EL LIBRO NEGRO DE LA IZQUIERDA MEXICANA

26/05/2012 - 12:00 am


El libro negro de la izquierda mexicana, de acuerdo con su autor Julio Patán, esboza una biografía de la izquierda: un retrato de familia donde sus ilustres miembros, de un modo u otro, se han esmerado por aportar algo al anecdotario familiar: “En el camino dejaron sin opciones de voto a muchos ciudadanos convencidos de que una izquierda razonable puede y debe gobernar este país”, afirma. Con la autorización del autor y de Grupo Planeta, en su colección Temas de Hoy, reproducimos para los lectores de SinEmbargo.mx, algunos fragmentos del capítulo 1: “La venganza de Cuauhtémoc”.

 

1. La venganza de Cuauhtémoc

El epitafio

Empecemos la historia por el final, es decir, con un epitafio no real, porque muertos por fortuna todavía no contamos, pero ciertamente merecido. El epitafio consta de una sola palabra: fraude, y la tumba en la que debería figurar, desde luego metafóricamente, es la tumba de la izquierda mexicana de hoy. Porque así, con un fraude plausiblemente real, empezó su pedregoso camino, y con otro, francamente irreal, ha marcado su último rumbo y sin duda también su futuro. Entre uno y otro, la palabra ha aparecido mucho más de lo deseable.

La trama del primer fraude es bien conocida, hasta donde tal cosa es posible. El 6 de julio de 1988, día de las elecciones para la presidencia —y para las cámaras de diputados y senadores—, dejó su voto en la urna un contento Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. No le faltaban razones para estarlo. Hijo del general Lázaro Cárdenas, priista de largo recorrido que llevaba un camino ya también largo en la oposición, a la cual se había sumado en congruencia con la certeza de que el partido tricolor había dejado de ser fiel a los ideales de la Revolución Mexicana, en ese momento fungía de candidato a la presidencia bajo las siglas del Frente Democrático Nacional (FDN) .

El Frente estaba formado por una larga nómina de organizaciones y varios partidos de izquierda o que al menos habían aceptado identificarse como tales —se contaba entre ellos el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, PARM, que francamente escapaba a tal clasificación—, a los cuales respaldaba una respetable cantidad de votantes. Muy respetable: parecía que, en efecto, el PRI estaba por abandonar Los Pinos, luego de sesenta años de inquilinato, porque las encuestas, muchas de ellas, apostaban al triunfo del FDN.

Lo contento le duró poco. Predeciblemente, la jornada no trascurrió en calma; las elecciones, entonces, rara vez trascurrían en calma. Al margen de las cifras, el monstruo en el poder cargaba con eso que muchos años más tarde el ya expresidente Carlos Salinas de Gortari llamó sin mayores detalles «descontento social», un estado de ánimo colectivo que él atribuyó a la crisis económica del 87 y que probablemente respondía a esa crisis y a otras varias, pero también a la suma de sexenios de corruptela, inoperancia económica y represión o, más recientemente, a la prodigiosa incompetencia con que las autoridades habían gestionado el terremoto del 85 en la Ciudad de México, vengada con el abucheo masivo del Estadio Azteca al presidente Miguel de la Madrid, el día de la inauguración del Mundial de Futbol de 1986. En efecto, no lo tenía fácil el Revolucionario Ins-titucional, un gigante de sueño inquieto. Y ya se sabe que cuando los gigantes despiertan, el mundo tiembla.

La información sobre aquella jornada no es fácilmente verificable. Rosario Robles, ya entonces integrante del equipo de Cárdenas, cuenta en Con todo el corazón. Una historia personal desde la izquierda que ya durante la mañana de aquel día empezaron a llegar datos que indicaban que el ingeniero Cárdenas llevaba la delantera. Fue en ese contexto de optimismo que, hacia el mediodía, Cárdenas empezó a recibir de todas partes del país informes sobre casillas en las que a los representantes del FDN se les solicitaba amablemente y a punta de pistola que se desistieran de apersonarse, de autoridades locales abiertamente violentas, de negativas categóricas a consignar las protestas de los representantes del Frente a los que sí se había permitido instalarse en la casilla, de urnas que llegaban llenas para evitarle la molestia a los votantes.

