Decadencia es el segundo volumen de la trilogía Breve enciclopedia del mundo, el gran proyecto filosófico de Michel Onfray.
Ciudad de México, 25 de abril (SinEmbargo).– En este nuevo libro Michel Onfray elabora una vasta y fascinante historia de Occidente vista desde el inexorable declive de la civilización judeocristiana. Después de una época llena de vitalidad con el nacimiento del cristianismo y la conquista del poder político, el momento del colapso de nuestra civilización ha llegado tras la deconstrucción filosófica de la Ilustración —con el anuncio de la muerte de Dios— y el nihilismo generalizado de la sociedad contemporánea, del que el fascismo de ayer y el fanatismo de hoy son solo dos de sus muchas manifestaciones.
Fragmento del libro Decadencia, de Michel Onfray. :copyright: 2019, Paidós. Traducción de Alcira Bixio. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
***
Teoría de la circuncisión de los corazones
La progenitura del engendro de Dios
Camino de Damasco, julio del año 34, alrededor del mediodía.
El anticuerpo de Cristo hizo posible, pues, el cuerpo del judeocristianismo…, y lo hizo en detrimento del cuerpo real y concreto de los cristianos. Para que se diera esta transmutación del concepto de Jesús en oro religioso, fue necesaria la acción de un hombre que tuviera un cuerpo verdadero, pero un cuerpo desfalleciente. He nombrado a Pablo de Tarso, san Pablo. Más que ningún otro, este judío que había comenzado contribuyendo en su juventud al asesinato de Esteban, el primer mártir cristiano, tuvo razones para querer que su cuerpo impotente generara una potencia que compensara el anticuerpo que también él tuvo…, pero el suyo fue un anticuerpo fisiológico. Pablo hizo de Jesús el amable un Cristo de la espada. Y de la herida hecha por esa espada mana sangre desde hace más de mil años.
No se conoce el nombre completo de Pablo; se ignora la fecha de su nacimiento; no se sabe con precisión cuáles fueron sus medios de desplazamiento en el transcurso de sus numerosos viajes; por cierto, él toma muchas notas durante sus misiones, pero cuando redacta, comprime hechos, desplaza acontecimientos, modifica situaciones para producir una obra literaria apologética más que una autobiografía histórica; no se sabe dónde, cuándo ni cómo murió —decapitado, dicen, y tampoco se sabe en qué fecha, probablemente el año 67 o 68—; se ignora con certeza el lugar de su sepultura…, posiblemente en la Basílica San Pablo Extramuros de Roma.
Pablo reconstruye su historia; se inventa una personalidad ad hoc; reescribe discursos y muestra al lector, no lo que ha dicho, sino lo que querría que crean que ha dicho; cuenta la historia del avance del cristianismo tal como lo ha deseado, ambicionado, querido, pero lo cierto es que no progresó como él dice; Pablo se presenta como el instrumento de Dios que permite la expansión de la profecía de Cristo hacia la totalidad del planeta; se caracteriza como actor de ese péplum internacional que muestra a un judío convertido al culto de Jesús que luego procura convertir a los demás al mensaje de Jesús, primero, a los judíos, y luego al resto de la humanidad, a los gentiles. Hace propaganda de sí mismo, lo cual, en ningún caso, podría transformar sus textos en documentos históricos, aunque con frecuencia se los ha tomado por tales.
Los relatos que se presentan como autobiográficos no lo son. So pretexto de contar la historia verdadera de un combate verdadero en un tiempo y lugares verdaderos, Pablo cuenta la historia maravillosa de un cristianismo que se universaliza gracias a él: Pablo se construye como misionero del cristianismo, como conquistador del mundo que conduce la secta oriental cristiana y palestina de los orígenes hacia su destino de religión occidental, primero mediterránea y luego europea antes de llegar a ser mundial.
Su biógrafa católica Marie-Françoise Baslez escribe que, animado por tales sentimientos, «Pablo devino así un héroe de novela de mediados del siglo ii, el primer héroe de novela cristiano». Constantino fue, en efecto, el verdadero conversor; quien creó el Occidente cristiano y dio una forma política al judeocristianismo. Pero, sin Pablo, esa conversión del imperio probablemente habría sido menos fácil, hasta menos posible. Para lograrla, fue necesario que el decimotercer apóstol transformara el discurso en general pacifista del propio Jesús en apología de la conversión por la espada, el símbolo de san Pablo.
