Hace tiempo, La Noria, sindicatura de Mazatlán, aspiraba a ser Pueblo Mágico. Hoy es un pueblo acosado por la violencia. Pero una maestra, sin sueldo, decidió no huir y enseñar a los niños arte en vez de balas.
Mazatlán, 26 de feb (SinEmbargo).– En el salón de una casona antigua de pueblo, de esas de paredes gruesas pintadas de blanco y techos altos para mitigar el calor, Marisol Lizárraga imparte sus clases de teatro guiñol.
Es miércoles y la mujer de sonrisa tenue dicta un ejercicio mientras los chiquillos se divierten con las manos llenas de pintura.
–A ver niños, ahora van a hacer una obra de teatro con estos muñequitos que tienen en sus manos–, dice mientras camina por el cuarto habilitado como salón de clase.
Los alumnos se agrupan e inventan sus propias historias. Hay que darle vuelo a la imaginación, por eso son niños. A Lupita, una niña de 13 años, le toca crear el guión de su grupo y propone una trama que versa sobre la búsqueda de una persona desaparecida en un bosque de la región.
Lupita y sus dos hermanos que también asisten al taller, Juan David y Carlos Enrique, tienen a su padre desaparecido desde hace más de un año.
El señor es un carpintero tradicional de La Noria, una sindicatura rural de Mazatlán. Hace casi tres años partió a un pueblo cercano a hacer un trabajo y no ha regresado. Ahora se le considera una persona desaparecida, si es que la autoridad lo cuenta entre sus cifras oficiales.
La ausencia del señor es, al parecer, una consecuencia de la violencia encarnizada que se vive en La Noria, protagonizada por los grupos del crimen organizado.
Cuando terminan de crear la historia, los niños liderados por Lupita hunden en sus manos los muñequitos de teatro guiñol, pasan al frente del grupo y comienzan a mover sus brazos para representar la obra. Desde una esquina del salón, la maestra los observa con atención. Conforme avanza la trama se da cuenta de que Lupita llevó su vida al teatro guiñol.
Pero esta no fue la única ocasión donde los hijos del carpintero evidenciaron las secuelas generadas por la ausencia violenta de su padre.
Días antes, en clase de pintura, Marisol les pidió a los niños que dibujaran su pueblo: La Noria. Unos hicieron casitas, otros colorearon calles y algunos delinearon personas. Juan David, el menor de los tres hijos del carpintero, pintó cruces rojas y negras, plasmó iglesias y panteones.
Estos dibujos sorprendieron a la profesora porque el menor de seis años siempre había sido un niño alegre con fama de comedido: le ayudaba a tirar la basura y a quemar las varas caídas de los árboles.
[slideshow_deploy id=’536442′]El más agresivo de los tres era Carlos Enrique, un niño de ocho años: se irritaba muy fácil y todo el tiempo parecía que necesitaba sacar el coraje por medio de los golpes, hasta estuvo a punto de ser expulsado. En contraste, era muy bueno para dibujar y tenía habilidades para las matemáticas. En la primaria sacaba rápidamente las cuentas.
A principios de 2012, los tres niños ya no acudieron al taller. Al paso de los días la maestra Marisol se enteró de que ya no estaban en La Noria. Se habían ido a vivir con su madre a Mazatlán.
Una tarde de diciembre, previo a Navidad, Marisol les pidió a sus alumnos que redactaran su deseo de Nochebuena. Los hijos del carpintero tomaron papel y crayones y comenzaron a escribir el anhelo más importante de sus vidas. Ese que llevarían por siempre alojado en su mente y que hasta la fecha no se ha vuelto realidad.
EL MUSEO COMUNITARIO
Marisol es una mujer de pelo corto y pocas palabras por lanzar. Tiene 35 años y hace dos terminó la preparatoria. La encuentro en la Plazuela Machado, de Mazatlán, epicentro cultural del municipio.
Con un café negro entre las manos cuenta que es madre soltera y que espera vivir en La Noria todos los días de su vida. Su historia con los niños del lugar empezó en 2010, el año en que estalló la violencia en el pueblo. Marisol rentó en 600 pesos una casa vieja y amplia ubicada en la calle principal que planeaba adecuar como Museo Comunitario. Visitó vivienda por vivienda para contarles a los vecinos su idea y pedirles algún vestigio que pudieran donar.
Así ha ido recabando las piezas del museo. Marisol no lo ha abierto porque necesita imprimir fotografías y láminas informativas; sin embargo, ya consiguió el dinero a través del instituto de cultura municipal y espera inaugurarlo en los meses siguientes.
Mientras tanto y durante estos tres años ha utilizado las instalaciones para dar talleres de pintura, de literatura e historia a los menores del lugar. Al principio cobraba 10 pesos por asistencia, pero los chiquillos dejaron de ir y eliminó la cuota.
