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Tomás Calvillo Unna

25/09/2019 - 12:05 am

La respuesta

¿Quién era Hidalgo en realidad?

Nunca lo vio, ni de lejos. Sólo un amigo del rumbo de Jaral de Berrio, le había platicado de él.

Uvate. Pintura de Tomás Calvillo Unna.

¿Quién era Hidalgo en realidad?

Nunca lo vio, ni de lejos. Sólo un amigo del rumbo de Jaral de Berrio, le había platicado de él.

Decían que casi no tenía pelo, y el poco que le quedaba era blanco. Su fama mayor, en aquella región, provenía de saber escuchar a la gente y de dar buenos consejos, y sobre todo de sus uvas, de sus viñas. El Cura producía uno de los mejores vinos del Septentrión. Su amigo le había obsequiado, en alguna ocasión, una botella de barro. “Uvate Hidalgo” pudo leer en esas incisiones blancas sobre el fondo marrón del recipiente. Ahora la botella vacía se había convertido en una prueba más en su contra. Los jueces la mostraron para resaltar sus vínculos con el sedicioso.

Los recuerdo se agolpaba y uno tras otro parecían responder al trote de la bestia que lo llevaba a su última estancia en este mundo, la horca.

Los tambores resonaban y eran correspondidos por el golpe de las herraduras sobre las piedras.

Hasta ese corto desfile tenía su ritmo.

Los nogales no podían impedir el paso de esas verdaderas lanzas de fuego arrojadas por el sol que lo hacían sudar con profusión, y aturdirse.

¿Por qué escribió aquel pasquín?

Una sonrisa se deslizó en su adusto y huesudo rostro.

Aunque anden las rondas listas
He de encender cazuelejas
Con el sebo de realistas
Y las mechas de callejas.

¿Pero quién diablos le enseñó esos versos a su mente? Cuando los redactó no le costó ningún trabajo. Creyó oír una voz interior que le dictaba las líneas. ¡Maldita ánima traidora!, murmuró con una extraña mezcla de humor y pesar. Era la misma sensación que durante los días del juicio no le abandonó. Era ese sentimiento (por llamarlo de alguna manera) lo que le causaba más asombro, más que todo lo que sucedía a su alrededor. A pesar de estar condenado a muerte, el acto que había causado su sentencia, esa página inútil, seguía teniendo una curiosa fascinación.

No estaba arrepentido aunque había suplicado el perdón que le fue negado. Y no eran razones de heroísmo, patriotismo o de odio contra los gachupines lo que determinaba su conducta y estado de ánimo. Era la satisfacción que le daban las palabras que escribió y que fueron la prueba contundente que excluyó cualquier apelación.

Será conducido al Suplicio Caballero en Bestia de Albarda, con soga al cuello y grillete al pie. Pasará las calles públicas contándose entre éstas la del Magistrado y a usanza de la Ley, a son de trompeta y voz de Pregonero se publicará su delito diciendo…

Estaba abatido cuando la voz grave del Magistrado resonó en la sala del juzgado. Lo que más le molestó fue el seseo, el uso lujurioso de la s al pronunciar.

Él pensaba, y así obligó a su familia a hacerlo, que el español debía de extirpar ese sonido abusivo. Al hablar trataba de evitar la dicción de la s. Exigió a uno de sus hijos que al oficio de sastre que había elegido, lo llamara de otra forma, al menos que dijera “astre” y si pudiera, olvidara también la s intermedia.

Sí, lo que le dolió de la sentencia fue su pronunciación. No podía reprimir esas emociones que sabía bien que no eran comunes. Pero prefería aceptarse tal como era y no convertirse en un inquisidor consigo mismo.

Nunca pensó que al haber firmado como testigo en la boda de su amigo Joaquín, había sellado su destino. Y es que los jueces llevaban varias semanas tratando de descubrir al autor de los pasquines, que hasta en las puertas de Catedral aparecían. Uno de esos fiscales, El Ojitos, visitó los dos establecimientos educativos del pueblo e hizo que los alumnos escribieran sus nombres en su presencia. Nada encontró allí, la caligrafía era diferente.

Pero El Ojitos tenía la certeza de que eran pocos los que sabían escribir. Revisó pacientemente los libros de la Parroquia y en uno de ellos encontró el acta matrimonial de Joaquín Saldívar y María Ximena Suárez. La firma de uno de los testigos le pareció inconfundible. Cotejó las letras: P, a, n, t, o, j, a, con la hoja irreverente y subversiva, y ya no hubo dudas.

