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Tomás Calvillo Unna

25/10/2017 - 12:00 am

Retrato hablado de un irredento: Eduardo Escárcega Rangel

Alguien le pudo haber señalado entonces  “tu ya vienes bien cilindrado, con un alto kilometraje (tal vez de otras vidas anteriores)”. Y es que su rebeldía acotada por un instinto, si se permite decir, de sentido común, advirtió tempranamente  los desfases de los adultos, sus incoherencias y ocultamientos y también sus experiencias y justas intenciones.

“El pasado no está en sus ojos, mira el presente e indaga el futuro”. Foto: Especial

Desde aquel recuerdo de la infancia donde aparece en la foto, cruzando la meta en primer lugar en un carro de pedales con un tortillero como casco, entre las rodillas de los adultos expectantes, la suerte de Eduardo Escárcega estaba echada; águila o sol, el diría con los años: águila y sol.

Alguien le pudo haber señalado entonces  “tu ya vienes bien cilindrado, con un alto kilometraje (tal vez de otras vidas anteriores)”. Y es que su rebeldía acotada por un instinto, si se permite decir, de sentido común, advirtió tempranamente  los desfases de los adultos, sus incoherencias y ocultamientos y también sus experiencias y justas intenciones.

Entre la escuela de los primeros años y la calle, y el vecindario de aquella Villa Quieta, cuyo reloj y tiempo ya no lo marcaban los campanarios de sus iglesias, sino los silbatos de los trenes, anunciando su porvenir de cruces de caminos que no tardaría en atraer los vientos fértiles y complejos del mundo; los ánimos de la infancia y adolescencia, se expresaban como una gran odisea entre el orden y la rutina de la educación, entrelazados a la aventura y la vagancia, que aprendían de la libertad y sus tropiezos.

Se experimentaba una atmósfera  social, donde los trabajadores, particularmente los ferrocarrileros, dejarían una honda huella emocional a partir de sus luchas gremiales ferozmente reprimidas a finales de los años 50 del siglo pasado, en plena guerra fría que también Aguascalientes y sus habitantes la experimentaron a su manera provinciana y rebelde, con ese liberal conservadurismo, que teje el bajío y el centro norte de nuestro país.

Desde entonces Eduardo Escárcega asumió su tradición católica, insurrecta, disciplinada, comunitaria, indagadora y abierta y siempre lúdica.

Sabía cómo otros convertir la calle en un campo de futbol y así definir los contornos de un universo donde la vida era una contienda llena de entusiasmo y gratuidad exaltada con cada gol, con cada finta, con el empeine que hacía resplandecer al balón  en el aire.

Solo los iniciados en esas canchas de asfalto y tierra saben de esa hondura que ya no es solo juego, ni deporte, sino algo más que resta en la memoria como un anhelo cumplido sin más. El Campo Rojo, la Presa de los Gringos, las colonias Ferronales, Héroes, el Trabajo, los Gremios, el cine Colonial, el capitán Fantasma, y entre esos nombres propios de lugares y leyendas, saltaba la barda de la infancia para expropiar un fruto del huerto y ganar la carrera ante los vidrios rotos; eran las señales de un futuro viajero, que tentaba los riesgos de lo desconocido y que buscaba entender ese latido intermitente y cada vez más constante de un corazón cuyo centro de gravedad se descubría en la amistad, en la justicia horizontal, cotidiana, adherido a la convicción del más allá, aquí.

El pasado no está en sus ojos, mira el presente e indaga el futuro. Sus palabras abrevan en la memoria de su infancia, adolescencia, primera juventud, que ya atestiguaban su risa franca que abraza su entorno.

La vida se convirtió en una carrera para llegar a sí mismo, ingeniero de profesión, experto en cuidar la vida, integridad y salud de los trabajadores, poco a poco fue reconociendo ese tiro interminable del alma. Allí hay que bajar con devoción, con su luz para poder caminar en la oscuridad de nosotros mismos.

Cada encuentro lo subraya con un abrazo que es estremecimiento, como si fuera el primero y el ultimo de alguien que conoce su fugacidad que es la misma de todos, ese gesto de saludo y despedida, propio de los políticos en México, es una sacudida del ser, un llamado al espíritu fraterno, una convicción por saber estar.

Su energía es la de un nómada, lo ha sido casi siempre, sin restar un mínimo a su aprecio y amor a la familia que lo inspiran y son su sostén, nómada irredento cuya única ancla son sus hijos y mujer que han aprendido verlo partir y retornar; su casa está en los campamentos de las montañas y los desiertos, donde miles de trabajadores mineros se hunden en las entrañas de la tierra.

En su constante ir y venir la figura paterna lo acompaña como un recuerdo de esfuerzo, inteligencia, sencillez y elegancia, vinculada esta ultima más al orden que a la frivolidad, de un padre que le heredó la lectura y la disciplina, y la metáfora de la “vara de membrillo”, para andar sin titubeos.

Su intensidad a veces bordea la desesperación al recibir la llamada de un accidente laboral, como si la responsabilidad de ello recayera también en él. De ahí su ansiedad de no retardar las tareas de cada hora, sabe bien de esa llamada que un día nos llegará a todos y por lo mismo no vale la pena la distracción en un mundo que se dedica a ello, a producirla y multiplicarla.

Su desafío es hacer de ese grito que lleva en lo más profundo de sus entrañas, un canto, una palabra de afecto a la luz del día, con quienes lo acompañan y el acompaña. De allí su pasión por el arte del silencio: la pintura. Su obra es una tarea colectiva que inició hace décadas, cuando con escasos recursos fue adquiriendo obras que consideraba valiosas en distintas galerías de la Ciudad de México.
Sentarse en la banca solitaria de un templo, absorber su silencio, contemplar los íconos e imágenes religiosas, ello le permitió encontrar uno de sus caminos, tal vez el más deseado, el más buscado; construir un lugar para el sosiego, para señalar esa otra manera de experimentar la vida, de ver el mundo, de encontrarnos: el Museo, que hoy lleva su nombre, el de su padre, el de su abuelo, el de un linaje, cuya herencia de fe está en la cultura, en la educación, en el arte.

El MUSE, como se le conoce, edificado en el barrio de La Purísima en la ciudad de Aguascalientes a partir de la adquisición de una casa sencilla, que al paso de los años se convirtió en la metáfora de las minas que ha visitado a lo largo y ancho del país. El MUSE fue expandiéndose, abriendo túneles en los muros de las casas vecinas, convirtiéndose en un laberinto de más de dos docenas de galerías, ya no de vetas de oro, sino de colecciones de pintura.

Eduardo Escárcega, el ingeniero Escárcega como lo conocen muchos, no ha dejado de preguntar:

-Y el alma de las rosas, jardinero,
¿a dónde va?
-Y señaló un lucero:
-A donde van todas las cosas bellas…
A ser átomo de luz en las estrellas.
-Pero… ¿todas?
-Sí, todas. Es su fin…
¡Ah! Pero nada más de este jardín (1).

 

  1. Un jardín de primavera de José F. Elizondo

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