Antologías como ventanas a la lectura

25/05/2016 - 12:03 am
Las antologías son libros maravillosos. Son grandes ventanas, o puertas, o autopistas. Foto: Shutterstock.
Las antologías son libros maravillosos. Son grandes ventanas, o puertas, o autopistas. Foto: Shutterstock.

Las antologías son libros maravillosos. Son grandes ventanas, o puertas, o autopistas. Son un barco para zarpar al océano. Cualquier lector, básicamente, cualquier lector que sea lector por gusto ama las antologías.

Y sin embargo, cada que aparece una nueva antología en este país, llueven las críticas en los medios culturales: que si no están todos los que son, que si no son todos los que están, que si es un librito de amigos, de mafias, que si no logró su cometido de ser un retrato fiel de la literatura de tal época o lugar, que si son un mero estratagema de mercadotecnia (¡Qué horror! Imagínese, alguien quiere vender libros en México: de seguro es un criminal), etcétera.

No sé si la prevalencia de este tipo de críticas se deba a que las secciones culturales de los medios cada vez se parecen más a las revistas de chismes (donde importa más la vida íntima de los artistas, sus amores y sus odios, que la buena o mala factura de su trabajo en tal telenovela), a que escoce ese prurito de creer que “uno siempre podría haber hecho mejor el trabajo pero por gachos no nos escogieron”, a que estas críticas sólo las leen otros escritores (y, por tanto, son ineludibles), o a qué razón. Lo que sí sé es que suelen olvidar al lector. Y a la literatura.

BUSCAR QUÉ LEER

Leer por gusto en este país es un camino más bien solitario. La mayoría comenzamos a leer en la escuela por obligación pues, aunque los libros para niños son de lo que más se vende desde hace un cuarto de siglo, el sendero de la lectura en casa (en las casas donde hay libros) parece cortarse conforme uno va creciendo y debe de dejar de “perder el tiempo” leyendo cuentos para leer cosas “que valgan la pena”. Así, para casi todos, queda solo la escuela.

Ahí algunos descubren, sobre todo si tienen la dicha de tener buenos profesores, que en los libros están muchas respuestas que no se encuentran afuera. Entonces puede que el adolescente decida leer. En mi caso, como la mayoría de adolescentes, carecía de dinero para comprar libros. Así que fui a la biblioteca y tuve la suerte de llevarme en préstamo un libro formidable, Las ciudades invisibles, de Italo Calvino. Y digo que fue una suerte porque todos los demás me parecieron atroces pero, gracias a ése, fue que me animé a volver a la biblioteca a pedir otro bonche. Y otro. Y otro.

Tardé mucho en encontrarme otro libro que me gustara tanto. Y ése es precisamente el primer problema que tiene todo lector que quiere leer por gusto: pronto se da cuenta de que, a diferencia de la idea con la que había crecido (“si está en un libro es bueno, si no lo entiendes es porque eres tonto”), no todo lo publicado le parecerá bueno. Entonces piensa estrategias: 1) lee al mismo autor hasta que se lo acaba, se aburre o encuentra que no todo lo que publicó estaba chilo, 2) escoge otros libros del mismo sello editorial que le gustó hasta que también se da cuenta de que todos los sellos editoriales de vez en vez publican libros horribles, 3) busca en las secciones de crítica de los medios culturales y ahí se da cuenta de que siempre hablan de novedades y entonces, como no tiene dinero para comprarlas, se va a esos café-librería a leer de pie y de incógnito hasta que, bueno, pasa lo mismo y 4) entonces busca a otras personas, maestros o gente que parezca que lea, para ver qué le recomiendan pero el resultado puede que sea igual de insatisfactorio porque, de entrada, este adolescente lector comenzó a leer para encontrar las respuestas que no le daba su entorno, o para dialogar con alguien (ya fuera muerto o lejano) de algún tema que le interesara y que sentía que no podía conversar con nadie más a su alrededor.