A su vez, Cárdenas cuenta en Sobre mis pasos, una compilación de memorias políticas, que a primera hora de la tarde se reunió con los altos mandos del PAN. Manuel Clouthier, candidato del blanquiazul, Carlos Castillo Peraza y Diego Fernández de Cevallos lo alcanzaron en casa de Luis H . Álvarez, presidente del partido, para firmar un documento escrito por los intelectuales de la clase política mexicana, Porfirio Muñoz Ledo, otro disidente del priismo, fundador del Frente y antes de la Corriente Democrática, y el mencionado Castillo Peraza. Lo firmó también Rosario Ibarra de Piedra, la recalcitrante líder social y candidata por el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), la poco después desaparecida organización trotskista.

Los firmantes no lo sabían a la hora de rubricar el documento, pero fue justo entonces cuando se «cayó el sistema» y cambiaron para siempre el español de México, que adquirió una nueva, socorridísima muletilla, y con el idioma el país completo, sin vuelta de hoja.

En algún momento de la tarde el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, anunció que, con la pena, el complejísimo sistema electoral mexicano había sufrido un colapso cibernético. En una entrevista posterior con el periódico La Jornada dijo que él jamás había usado una expresión siquiera parecida a la de la caída . Aparentemente es cierto, pero a ver quién logra quitarle el estigma. En retrospectiva, sorprende lo diferente que era aquel México y lo permisivo que era con el secretario de Gobernación, una figura que de solo ser nombrada provocaba escalofríos en el opositor más curtido. De entrada, correspondía al secretario, es decir, a un miembro del gabinete presidencial, fungir de titular de la Comisión Federal Electoral, o sea, en estricto sentido, ser juez y parte. No: no existía un órgano autónomo, como lo es hoy, a despecho de las críticas, muchas justificadas, el Instituto Federal Electoral (IFE). Para todo fin práctico, la limpieza de las elecciones quedaba en manos del gobierno priista en turno. Tocó a Bartlett pasar a la historia como el responsable del presunto mayor cochinero del priismo, es decir, el mayor cochinero de un sistema que se las había arreglado para ofrendar al mundo una abundante terminología del fraude electoral: ratón loco, carrusel, embarazo de urnas, secuestro de ídem. O sea, un sistema que, si de fraudes se hablaba, algo tenía que opinar.

¿Hubo, efectivamente, fraude? Que cada lector saque sus conclusiones . La Comisión Federal Electoral arrancó la sesión del 6 de julio a eso de las cinco de la tarde. Para garantizar una cuota mínima de transparencia, los partidos tenían acceso al sistema de la Comisión al mismo tiempo que esta, de suerte que pudieran contar los votos simultáneamente. El escándalo se desató cuando el secretario de Gobernación leyó ante el pleno los primeros resultados, según los cuales el PRI había arrasado en el distrito de Tula, Hidalgo, y el representante del PARM alzó la mano con el acta oficial, a su vez firmada por los representantes de todos los partidos y los funcionarios de casilla, al tiempo que alzaba la voz para avisar a la concurrencia que, con la pena, los datos ni de lejos coincidían con los que acababa de leer el señor secretario. En adelante, todo es confuso. La sesión quedó suspendida casi de inmediato y, a poco, se anunció la mentada caída.

Si no hubo fraude, poco ayudaron a convencernos de ello los cantinflismos de entonces y después del presidente en funciones, Miguel de la Madrid; del candidato ganador, Salinas de Gortari, y del propio Bartlett. Sobre todo, no ayudó la turbiedad comunicativa imperante en torno a lo que debería haber sido la peor concatenación de infortunios jamás vista. El conteo no llegó al público sino hasta 72 horas después, luego de que De la Madrid diera la orden de suspender el flujo de información para «analizarla y computarla», según los términos que usa en su libro de memorias Cambio de rumbo. Los datos son, ciertamente, llamativos . Bartlett proclamó ganador a Salinas de Gortari con un 50% de los votos, contra un 31% para Cárdenas y un comparativamente exiguo 17% para Clouthier. Las cifras de Cárdenas, que no estamos obligados a dar por buenas pero que hablan del abismo que mediaba entre ambas posiciones, la oficial y la opositora, dan por ganador al propio Cárdenas con el 42% de los votos, contra un 36% para Salinas y un 22% para Clouthier .

