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Alma Delia Murillo

26/05/2018 - 12:05 am

El licenciado Rubio

Una de las cuentas más inteligentes y divertidas que ha dado ese congal llamado Twitter es la del @ProfesorDoval.

No había línea de saludo o despedida en la que Dios no cruzara su discurso: gracias a Dios, si Dios quiere o Dios mediante y todo el catálogo de la divina encomienda. Foto: Pixabay.

Una de las cuentas más inteligentes y divertidas que ha dado ese congal llamado Twitter es la del @ProfesorDoval.

Con el humor que le caracteriza, el profesor escribió ayer: “En aquella gran nación, que es Méjico, todos queremos ser: 1) güeros, 2) licenciados o 3) gringos”

Apenas leerlo vinieron a mi mente un par de ingredientes infaltables en la receta de esto que los mexicanos consumimos como pan de todos los días: vivir anhelando una entelequia de manifestaciones de superación y renegar del origen.

Bien “preparados”, de facciones “finitas”, “viajados” agregué al tweet del profesor y pronto se sumaron otros adjetivos: “delgados”, “gente bonita”.

Desde luego cabe incorporar aquello de tener ojos claros, hablar inglés, usar ropa comprada en el extranjero y lograr que los hijos pasen el verano en campamentos de experiencia internacional para que se codeen con los biempensantes y buenos muchachos que constituyen la generación privilegiada que salvará al mundo.

Es como si lleváramos un chip implantado entre ceja y ceja con el algoritmo de lo que es ser gente bien, gente bonita y gente de calidad.

Me acordé entonces de cuando vivía con mi madre y hermanos en una colonia popular, rasposa y miserable —como todo en el Estado de México: la San Agustín o San Agus, para los cuates.

Ahí, en el noble y leal Ecatepec, rondaba un cabroncete de mejillas rosadas, ojos amusgados, portafolios café, saco color verde menta (te alabamos, señor) que se hacía llamar el abogado Rubio y, sí, también era rubio. Recuerdo, sobre todo, su sonrisita imperturbable. (Cualquier parecido con el güero Anaya, esta vez sí es mera coincidencia. Ya, perdón por el arrebato político)

El abogado cobraba rentas a los locales comerciales de la zona, masticaba chicles de yerbabuena y apestaba a una loción de macho exultante de testosterona que me hacía doler el epitelio sensorial.

No había línea de saludo o despedida en la que Dios no cruzara su discurso: gracias a Dios, si Dios quiere o Dios mediante y todo el catálogo de la divina encomienda.

Él no vivía donde nosotros, los jodidos, obviamente; así que no conocíamos a su mujer ni a sus hijos de quienes siempre hablaba un rosario de maravillas.

Ese dechado de virtudes “aspiracionales” (qué palabra tan fea y ya sé que no existe en el diccionario del español, policías de la RAE), hacía que se derritieran las madres de la colonia cuando “el licenciado” —siempre pronunciado con devoción— se detenía a saludar y dedicarles aquella sonrisa sardónica que parecía un paso más del ritual de acicalamiento mañanero, era así: portaba ese remedo de sonrisa como quien se coloca la dentadura.

Fui una niña callada y con cierta fascinación por espiar a los otros, tal vez fue por eso que nunca le creí pero el hecho es que yo sentía desconfianza, me irritaba profundamente ver a las señoras avanzar hacia él convertidas en una botella de champaña recién descorchada y no darse cuenta de la forma en la que el venerado güero miraba y abrazaba a las niñas.

Aquel contacto demasiado alargado, esos estrujones como para calar el peso del ganado y luego soltar un “se está desarrollando mucho”, ponían los pelos de punta.

Crecer con una madre sola y tres hermanas capacita a la mala y entrena prematuramente para distinguir intenciones peligrosas ahí donde las haya.

La dueña de la panadería tenía una hija despuntando la adolescencia; un día supimos que la púber estaba embarazada, mucho se dijo que el responsable era el licenciado Rubio que con su rubia humanidad de gente bien había abusado de la chica. El buen hombre desapareció.

Y toda esta historia vino a cuento porque cómo me irrita que, parafraseando al Profesor Doval, en esta gran nación que es México, sigamos lampareados por el hombre blanco y barbado, perpetuando una luz identitaria que deslumbra pero no ilumina. Y cómo jode.

 

@AlmaDeliaMC

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