Obviamente el orden de las estrategias cambia según el lector y se pueden incluir varias más. Pero el asunto es ése: cómo encontrar algo que sí me guste leer. Y es aquí donde las antologías son una maravilla.

LEER UNA ANTOLOGÍA

No sé qué antología fue primero. No sé si la de cuento latinoamericano de Merton o cuál. Pero la que definitivamente me abrió el mundo fue Ourselves among others, de Carol J. Verburg. Ahí había autores de los cinco continentes, autores de los que nadie de mis amiguitos o maestros hablaba pero que me parecían buenísimos, autores que abordaban problemáticas que a mí me interesaban pero que no encontraba en otros libros. Esa antología era y es literalmente una joya (luego algunos de esos autores rarísimos de los que nadie hablaba ganaron, por ejemplo, el Premio Nóbel y todos los medios comenzaron a hablar de ellos). Entonces ya tenía una guía para volver a la biblioteca.

Eso: las antologías nos pueden servir como una guía personal de lectura, como un muestrario que uno paladea y luego escoge sus platillos principales, “de esta antología me gustaron Fulana y Perengano, voy a buscar otros libritos de ellos”. Y entonces el tiempo de búsqueda para encontrar algo que tenga probabilidades de gustarnos disminuye radicalmente. Son casi una bendición.

Pero no sólo eso. Leer una antología tiene otras dos ventajas. Por un lado, uno sabe que si no le gusta el texto de un autor, el que sigue será muy distinto y el que viene y el otro. Es decir, uno sabe que habrá variedad. (Sí, luego uno aprende también, como lector voraz de antologías, a distinguir esas antologías, las menos, donde los autores son casi clones unos de otros).

Por otro lado, las antologías nos dan como lectores un panorama de una época y un lugar. Piense, por ejemplo, en la Ficción arábica moderna, de Jayyusi, o en la Antología de cuento centroamericano, de Sergio Ramírez, en Adentro/Afuera: Seis obras de teatro de Palestina y la diáspora, de Wallace y Khalidi. Mejor aún, piense en La nueva ficción soviética, de Sergei Zalygin, ¡publicada justo en 1989! O en Literatura desde el Eje del Mal: escritura desde Iran, Iraq, Corea del Norte y otras naciones enemigas, publicada en 2006 por Alane Mason, Dedi Felman y Samantha Schnee. ¿No se le antoja leerlas sólo por mor a saber de qué diablos se escribía en esos lugares y en ésas épocas –justo antes de la caída del Muro de Berlín, justo en el apogeo del discurso guerrista de George W. Bush?

Así, las antologías son ventanas para la lectura en varios sentidos. Nos abren el panorama de escritores para luego buscar los que más nos gusten. Nos abren el panorama a diferentes tipos de escritura (y sí, puede que un autor que no nos gustó en primera instancia se quede en nuestra cabeza y luego volvamos a él y descubramos que aquello que no nos gustaba es en realidad impresionante). Nos abren el panorama a culturas y regiones del mundo e incluso nos transportan en el tiempo, como una máquina mágica, a momentos claves de la historia. Por todo esto las antologías me parecen una maravilla.

(Porque además, y esto tal vez lo ignoran los críticos, cuando uno se vuelve asiduo lector de antologías también se aguzan los sentidos para descubrir rápidamente qué autor fue incluido porque era compadre del compilador, qué autor fue tan soberbio que mandó un texto malísimo –cuando buena parte de su obra es asombrosa (por ejemplo, el texto de Vladislavic en Dioses y soldados, de Rob Spillman-, cuándo el compilador sólo juntó los primeros textos que le pasaron por la cabeza, cuándo sí hubo una propuesta y un estudio previo y cuándo no, cuándo hay un sesgo clarísimo en la visión estética y/o social del compilador, etcétera; es decir, uno descubre sin problema todo aquello que los críticos se afanan en hacer visible).

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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