En realidad, para los fines de este texto no es tan importante si hubo fraude o no lo hubo. Lo relevante es que Cuauhtémoc Cárdenas estaba y está convencido de que el fraude existió y al fraude decidió responder de un modo que, como sabe cualquiera que haya leído los periódicos de 2006 a la fecha, no es precisamente el habitual desde hace algunos años.

No eran pocos los que clamaban por una franca, abierta insurrección, aunque carecemos de evidencia de que entre esos pocos se contara algún dirigente del FDN. El 16 de julio, el Zócalo estaba a reventar de manifestantes que en respetable proporción clamaban por una embestida popular que se dirigiera a Palacio Nacional y tumbara de una buena vez al otro sistema, el de toda la vida, el de carne y hueso. Al PRI. No fue, ni de lejos, la única movilización. Días antes, el 12, se habían lanzado a las calles algunos seguidores del pan encabezados por Manuel Clouthier, que intentó llegar hasta De la Madrid en el Palacio de Bellas Artes y no lo hizo porque se le interpuso la seguridad del presidente, pistola en mano. El ambiente, ya se ve, estaba cargadito. No pudimos comprobar qué habría sucedido si Cárdenas hubiera optado por mover a la gente en esa dirección. Menos mal. El ingeniero dice en su libro (p . 256) que muchos años después «dos o tres personas, funcionarios de aquella época», le contaron que en el Palacio estaba un nutridísimo contingente militar que esperaba órdenes para abrir fuego contra quien hubiera que abrirlo, artillería incluida. Nunca podremos confirmarlo.

En cualquier caso, Cárdenas siguió un camino que, a la larga, les dejaría buenos réditos a él y en general a la izquierda mexicana .

Instintos negociadores

Al ingeniero Cárdenas podrá reprochársele lo que se quiera, pero nadie puede discutir que el diálogo y el respeto a las leyes, eso que pomposamente se llama «institucionalidad», se le dan bien . Sus reflejos, ante la evidencia del fraude, lo llevaron a dejarse caer en la Secretaría de Gobernación el mismo día de las elecciones, hacia las ocho de la noche. No llegó solo: estaban con él Manuel Clouthier y Rosario Ibarra, seguros como él de que el proceso electoral llevaba pegada la etiqueta de «ilegal», una de esas etiquetas, lo sabemos 23 años y pico después, pegajosas, pertinaces, tercas. De poco sirvió la visita. Una larga semana después, el 13 de julio, el secretario de Gobernación proclamó ganador a Carlos Salinas de Gortari.


Sus instintos lo llevaron al diálogo incluso después, ya perdidas sin remedio las elecciones. Previa invitación llegada de la mano de Manuel Camacho, salinista que años después lograría reconvertirse en integrante de fuste del bando de López Obrador, Cárdenas se reunió con el presidente electo el 29 de julio. Fue una conversación larga, de una hora y media más o menos según su testimonio, que evidentemente no llegó a nada y cancelaba cualquier salida negociada.

Pero si Cárdenas finalmente desistió del diálogo, no desistió de apelar a las leyes. El 9 de julio, fecha en la que en teoría se darían al público los datos oficiales, habló frente a los medios, sin ambages, de un golpe de Estado técnico, pero también proclamó sin ambigüedades su decisión de no llamar a la resistencia civil, esto es, a los bloqueos y las huelgas de hambre, por ejemplo. Hubo ruedas de prensa con Ibarra de Piedra y Clouthier, mítines, recorridos por el país. Y hubo muertos. El 22 de agosto, cuatro estudiantes que hacían proselitismo en favor del Frente fueron abatidos, primeros en una lista de asesinatos que con el paso de los años sería espantosamente grande. Pero ni así se movió del camino el FDN. Visto desde esta perspectiva, qué nostalgia… Y, se preguntarán los lectores que no conozcan la historia, ¿qué hizo Cárdenas, qué hizo en general el FDN, más allá de mítines y conferencias de prensa, ante el fraude?

Hizo un partido que alguna vez, hace mucho, tuvo una reputación más o menos buena.

Muertos y más muertos

El último intento que hizo Cárdenas de revertir el fraude consistió en dirigirse al presidente de la Suprema Corte de Justicia, Carlos del Río Rodríguez. Es evidente, cuando se lee su libro o se visitan las noticias de la época, que el exgobernador de Michoacán sabía que ese paso era tan inútil como todos los anteriores, y solo se decidió a darlo para cubrir el expediente y dejar claro que por él no había quedado; había exprimido, sin omisiones, todas las posibilidades que le ofrecía la ley. De nuevo, qué nostalgia.

