralladoras montadas en vehículos abiertos, policías federales esbozados. Y lo que parecía algo temporal se fue extendiendo durante meses, luego años. Los autos blindados se volvieron comunes por todo el país mientras que términos como “ejecutado”, “sicario”, “levantado”, “alterado” “empresa” o “decapitado” se volvieron parte de la jerga de muchos medios, de periodistas y de la población en general.
En pocos años, a ese lenguaje ominoso le sumamos otro que nadie sabe si se acuñó en la prensa o en las calles, pero que claramente provino de una nueva realidad. “Narcofosas”, por ejemplo, que se refiere a los cementerios clandestinos diseminados por todo el territorio; “autodefensas”, que habla de los esfuerzos de los ciudadanos para defenderse de criminales que se apoderaron de territorios físicos y de las rentas de sus habitantes. La extorsión era sólo una palabra hasta ahora, cuando se volvió realidad extendida en las ciudades y en enormes manchas urbanas, como las del Estado de México que rodean la capital del país. Y entre todas las palabras que se volvieron de uso común, una estremecedora: “cocina”, y todas sus derivaciones: el verbo “cocinar” o el sujeto “cocinero”. Se refiere a la desaparición masiva de cuerpos en ácidos o quemados en tambos de 200 litros. Cuerpos de la guerra entre cárteles o simples víctimas de la violencia.
El sol se nubló para ciudades que eran sinónimo de descanso y diversión, como Acapulco, Morelia o Cuernavaca. Estados con relativa tranquilidad, como San Luis Potosí o Guanajuato, se volvieron tierra sin descanso. La vida se hizo imposible en las sociedades que ya estaban permeadas por el narco, como Ciudad Juárez, Apatzingán, Tijuana, Chihuahua, Piedras Negras, Nuevo Laredo o Reinosa.
La pus de la violencia que vino con la guerra se extendió por pueblos y villas, y en el amarecer de esta realidad, nombres de nuevas bandas criminales aparecieron y consolidaron su presencia casi al mismo tiempo que el Gobierno federal presumía el arresto de las cabezas los grupos de narcotraficantes.
Los decapitados de volvieron comunes, lo mismo que las cabezas en hieleras, los alcaldes y periodistas asesinados, los policías secuestrados y torturados. Poblaciones enteras entraron en sicosis, de norte a sur, mientras los poderes ocultos afinaban herramientas de control: se atrevieron a dictar, a través de redes sociales, “toques de queda”.
Y todo pasó en abrir y cerrar de ojos.
SI EL CLARÍN CON SU BÉLICO ACENTO
Ciertamente la guerra contra las drogas no es nueva ni tiene una década. La Historia se la atribuye a Richard Nixon, quien declaró los estupefacientes “enemigo público número 1” de Estados Unidos en 1971. México, territorio de producción y tránsito durante un siglo, se enroló en el último tramo del siglo XX por presiones de Washington, particularmente por las acusaciones de corrupción y omisión que vinieron de las agencias, del Ejecutivo y del Congreso.
Sin embargo, fue el Presidente Felipe Calderón Hinojosa quien se puso por primera vez un traje verde olvido. En los siguientes diez años, México vería eventos terribles como consecuencia de lo anterior y no se ven indicios de que esto, que en momentos tiene sabor a guerra civil, se vaya a terminar. El crimen organizado, que nos habíamos acostumbrado a que operara en silencio, desató una contraofensiva y lanzó un reto al Estado mexicano. La espectacular declaratoria de guerra de Calderón alertó a los criminales, que operaban abiertamente y sin grandes aparatos de inteligencia por su sociedad, también conocida, con las autoridades.
Quizás México vive la más larga guerra civil del siglo XXI, desatada por lo que parece ser un error táctico. El Gobierno calculó mal, parece, a las fuerzas que enfrentaba. Calculó mal la reacción de aquellos a los que trataba de intimidar. Calculó mal porque, dicen muchos especialistas hoy, buscó un beneficio político en la guerra y no dar una respuesta a la criminalidad.