“¡Adiós papá!” La voz delgada, fina y fresca de una niña surgió de esa cadena de bultos y rostros compungidos. De reojo apenas pudo ver aquella cara redonda y límpida. “Adiós Guadalupe”, le gritó, haciendo un mayúsculo esfuerzo por salir del torbellino de pensamientos que ya lo habían aislado de su familia, del pueblo y del mundo. Su garganta sintió el roce de la cuerda que no evitó que su hija lo oyera.

Por primera vez se sintió solo. Esa clase de soledad que es causada por la impotencia, por saberse impotente para cambiar el rumbo de las cosas. Qué fácil sería bajarse del cuadrúpedo y caminar hacia Guadalupe, abrazarla e ir al mercado a comprar flores, dulces, ¿y por qué no? Abrió los ojos, pero más se abrieron los oídos.

Esta es la Justicia que manda hacer el Rey nuestro Señor contra este hombre Autor, Escritor y Fixador de Pasquines, o Papeles Sediciosos en contra del Rey, su Estado y Magistrados.

Su hija ya estaba lejos, muy lejos de ese monótono e irremediable trote que lo conducía al cadalso. Respiró hondo, los árboles también habían desaparecido. Únicamente el sol permanecía, como si fuera su último acompañante; el sol que casi siempre estaba ahí.

“Cristo, Cristo, Cristo”, repitió ese nombre que en la infancia aprendió sin saber por qué. Sin que nunca hubiera tenido sentido alguno, hasta el día que subió a la torre de San Francisco y descubrió grabada en la campana tres veces esa palabra. Cuando ésta sonó, el nombre de Cristo se volvió una onda metálica que lo estremeció a tal grado que por poco pierde el equilibrio y se precipita al abismo. Entonces era un adolescente que comprendió lo que era el vértigo de las alturas, semejante a éste de las últimas horas. En ese trayecto hacia el fin, el sol y Cristo eran nombres intercambiables. El sol, Cristo, la campana y él daban vueltas como un remolino de polvo que danza entre los geométricos magueyes a orillas del dolor.

…después de que le sea quitada la vida en la Horca se suspenderá en ella por tres horas y concluidas por cuanto a que en la misma Horca fixó en tiempo de la insurrección uno de sus Pasquines se le cortará la mano derecha clavándola en la misma Horca, pero quitada a las veinte y cuatro horas…

Un temor desconocido recorrió su cuerpo.

“Estoy cerca”. Era otra vez la voz interior, esa que lo había conducido hasta aquel sitio. Todos se detuvieron. Los destellos del sol, el polvo y las lágrimas que empañaron la imagen de su hija, le hacía perder la vista. Se restregó los ojos. La plaza era inmensa. Estaba otra vez solo. El verdugo no era nadie, no podía serlo, ni los soldados. Eran puros muñecos, iguales a lo que él construía en su taller de juguetes. ¡No!, no eran iguales… La soga le apretó el cuello. Su garganta estaba seca. Tenía dificultad para respirar. Le estaban cortando el cordón que lo unía a los días y las noches… Recordó el pasquín, ciertamente era ridículo como también lo eran la voz de Calleja, su porte y solemnidad, el Virrey y sus secuaces, el Monarca lejano, del otro lado del mar y hasta los tambores que permanecían inmóviles cabizbajos, acallados, esperando una orden.

Miró a sus ejecutores, ¡qué extraño! Daban la impresión de no tener vida, de ser las marionetas de alguien que ni siquiera sabía que ellos existían. A la distancia estaba la muchedumbre, un poco más cerca se encontraban los niños de la escuela que asistían “para que supieran obedecer y no se rebelaran”.

Ridículo era una palabra que no le había llamado la atención antes, pero ahora ocupaba el paisaje que lo rodeaba, impregnaba los sucesos que su memoria guardaba, batallas, discursos, proclamas… ¿La vida, qué es?, se preguntó como si clavara una daga por única vez en el centro de su propio corazón. ¿Qué es?, el eco recorrió todo su cuerpo, cada poro de su piel repetía su interrogante.

Uno de los niños, sigilosamente, sacó del bolsillo de su chaqueta un caballito verde de los que él había hecho. Lo vio y concentró su mirada en el juguete. Sintió en sus manos, con las que solía tallar, la textura de las crines de madera. Sonrió y comenzó a reírse a pesar de la cuerda que lo maltrataba y asfixiaba su hallazgo. El verdugo lo miró con incredulidad y cierta sospecha, incómodo, quiso terminar pronto su tarea. Él siguió riendo entre el batir de los tambores.

*Nota. Relato del libro Palabra que es la llave. El relato se inspira en luchas reales documentadas por el historiador potosino Manuel Muro en su Historia de San Luis Potosí, tomo II. Las citas de las sentencias se transcriben textualmente.

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