En cuanto a lo aparentemente seguro, al menos si uno cree en los Hechos de Pablo, evidentemente apócrifos, se sabe que Pablo era bajo de estatura, delgado, calvo, barbudo, cejijunto, con la nariz aguileña y las piernas arqueadas. Se sabe también que este judío desobedeció la tradición de su pueblo y no se casó. Habitualmente, los jóvenes se prometían a los dieciocho y se casaban poco después a fin de evitar el vagabundeo, si no ya sentimental, al menos sexual, perjudicial para las filiaciones, las cuales son esenciales en la vida y la supervivencia del pueblo judío. El matrimonio fija la libido. En su Primera Epístola a los Corintios, Pablo afirma: «Querría que todos los hombres fuesen como yo» (7, 7), es decir, solteros, no casados, sin cónyuge. Este hombre desgraciado no tiene mujer, un enigma en el medio judío. ¿Por qué razón podía alguien en aquella época permanecer soltero?
Sabemos que a san Pablo lo aflige, a causa de Satán, según dice él mismo, un «aguijón en la carne» (Segunda Epístola a los Corintios 12, 7). Quizá sea este aguijón lo que permita resolver el enigma de esa vida sin mujer y sin esposa: el odio de los cuerpos y de la carne, el desprecio de las mujeres y de la sexualidad, la invitación a la castidad o a la continencia, la proposición del modelo de una virgen que da a luz o de la imitación del cadáver del cuerpo de Cristo son todos esquemas del cuerpo judeocristiano infligidos a los occidentales durante más de mil años que proceden en línea directa del cuerpo débil y enfermo de Pablo de Tarso.
Hay abundante bibliografía sobre este aguijón. En la mayor parte de los casos, remite a la fisiología: artritis, cólico nefrítico, tendinitis, ciática, gota, taquicardia, angina de pecho, comezón, sarna, prurito, ántrax, forúnculos, hemorroides, fístula anal, eccema, lepra, herpes, peste, cólera, erisipela, gastralgia, cólicos, cálculos, otitis crónica, sinusitis, traqueobronquitis, retención de orina, uretritis, fiebre de Malta, filariosis, paludismo, tiña, cefaleas, gangrenas, supuraciones, abscesos, hipo crónico, convulsiones, epilepsia. Yo había compilado todas estas dolencias cuando escribía mi Tratado de ateología. Y allí comentaba también esta otra lista: «Las articulaciones, los tendones, los nervios, el corazón, la piel, el estómago, los intestinos, el ano, las orejas, los senos nasales, la vesícula, la cabeza… No faltaba nada».
No faltaba nada salvo los males que corresponderían al sexólogo, al consejero conyugal, al psicólogo y hasta al psicoanalista; como sabemos, existen extraños centauros de esta corporación que mezclan la fabulación freudiana y la fabulación cristiana. Porque no me parece mal que se le endilgue a Pablo un hipo crónico o una otitis persistente, pero esos malestares son muy poca cosa para llegar a la conclusión de que ¡tal patología le impidió encontrar a una mujer que le diera hijos! Ciertamente la fístula o las hemorroides podrían disuadir un poco a una joven en busca de un padre para su progenie, pero si todos los hombres afligidos por ese género de dolencias tuvieran que permanecer solteros toda la vida, el mundo estaría lleno de hombres solos.
Una homosexualidad latente y/o reprimida ha sido sugerida por psicoanalistas que encuentran más fácilmente lo que no es que lo que es. Esta hipótesis no tiene en cuenta el aspecto anatómico, pero ve con malos ojos que Pablo haya deseado que su mal, por lo tanto ese mal, se transforme en un bien para el conjunto de la humanidad, pues recordemos que, en la Primera Epístola a los Corintios, Pablo invita a todos a imitarlo. Ciertamente, a imitarlo en el celibato y no en la homosexualidad, pero si la segunda hubiese sido la causa del primero, sin duda él habría encontrado otra fórmula.
Yo había precisado que el uso metafórico de ese aguijón escondía cierta vergüenza: uno no tiene, en realidad, ninguna razón para disimular una artrosis, un herpes o una gastralgia, una cefalea o una angina de pecho. Como tampoco podría ocultar lo que se ve: sarna, tiña, un eccema o un forúnculo. Si Pablo calla es porque probablemente lo que tiene es una enfermedad vergonzante que le prohíbe el comercio carnal con las mujeres y la posibilidad de fundar una familia. Dicho de otro modo, una impotencia sexual que le hace imposible la erección.