Históricamente, la presencia de los grupos de narcotráfico generaba cierta tensión en entidades como Tamaulipas, Chihuahua, Baja California, Sinaloa, Guerrero y Michoacán. Pero desde ese 11 de diciembre de 2006, el fenómeno de la violencia asociado a esas bandas criminales se fue extendiendo por casi todo el territorio nacional.
Diez años después de que Calderón iniciara esta guerra, la violencia continúa. Y mientras nos sobreponemos de una tragedia sobreviene la otra y temblamos porque en una década hay muchos muertos que no se han desenterrado. Y esto es una realidad, y no una metáfora. Hace más de tres años se reconocieron 27 mil desaparecidos y el Gobierno federal ha dejado de contar.
Madres, padres, familias enteras recorren por su pie los campos en busca de sus desaparecidos; abren la tierra con los dientes, escarban. El Estado no puede devolverles a sus hijos; el sistema de justicia, rebasado, no les da esperanza alguna. Las policías, corrompidas, no son aliento para nadie y entonces estas familias buscan un hueso, un cabello, lo que sea que les devuelva la paz. Lo que sea que les diga que los suyos están muertos y pueden al menos aspirar a la paz interior.
Diez años han pasado y los mexicanos no podemos explicarnos cómo es que llegamos hasta aquí. Diez años en los que es imposible incluso contar las tragedias. Migrantes fusilados; estudiantes a los que se los traga la tierra; niños asesinados por deudas pírricas de sus padres; jóvenes secuestradas por criminales que las utilizan como esclavas sexuales y a las que, cuando les va bien, regresan embarazadas; hombres y mujeres quemados vivos; una prisión en Piedras Negras, Coahuila, con hornos crematorios para desaparecer familias completas y decenas de miles que han abandonado sus hogares para entregarse a las manos del destino por la falta de un Gobierno que les garantice su seguridad.
UN SEPULCRO, PARA ELLOS, DE HONOR
Todo tiene una historia detrás. Es el caso de la guerra lanzada por el Presidente Calderón.
Desde mediados de 2006, México vivía un sobresalto político. El país estaba dividido básicamente en dos: los simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador, y los de Felipe Calderón Hinojosa. El primero, de izquierda, argumentaba fraude en las elecciones presidenciales y había tomado el simbólico Paseo de la Reforma, en el corazón mismo de la capital mexicana. El otro, de derecha, defendía un triunfo que, de acuerdo con las cifras oficiales, se logró con una diferencia de apenas 0.58 por ciento de los votos.
La de ese año fue una campaña ruda y desgastante. El Presidente Vicente Fox Quesada metió las manos a la elección para apoyar a su partido y a Calderón, según aceptaría más adelante, algo prohibido expresamente por las leyes electorales. López Obrador acusó robo y estaba en pie de lucha. Calderón respondió con pragmatismo a quienes cuestionaban su legitimidad: “haiga sido como haiga sido”, dijo. La frase haría historia.
En ese ambiente, con el país confrontado, Calderón entró por una puerta trasera a una Cámara de Diputados tomada por la oposición, y entre empujones y gritos de “fraude” se puso la Banda Presidencial. Fue el 1 de diciembre de 2006.
En ese ambiente de confrontación política, cuestionada su legitimidad, diez días después de la bochornosa toma de posesión, Calderón Hinojosa anunció, de la nada, el lanzamiento de la Guerra contra las Drogas.
No existe un sólo registro público de que esta guerra fuera planeada con anticipación. No estaba en los discursos de campaña. No hubo consultas a los estudiosos del fenómeno del narcotráfico o del crimen organizado. No hay información que confirme reuniones de inteligencia con las distintas partes involucradas en una acción de esa envergadura, como las Naciones Unidas, el gobierno de Estados Unidos y sus agencias de inteligencia como la DEA. No hay registro de que Calderón consultara a sus contrapartes en otros países de la región.
