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Alma Delia Murillo

25/11/2017 - 12:02 am

Indignación a destajo y compasión selectiva

Para indignarse no hay matices. Todo indigna, todo ofende, todo merece el único castigo posible de nuestra corte dosmilera: la exhibición pública. Ahora que malbaratamos la indignación a la sección de ofertas, al montón donde todo tiene el mismo precio, también jodimos la palabra dignidad. Tremenda cosa. A cualquiera que se proclame víctima le creemos […]

Nuestra resistencia a mirar dentro es directamente proporcional a nuestra necesidad de mirar fuera, eso pienso. Foto: Especial

Para indignarse no hay matices. Todo indigna, todo ofende, todo merece el único castigo posible de nuestra corte dosmilera: la exhibición pública.

Ahora que malbaratamos la indignación a la sección de ofertas, al montón donde todo tiene el mismo precio, también jodimos la palabra dignidad. Tremenda cosa.

A cualquiera que se proclame víctima le creemos ciegamente, a cualquiera que se señale de verdugo lo linchamos ciegamente. Y haciendo eso nos sentimos mejores, o más justos, o vayan ustedes a saber qué pero algo que se emparenta con la anestésica idea de que somos buenos y, por lo tanto, nos convertimos en el bien y nuestro ser no amerita cuestionamiento alguno, que para eso está el verdugo anatema al que sí podemos señalar como encarnación del mal. Buenitos de altísima estatura moral agremiados del lado de la mayoría, desde luego, pues la mayoría ha probado ser sólido refugio para nuestra especie.

Pero algo anda mal. No me creo nuestra vocación justiciera si adquiere el mismo peso moral cometer un crimen probado que, por ejemplo, decir algo inadecuado; si a la par que todo nos indigna, somos tan selectivos con las causas que nos conmueven y más selectivos aún de las causas por las que sí hacemos algo. Es una obviedad pero aún discutible si dar un like o escribir un tuit es hacer algo en pro de los valores que tanto defendemos.

No deja de llamar mi atención que los casos mediáticos convoquen tanta rabia justiciera pero las muertes anónimas, los abusos que ocurren en lo marginal, la violencia histórica y consistente del hambre, la pobreza, el racismo y el clasismo, nos dejan indiferentes. No se detienen las veintisiete mil muertes humanas que provoca el hambre a diario con aguerridas muestras de indignación digital, no se detienen los asesinatos y el infierno de la pobreza con airados trending topic. Es que a todo le ponemos indignación pero a casi nada le ponemos el cuerpo, la presencia, las acciones.

Perdonen, pero no me la creo. Me parece que nos mueve otra cosa, la soberbia quizá, la neurosis personal que nos convence de que aquello en lo que creemos es lo único existente y la realidad debe adaptarse a ello.

Víctima. Concepto que se ha vuelto incuestionable pero que merece análisis. Recordemos lo que la palabra convoca: víctima es la que está destinada al sacrificio. El destino fatídico. Trampa insalvable. La que nunca podrá tomar en sus manos su vida y siempre será víctima del otro, de la circunstancia, del sistema… es el vaticinio para el peor futuro sin que nada pueda hacerse. ¿De verdad queremos seguir reforzando ese concepto? ¿de veras no merece otras miradas, otros acercamientos?

Nuestra resistencia a mirar dentro es directamente proporcional a nuestra necesidad de mirar fuera, eso pienso. Mientras mayor oportunidad tengamos de sumarnos al colectivo para señalar los errores de otros, menos capaces seremos de mirar los propios. Y de nuevo, en nombre de la evolución moral, la serpiente se mordió la cola. Pareciera que el mundo no tiene otra explicación que el bien y el mal. Otra vez. Abandonar el pensamiento complejo, meter nuestra capacidad de discernimiento a la cárcel de lo correcto y lo incorrecto, a lo que merece premio y lo que merece castigo. A estas alturas.

Dice Javier Cercas en un lúcido texto que se publicó hace un par de semanas en El País a propósito del porno en la indignación moral: “Quien se indigna y clama castigo compensa sus propias deficiencias, satisface el apetito de destrucción del otro y se presenta a sí mismo como un individuo virtuoso”

Rechazo y aceptación es el nombre del juego, atisbo. Porque en el fondo de nuestros deseos más primarios, es poderoso el que empuja para que los demás nos acepten y nos quieran. Quién nos iba a decir que para lograrlo y afianzar la identidad, volveríamos al universo infantil —¿o religioso?— de los buenos y los malos.

Y es que ahora todo indigna, poco conmueve y a actuar nada nos mueve.
Perdonen, pero no me la creo.

@AlmaDeliaMC

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