El siguiente paso fue, entonces, fundar un partido para encabezar la embestida contra Los Pinos. La lista de organizaciones de diversa índole que terminaron por fusionarse para dar lugar al Partido de la Revolución Democrática es interminable. En cambio, tres de los partidos que tiempo atrás se habían fundido en el Frente se difuminaron en la brega política. Por razones y en tiempos distintos, tanto el parm como el Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional (PFCRN) y el Partido Popular Socialista (PPS)decidieron seguir por la libre. No tardaron en desaparecer por el cruel síndrome de la falta de seguidores, frecuente en un sistema electoral en que la competencia por inscribir un partido es a codazos y cabezazos en la nariz, técnicas comprensibles cuando lo que se juega es un negocio tan carnosito —busquen los lectores las cifras que se embolsan los partidos—. Más afortunada o más lúcidamente, el Partido Mexicano Socialista (PMS), fundado por un histórico de la disidencia de izquierdas, el ingeniero Heberto Castillo, decidió asimilarse al nuevo experimento. Encontró con ello un futuro. Aunque lo más probable, luego de fraudes electorales internos, bolsas con dinero en efectivo y militantes acusados de vínculos con el narco, es que sea uno muy lejano al que hubiera deseado un hombre con la mesura y la decencia esencial de Castillo, aquel curtido opositor que se sumó a las huelgas ferrocarrileras y al movimiento del 68, pasó por Lecumberri y se la rifó en varias aventuras de organización política sin ceder nunca a las tentaciones de la violencia. Murió en 1997, antes de que el PRD diera el campanazo de gobernar la Ciudad de México, pero antes también de su triste, muy triste, descomposición moral.

Parece que fue hace un siglo, de tan olvidado que tenemos aquel periodo atroz, pero es un hecho que el Partido de la Revolución Democrática pagó una carísima cuota en muertos antes de alcanzar sus años de gloria. Las cifras varían según la fuente, pero la cantidad que propone el propio Cárdenas es más o menos de consenso hoy en día. Entre finales del 88 y principios del 89, durante el proceso de organización del partido, murieron asesinados o desaparecieron más de cuarenta militantes en varios estados. No eran los primeros. Muy sonadamente, en julio del 88, fueron asesinados Javier Ovando y su asistente, Román Gil, encargados nada menos que del cómputo electoral por el FDN. Luego de las elecciones del 89 en Michoacán, asimismo señaladas como fraudulentas por Cárdenas y el resto de la dirigencia del partido, a esa cifra tenebrosa hubo que sumar otros cinco muertos con violencia, y las cosas no fueron mejor en Guerrero, donde se multiplicaron las muertes y las desapariciones. Al final del sexenio de Salinas, la cantidad de militantes muertos rebasaba los trescientos, y en el siguiente, el de Ernesto Zedillo, las cifras fueron semejantes.

Otra cosa es entender de dónde provinieron las órdenes de asesinar a militantes perredistas a todo lo ancho del país, órdenes que probablemente tuvieron orígenes y motivaciones muy distintos y no necesariamente respondieron a un plan centralizado, cupular, de dar muerte a la oposición. Y otra cosa también es pasar por alto que del lado perredista, a esas alturas, tampoco faltaron las reacciones violentas y esa misma resistencia civil que Cárdenas no reconoce como estrategia propia. En cualquier caso, el hecho es que los muertos abundaron imperdonablemente en un solo bando, convertidos en noticias reiteradas en la prensa, y que la justicia para los casos fue con demasiada frecuencia inexistente, otras veces dilatadísima y cuando la hubo, no siempre verosímil. Más importante aún, el hecho es que ni ante tal escenario cedió Cárdenas a la tentación de llamar a la ilegalidad, como no cedió después, ese mismo año, cuando dos matones cortaron con un exacto a su hijo Cuauhtémoc entre advertencias de que dejaran de meter ruido en Michoacán, ni años más tarde, en el 94, cuando intentó nuevamente hacerse de la presidencia y en su opinión —mucho menos sólida— la maquinaria del fraude, en este caso avalada por el Instituto Federal Electoral, volvió a clavarle una estaca.