En la impartición de los cursos colaboran un par de personas que se apellidan igual pero que no son parientes: Fabián Peraza, como instructor de pintura, y Dolores Peraza, en los talleres de lectura. Ella sólo colabora en las tardes porque en las mañanas vende dulces en la plazuela.
Nadie lo planeó así, pero el taller se ha convertido en un lugar donde los niños se olvidan de sus problemas generados por el narcotráfico, o por lo menos les sirve de catarsis.
[slideshow_deploy id=’536463′]La profesora piensa que el arte y la lectura les ayuda a los niños a encontrar explicaciones de lo que sucede en sus vidas, como ejemplo, recuerda laanécdota de un niño que leía la historia de Oliver Twist y dibujó a un hombre que portaba un arma. Preocupada, lo cuestionó.
–¿Por qué dibujaste esto? –preguntó intrigada.
–Porque la gente cuando es pobre debe tomar un arma y asaltar porque no tienen para comer –dijo el niño, seguro en sus palabras.
–¿Y tú crees que los que andan de malos lo hacen porque no tienen para comer? –alternó Marisol.
–Sí, eso los obliga –respondió.
Estas anécdotas, refiere Marisol, son el verdadero pago a su trabajo. Han sido años de esfuerzo personal y de apoyo de sus amigos. Las cartulinas, los pinceles y las acuarelas las consigue por donaciones de profesores de pintura o por regalos que le hacen amigas comerciantes de Mazatlán.
–Una tiene una papelería y cuando se le mancha un paquete de cartulinas me las regala –dice con cierta emoción pícara en el rostro.
Dentro del Museo Comunitario se encuentra un librero con cerca de 160 libros donados por el Instituto de Cultura del estado. Con estas obras ha logrado convertir en lectores frecuentes a ocho niños del lugar. Las clases las imparten dentro del museo y en ocasiones usan las banquetas y la plazuela del pueblo.
Marisol dice que no piensa dejar de hacer los talleres para niños a pesar de que cada vez acudan menos. La asistencia ha ido bajando en proporción de sus habitantes: en 2010 iban 40 niños; en 2011, 20 y en 2012, 12. Actualmente se mantienen los 12 con la esperanza de llegar a 15 y formar el coro infantil de La Noria, para eso entró a clases de canto.
Pero no sólo las asistencias han disminuido, también las actividades. Al principio hacían recorridos por zonas donde hay petroglifos, como en los poblados de La Ciudadela, Jinetes y Juantillos, pero estos viajes ya no se pueden realizar por los peligros que implican.
–Entre el proyecto estaba crear un tour ecoturístico, pero todo se ha quedado para después –menciona la profesora y también estudiante de Educación Especial en la Escuela Normal de Especialización del estado.
[slideshow_deploy id=’536464′]Comenta que, al principio, los propios pobladores le decían que ya no llevara a los niños a las zonas de riesgo, pero aun así visitaban los lugares casi prohibidos para los lugareños. Marisol piensa que no hay que perder los espacios ante los criminales.
–No hay que dejar nunca de hacer las cosas porque cedes el espacio a las personas que están haciendo acciones indebidas. Si dejas de hacer las cosas normales, parece que con mayor razón se posesionan del lugar –expresa convencida.
LA IRRUPCIÓN DE LA INOCENCIA
En 2010, La Noria sintió uno de sus peores momentos de violencia y, desde entonces, las muertes e intimidaciones no han cejado.
La mayoría de las víctimas del cólera de las balas han sido adultos, pero también ha habido niños. Así fue en septiembre de 2010 en el poblado de Las Tatemas, un lugar cercano a Juantillos, sitio que los niños del taller dejaron de visitar.
Cerca de las 5 de la mañana un menor de 12 años llamado Jonathan dormía su última etapa de sueño cuando un grupo de hombres encapuchados se apersonó afuera de su casa y gritó el nombre de su padre. El papá de Jonathan no respondió a la mención y huyó por la puerta trasera de la vivienda.
Los sicarios, desesperados, rociaron la casa con balas. Uno de esos proyectiles se incrustó en la cabeza del niño. Murió. La policía contó 62 balazos percutidos con rifles Kaláshnikov, también conocidos como “cuernos de chivo”.
En esa misma semana, por la noche, María Teresa, una niña de 13 años, viajaba en una camioneta blanca junto a su padre por un camino de La Noria con dirección a un poblado de nombre Guamúchil. Avanzaban por los trayectos serranos cuando, de entre el monte, salieron varios hombres armados y dispararon a matar. La chiquilla recibió un balazo que se alojó en su espalda y le afectó varios órganos.
