Jorge Javier Romero Vadillo
25/03/2021 - 12:04 am
La abusiva sobrerrepresentación
La nueva coalición con pretensiones hegemónicas lleva al extremo el abuso de las reglas diseñadas para proteger al PRI, para mostrarnos a diario lo distintos que son del viejo régimen.
Le legislación electoral en México siempre ha contenido mecanismos para limitar la expresión de la pluralidad de la sociedad. Desde 1946, en la cuna de la época clásica del régimen del PRI, la ley se diseñó para evitar la existencia de partidos opositores con capacidad de competencia auténtica y para contener las posibles escisiones del partido del régimen, auto concebido como monopolio de la representación corporativa de las clases y los intereses particulares. Así, al sistema de mayoría relativa, donde el ganador se lleva todo, se le añadió por el lado de las reglas formales la abusiva fórmula proteccionista del registro de los partidos, mientras que en la práctica se mantenía el fraude electoral, institucionalizado desde los tiempos de la República Restaurada.
Más tarde, en 1963, se inventó la fórmula de los “diputados de partido”, para maquillar el carácter de régimen de partido único, en tiempos en los que en este lado del Telón de acero, o Cortina de hierro, se veía mal la existencia de un monopolio político. Fueron tiempos en los que los politólogos de las universidades de los Estados Unidos escribían que México era una democracia en proceso de consolidación, a pesar de que poco democrático había en un régimen donde no existía ni la libertad de organización política efectiva, ni la libertad sindical y los medios de comunicación estaban controlados por su dependencia de las subvenciones gubernamentales y por el monopolio del papel.
En la década de 1970 el régimen perdió la capacidad de contener la violencia política y proliferaron las expresiones guerrilleras. Aunque nuca tuvieron posibilidad alguna de derrocar al autoritarismo priista, hicieron evidente que el carácter social del Estado heredero de la Revolución era solo una fachada. En tiempos en los que en el resto de Latinoamérica las oligarquías apoyaron golpes militares, con la complicidad del Gobierno de Nixon, para aplastar la insurgencia de izquierda, en México la elite política optó por un proceso de liberalización. La reforma política de 1977 abrió el sistema electoral a las expresiones de izquierda y con ello logró desarticular a los incipientes movimientos armados. El ambiente político se aireó, pero la apertura no significó el fin del monopolio político.
Las reglas electorales que operaron a partir de las elecciones legislativas de 1979 fueron diseñadas para que quedara clara la diferencia entre el partido del régimen y la precaria oposición. El aumento de los distritos de mayoría a 300 fue imaginado por Jesús Reyes Heroles como el coto exclusivo del PRI, mientras que los 100 escaños de representación proporcional fueron concebidos como el espacio para incluir a una oposición leal, sin capacidad real de competir con la coalición de poder. Sin embargo, la crisis detonada en la economía rompió el pacto oligárquico de 1946. Primero, los empresarios encauzaron su disidencia a través del PAN en los comicios locales a partir de 1983 en el norte del país y las elecciones se volvieron más competitivas y después vino el cataclismo electoral que rompió al PRI, del cual surgió un nuevo referente electoral al que se sumó la débil izquierda.
La última década del siglo pasado fue el escenario de la renegociación del pacto político, resultado de la ruptura del monopolio del PRI. La diversidad social ya no podía procesarse sin violencia a través de los cauces corporativos. En los sucesivos procesos de reforma, ante la imposibilidad de mantener el viejo control electoral, el PRI buscó evitar la pérdida de la mayoría legislativa por medio, primero, de la llamada “clausula de gobernabilidad”, que de manera automática le concedía la mayoría en la Cámara de Diputados al partido que más escaños alcanzaba en las elecciones y cuando ese abuso flagrante se volvió insostenible, en el pacto de 1996 la sobrerrepresentación se limitó al ocho por ciento, bastante holgada, por lo demás.
El pacto de 1996 fue evidentemente distributivo. Sin duda un avance notable respecto al arreglo anterior, pues estableció reglas para que se hiciera efectiva la liberta de los votantes, pero de nuevo limitó las opciones a través del sistema de registro de los partidos y mantuvo la composición predominantemente mayoritaria de la Cámara que favorece a los partidos mayores y establece en sí misma un alto grado de sobrerrepresentación para las fuerzas con arraigo territorial, en detrimento de las expresiones que reparten su voto por todo el país. Con la posibilidad de sobrerrepresentación del ocho por ciento, en realidad la representación proporcional podría servir para aumentar artificialmente la influencia legislativa del partido con más votos, en lugar de ser el instrumento para garantizar la representación equitativa de la pluralidad.
La sobrerrepresentación fue una exigencia del PRI, con el argumento de la gobernabilidad por delante, pero con la resistencia a perder el control por detrás. No le sirvió, sin embargo, en 1997, para mantener la mayoría absoluta y después la competitividad extrema hizo que no fuera suficiente para la existencia de mayorías absolutas. Entonces, se encontró la fórmula para hacer trampa y aumentar el abuso. A partir de la reforma de 2007, las fórmulas de coalición comenzaron a ser la vía para violar la limitación constitucional de un máximo de ocho por ciento de porcentaje de diputados por encima del porcentaje de votos obtenidos. La trampa empieza desde el registro de candidatos que pertenecen a un partido como si pertenecieran a otro de los de la coalición. A eso se le suma la argucia de que la limitación constitucional aplica para los partidos individuales, no para la coalición en su conjunto, fraude avalado por el inefable Tribunal Electoral, ahora capturado en su mayoría por el Gobierno.
El recurso favoreció al PRI desde 2012, aunque entonces fue casi imperceptible. En 2015 ya fue más notorio que el PRI y el Verde lograron una sobrerrepresentación del 9.7 por ciento, casi dos puntos por arriba del límite constitucional, lo que hizo que los representantes de Morena en el INE protestaran a voz en cuello. Sin embargo, en 2018, como ellos no son iguales, aprovecharon la ventana de oportunidad y lograron duplicar el límite de sobrerrepresentación establecido por la Constitución.
El INE ahora ha decidido tratar de contener la posibilidad de fraude a la Constitución con reglas establecidas antes de la elección para la asignación de escaños de representación proporcional, lo que ha desatado la ira de Morena y sus corifeos, que han llenado de improperios a Lorenzo Córdova, a Ciro Murayama, el consejero proponente, y al instituto en su conjunto. La nueva coalición con pretensiones hegemónicas lleva al extremo el abuso de las reglas diseñadas para proteger al PRI, para mostrarnos a diario lo distintos que son del viejo régimen.
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