Decíamos que la estrategia cardenista, o quizás habría que decir la fe cardenista, rindió frutos. En 1997, Cuauhtémoc Cárdenas ganó las primeras elecciones para jefe de Gobierno de la Ciudad de México . ¿Sorprendente? Es al menos discutible que así sea. Cárdenas y el resto de la cúpula del partido clamaron, una y otra vez, contra las preferencias francamente priistas de los medios de comunicación, en particular de las televisoras, y sobre la presumible movilización del viejo aparato de fraude del tricolor. Llegados a este punto, debemos subrayar un hecho significativo. Si esas armas jugaron en su contra, no dejaron ver sus efectos en las urnas chilangas, que a fin de cuentas ya antes, en el 88, habían favorecido ampliamente a Cárdenas y que tienen desde entonces fuertes inclinaciones perredistas. El caso es que, en una elección donde fue a las urnas más del 70% de los capitalinos con credencial de elector, el partido puso en nómina a 127 diputados mientras Cárdenas se llevó el 47% de los votos, nada menos, y ocupó la oficina del Zócalo el 5 de septiembre del mismo año 97. Pero la ocupó solo durante un par de años, para lanzarse como candidatoa la presidencia, y al hacerlo abrió la puerta a dos o tres de los escándalos más sonados del perredismo. Escándalos: una moneda de la que este no anda precisamente corto.

La bateadora emergente

No fueron pocos ni insensatos los resquemores que provocó la idea de Cárdenas de abandonar la jefatura de gobierno para lanzarse, otra vez, a contender por la presidencia, una meta que algunos empezaban a ver como una obsesión. En un país en el cual el PRI era todavía un partido hegemónico y sus mecanismos para conservar el poder muy, en serio muy eficaces, que la oposición se hubiera hecho legalmente de la capital de la República, nada menos, y que ese golpe democrático no desembocara en actos generalizados de violencia, como alguno vaticinó, exigía del gobernante en turno un compromiso a prueba de todo, una atención obsesiva sobre los problemas de la megaurbe, que a fin de cuentas debería demostrar que la izquierda era capaz de gobernar a millones sin que llegaran el apocalipsis económico, la guerra fratricida y el conflicto político desbocado. ¿Por qué, entonces, dejar a los votantes con un palmo de narices? ¿Por qué propiciar que los defeños fueran gobernados durante la mitad de su periodo por una persona a la que no habían dado su voto?

Sin embargo así ocurrió, y por un lapso bastante largo no parecía que esa decisión fuera a traer consecuencias realmente lamentables ni para los ciudadanos, ni para el PRD. Se nos ha olvidado, tras los repetidos escándalos de corrupción, pero el reemplazo de Cárdenas hizo un buen trabajo, lúcidamente asentada en lo que podríamos llamar un programa de centroizquierda, es decir, un programa de gobierno respetuoso con el mercado, con las garantías individuales y las diferencias políticas. Decimos asentada porque el reemplazo de Cárdenas demostró, de paso, a un país irrefrenablemente machista, lo que no debería hacer falta demostrar: podemos ser gobernados por una mujer. La mujer fue Rosario Robles.

Pocos políticos, del PRD o del cualquier otro partido, salen vivos de Con todo el corazón. El libro se publicó en 2005, luego de la sucesión de escándalos que puso a Rosario Robles fuera del partido y de la política en general, al menos en un rol protagónico y al menos hasta la hora de teclear estas líneas (no es raro ver regresos al ring político mucho más sorprendentes). Uno de esos pocos es Cuauhtémoc Cárdenas, al que la exjefa de Gobierno guarda una lealtad que, a la fecha, no parece desmayar, y que de hecho parece ser un sentimiento habitual en los allegados del líder michoacan. Se conocieron al final de los candentes años 80, cuando Robles, egresada de la carrera de Economía, trabajaba hombro con hombro con la dirigencia del Consejo Estudiantil Universitario, el famoso CEU, para frenar las reformas impulsadas en la UNAM por el rector Jorge Carpizo, mientras Cárdenas perfilaba su candidatura como opositor y buscaba apoyos en donde era obligado encontrarlos, o sea ahí, en la UNAM.