El 11 de diciembre de 2006, Calderón anunció un operativo en Michoacán. Agentes de la Policía Federal fueron llevados a “contener” el derramamiento de sangre en la entidad, que sufría un brote de violencia. Pero aparecieron además elementos del Ejército mexicano y de la Marina Armada de México que, hasta entonces, no se habían destinado expresamente a tareas que le corresponden constitucionalmente a las Policías.
A partir de ese día, el Presidente Calderón haría varias apariciones vestido de militar. Impulsaría la carrera de su principal operador, Genaro García Luna, y su proyecto de una súper Policía Federal. También daría mayor presupuesto a las Fuerzas Armadas, a las que involucró en uno de los eventos más cuestionables de la historia reciente del país, y con mayor costo económico, político y social.
La guerra seguiría su curso a pesar de que, después de los primeros miles de muertos, decenas de líderes de opinión de todos los sectores pidieron al entonces Presidente revisar la estrategia.
“El Presidente Calderón no escucha”, dijeron muchos, incluso dentro de su partido.
Su aparente problema de sordera, sin embargo, tuvo un costo altísimo para los mexicanos que, hasta el día de hoy, siguen pagando incluso con su propia sangre.
AL SONORO RUGIR DEL CAÑÓN
Casi diez años después, no es complicado resumir la Guerra contra las Drogas de México como un fracaso. La inseguridad se ha extendido por todo el país, dicen los datos oficiales. El consumo avanzó no sólo con Calderón en el poder, sino también con el Presidente Enrique Peña Nieto. Crecieron las cifras de secuestros, homicidio doloso, extorsión. Creció el número de familias enlutadas y el de las llamada “víctimas colaterales”, término utilizado para los civiles que mueren en acciones armadas. Aumentaron la zonas destinadas al cultivo de amapola y en Estados Unidos, principal cliente de las drogas que se producen o pasan por México, las muertes por heroína se volvieron una epidemia en esta década.
Cuando se llega a la primera década de conflicto, con cerca de doscientos mil muertos, decenas de miles de desaparecidos y cientos de miles de desplazados, las violaciones a los derechos humanos ha puesto a México en los ojos del mundo. A las Fuerzas Armadas se les acusa de ejecuciones sumarias y desaparición forzada; a las policías locales, de estar en la nómina de los grupos criminales. En casi cualquier gran tragedia, en las grandes matanzas de Veracruz a Sinaloa y de Chihuahua a Guerrero, hay al menos un cuerpo de seguridad involucrado. Es decir: la justificación para lanzar esta guerra, que era someter a los criminales y dar fortaleza al Estado, se ha desmoronado.
En las calles sigue el Ejército, diez años después, y hay un sentimiento generalizado de que opera, con toda impunidad, una guerra de exterminio. Los crímenes continúan y los grupos armados han diversificado sus ingresos apoyándose en la impunidad. No existe una política de Estado efectiva para resarcir el daño a las víctimas o para alejar a los jóvenes de los grupos armados. Las policías no se han saneado y la narcopolítica parece mantener los cotos que tenía antes del inicio de la confrontación. No hay grandes avances en el sistema penal; la tortura, dice la ONU, es una práctica generalizada; las prisiones son escuelas de criminales; las operaciones de lavado de dinero siguen desarrollándose y apenas, en todo este tiempo, un atisbo de luz: la posibilidad de que a menos la mariguana sea despenalizada. Una década después, México está peor que antes y los autores de este error llamado Guerra contra las Drogas no han sido llamados a cuentas.
Este 11 de diciembre de 2016, en la fecha marcada por la Historia por ser la primera década de guerra en México, habrá mucho que lamentar y nada qué celebrar. Los grupos de narcotráfico se ajustan –cómodos– a su nueva realidad, mientras que los ciudadanos, para no variar, pagan los platos rotos.