Cuando desea que la humanidad lo imite y habla inmediatamente después de la castidad, cuando hace el elogio de la continencia absoluta más que del matrimonio, que solo se resigna a tolerar a falta de la fuerza suficiente para renunciar a toda carne. Pablo hace virtud de la necesidad: se cree libre queriendo lo que lo quiere a él, esto es, la impotencia sexual. El hombrecito calvo de piernas torcidas, ese judío enfermizo y enclenque, ese barbudo desdichado dice no querer ese cuerpo que no lo quiere, ese cuerpo que lo ha abandonado. Es comprensible. Pero de ahí a querer sumergir en la neurosis al universo entero, creyendo que así su propia neurosis se disimulará, no hay más que un paso.
Antes de su conversión al cristianismo, Pablo ha perseguido a los cristianos. Ha participado en la lapidación de Esteban: se quedó cuidando las túnicas de quienes masacraban al discípulo de Cristo. En el camino de Jerusalén a Damasco, bajo el sol abrasador de julio del años 34, cuando parte a solicitar en la sinagoga la autorización para arrestar a los cristianos, una luz cae del cielo y una voz le habla. Le pregunta por qué lo persigue. Es, pues, la voz de Cristo. Quienes viajan con él oyen la voz, pero no ven nada. Pablo, que entonces se llamaba todavía Saulo, cae de rodillas (y no de un caballo; es la iconografía la que le presta una montura ausente en los textos neotestamentarios) y vuelve a ponerse de pie. Pero está ciego. Tres días más tarde, el cristiano Ananías le devuelve la vista (Hechos de los Apóstoles, 9, 10-19).
El episodio aparece contado en tres ocasiones: una en la Segunda Epístola a los Corintios (5, 17) y dos en los Hechos de los Apóstoles (9, 3-8 y 23, 6-11). En los Hechos, Pablo precisa que ese acontecimiento sucedió «alrededor del mediodía» (22, 6): mediodía es, evidentemente, una hora simbólica. Es la hora de la claridad más absoluta, la hora en que el sol alcanza el cenit, la hora de mayor luz, la hora sin sombra, la que permite hacer retroceder lo más posible las tinieblas, la que, al mismo tiempo, hace triunfar la verdad, la justeza y la justicia. Desde los cultos solares prehistóricos a los trabajos masónicos, pasando por el zoroastrismo y la metáfora nietzscheana, la hora del mediodía es la más densa en claridad metafórica y real. Tampoco la ceguera y la recuperación de la vista tienen mucho que ver con un problema oftálmico, un error que cometí en la época del Tratado de ateología, pues tomé el texto al pie de la letra biográfica y me preocupé muy poco por su sentido alegórico y simbólico. La lectura histórica supone una escritura histórica, lo que no era el caso. Ciertamente, la caída y la ulterior pérdida de la vista, luego recuperada, pueden entenderse como signos de una crisis de histeria. Los síntomas coindicen. Yo caí en esa lectura…
Pero, más allá del error que consiste en mirar únicamente con ojo de historiador documentos escritos con una pluma poética, mitológica, hay que descifrar esos signos: Pablo es un judío que persigue a los cristianos; en el curso de sus fechorías, la verdad se apodera de él; la violenta claridad es la forma que adquiere la manifestación de la potencia divina; la ceguera es la del judío que no ha comprendido que la verdad del judaísmo está en el cristianismo, y hasta la verdad del cristianismo está en la formulación de ese neojudaísmo; la recuperación de la visión es la prueba de que Pablo sabe lo que desde entonces hay que saber: a partir de ese momento va a pasarse la vida enseñando esta buena nueva. Ahora bien, la «buena nueva» se dice «evangelio»: recordemos que los Evangelios fueron escritos después de Pablo.
Que Pablo recobre la visión tres días después del acontecimiento también tiene sentido: Cristo resucitó tres días después de morir. Lo que fue la muerte para Jesús es la caída en el camino de Damasco para Pablo. El reino de uno y el reino del otro advienen después de ese momento lleno de claridad: cuando sus amigos descubren la tumba vacía, un ángel luminoso, también él pleno de irradiante claridad, les informa que Cristo está vivo. Desde el ángel que anuncia la venida del Mesías hasta el que enseña que su misión se ha cumplido, pasando por la propia conversión de Pablo, en todos ellos la luz está siempre presente.