Los encontró, aunque ni tan inmediata ni tan consensuadamente como podría pensarse. La izquierda en general, y la universitaria en particular, nada más no se ponía de acuerdo . Mientras el PFCRN y el PPS ofrecieron su apoyo de inmediato a Cárdenas, Rosario Ibarra prefirió mantener una muy trotskista independencia, pese a la opinión de una parte nada desdeñable de su partido, el PRT, que terminó por desembarcar en aguas cardenistas, y el PMS del ingeniero Heberto Castillo dudó todavía por un largo rato antes de sumarse a la candidatura del otro ingeniero. Al final, sin embargo, Rosario Robles, como varios militantes del CEU, destacadamente Carlos Ímaz y Antonio Santos, terminaron por hacer carrera junto a Cárdenas y después de él.

Con el triunfo del PRD en la Ciudad de México, la carrera de Robles dio un salto cuántico. Para su sorpresa, o al menos así lo asegura en su libro, fue nombrada secretaria de Gobierno, lo que la colocaba, dicho en pocas palabras, como la segunda al mando en la capital. No le falta razón cuando dice que la decisión de ponerla ahí significó una patada al avispero por parte de su antiguo jefe. Sin ser la Robles la primera mujer con un cargo político de importancia en México, la decisión de encabezar el primer mandato no priista de la segunda o tercera ciudad más poblada del mundo con una mujer como brazo derecho fue, en lo simbólico, toda una declaración de principios, en un país con tantos atavismos machistas como este, y en lo práctico, inicialmente al menos, todo un acierto, según avanzamos hace unas líneas. No es fácil gobernar una urbe como la capital, particularmente con las restricciones de presupuesto (solo para empezar la pelea, al primer jefe de Gobierno le conectaron un recorte del 12% en la quijada) y la ostensible enemistad del gobierno federal que padeció la administración cardenista. Con todo, la popularidad de Cárdenas no fue nunca desdeñable y algo habrá tenido que ver con ello Rosario Robles, autoproclamada representante de una izquierda reloaded, actualizada, limpia de radicalismos.

¿Fue el gobierno del DF, con Cárdenas y luego con Rosario Robles, un gobierno realmente progresista, en el sentido de que procedió como un gobierno de izquierda mesurada, moderna, ajena al espíritu faccioso y revolucionario que dominó al México opositor de los años 60 y 70 y más próxima, por ejemplo, a los experimentos de la socialdemocracia europea? Desde muchos puntos de vista es justo decir que sí, y probablemente en eso sí radicó su popularidad. Al equipo de Cárdenas y luego al de Robles se debe buena parte de las iniciativas culturales que en efecto, y con todos sus bemoles, han cambiado la forma de vivir la ciudad: el Faro de Oriente, una viva y activa escuela de artes y oficios, o la red de Libroclubes, una forma desburocratizada de paliar nuestra eterna crisis bibliotecaria. Siempre hay que dudar de la cultura financiada por las instancias oficiales, pero la administración cardenista entendió bien lo que antes entendieron, mejor aun, los colombianos: la cultura, tan denostada en los hechos por burócratas y parlamentarios, invariablemente prestos al recorte por ese lado cuando llegan las crisis, es de enorme ayuda a la hora de lograr convivencias civilizadas, libres de armas. Eso que los sociólogos llaman horripilantemente, y van nuestras disculpas por semejante expresión, reconstruir el tejido social.

Tampoco son esencialmente criticables, aun dentro de su estridencia y su impronta populachera, ideas como la de la famosa rosca de Reyes gigante que se extendió en la plancha del Zócalo para que los viandantes pasaran a llevarse un platito de cartón con ese mazacote tan injustamente valorado —si se permite la digresión culinaria—. No es criticable en la medida en que el gobierno decidió hacerla en equipo con los empresarios del PAN, lo que habla de una sana propensión a acercarse al mundo de los negocios y la industria, frecuentemente mal vista por las izquierdas. Como nada criticable, y muy propia de las agendas de la izquierda democrática, es la decisión valiente —dicho sea de paso, no respaldada en su día por el entonces presidente del partido y futuro santón de la progresía, Andrés Manuel López Obrador— de pugnar en la cámara por la despenalización del aborto, un lidia que no cualquiera torea, por aquello de que la opinión pública luego se pone respondona y las siguientes elecciones se complican.

En cambio, es lícito preguntarse qué demonios pensaban nuestros gobernantes cuando les tocó tratar con personajes como Fidel Castro o los chicos del CGH, el Consejo General de Huelga, esos que se tomaron la libertad de cerrar la UNAM ante el prolongado pasmo de las autoridades.

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