En marzo de 2011, en Juantillos, un grupo armado secuestró a Luis Felipe, un menor de 16 años. Horas más tarde hizo lo mismo con su hermano Ceferino, apenas dos años mayor. Ambos fueron torturados y muertos con armas de alto poder.
Estos son algunos casos de violencia, pero en La Noria se han presentado decenas de hechos parecidos en los últimos tres años. Los grupos armados no han tenido piedad: han baleado e incinerado casas, han matado y quemado a ganaderos y a ejidatarios, han secuestrado y torturado a personas, han impuesto toques de queda y retenes falsos.
[slideshow_deploy id=’536466′]Este lugar pasó de mil 300 habitantes en 2010 a 700 en 2012, según cuentan sus últimos pobladores, sus calles vacías, sus negocios cerrados y sus casas abandonadas. El gobierno municipal es mucho más conservador en las cifras.
–Hubo un tiempo que casi cada ocho días llevaban gente al panteón. Ya hasta perdimos la cuenta –afirma Marisol con esa mirada de ojos deprimidos y un par de hilos luminosos al centro.
En tres años, La Noria pasó de ser un sitio que soñaba con el título de Pueblo Mágico a un lugar invadido por la zozobra y el miedo. Sin embargo, y a pesar de este ambiente de hostilidad, Marisol ha decidido dar la batalla cultural desde adentro, a través del Museo Comunitario y los talleres infantiles.
EL DESEO DE JUAN DAVID Y CARLOS ENRIQUE
Marisol guarda como parte de sus tesoros más preciados los dibujos que sus alumnos realizaron previo a Navidad. De una carpeta amarilla saca unos trozos de cartulina donde los niños plasmaron sus deseos.
En uno de los cartoncillos dibujados, una niña de siete años le confiesa a Santa Claus que sus primos no creen en él, pero ella sí. Y con esa fe le hace una petición titánica.
“Yo quiero que haya paz en La Noria. Sé que no me puedes hacer ese deseo. Y quiero que los locos se desaparezcan por favor. Y yo quiero verte, porfas”, le dice en el dibujo adornado con un árbol morado saturado de regalos.
Otro de los dibujos muestra un obeso hombre de nieve con una bota navideña y una especie de caramelo gigante en cada mano. Sobre su cabeza un gorro rojo. En su cuello cuelga una bufanda verde. En la parte inferior de la cartulina, Paola, la autora del dibujo, escribe: “Yo deseo que me compren una mini laptop y que haya paz en el pueblo no queremos vivir más aterrados”.
Alicia, una chiquilla de 11 años que coloreó otro pino de fin de año con regalos, una flor de Nochebuena y una bota roja pidió: “Mis deseos son de que pasemos toda la familia juntos en las buenas y en las malas, que nunca nos peleemos y siempre nos tengamos amor y cariño. Otros de mis deseos es que nunca nos vayamos de nuestro hogar y que pasemos esta feliz Navidad unidos”.
La profesora saca de su carpeta los últimos dibujos. Son dos cartoncillos que elaboraron los hijos del carpintero desaparecido. En uno de ellos se observa una gran estrella dorada que sonríe mientras corona un pino navideño. Del árbol cuelgan 12 esferas regordetas de colores azul, rojo, verde y amarillo. En medio destaca una enorme flor de Nochebuena y en la parte superior izquierda dice el nombre del autor: Juan David.
Un poco más abajo, como lo hace cualquier otro niño, escribe su anhelo a Santa: “Yo deseo que esté mi papá con nosotros en Navidad”.
El hermano de Juan David, Carlos Enrique, pide lo mismo: “Deseo que esta Navidad mi papá estuviera conmigo”. En la cartulina de este menor de ocho años, al igual que en la de su hermano, sólo se lee el deseo del regreso de su padre.
Este año Marisol ha tenido pocas noticas de Lupita, Carlos Enrique y Juan David. Le preocupa que en la actualidad ninguno de ellos estudie y que el coraje por la ausencia de su padre aumente. Cuando vivían en La Noria al menos se mantenían entretenidos en los talleres de pintura y literatura, convivían con otros niños de su pueblo y, poco a poco, se les orientaba sobre lo bueno y lo malo de la vida.
–Esos niños casi no estudiaban, la mamá no les ayudaba a hacer la tarea y nosotros decíamos: ‘¿qué irá a ser de estos niños cuando crezcan?’. A lo mejor agarran el camino equivocado. Tenían actitudes violentas. Por eso no quería que se salieran –menciona con un dejo de tristeza en la garganta mientras sujeta con fuerza esa taza de café que nunca terminó.
Este día Marisol pasará la noche en la casa de unos parientes en Mazatlán porque se le hizo tarde para tomar el autobús que la lleve a La Noria. Al día siguiente debe levantarse temprano para viajar a su pueblo y armar el coro de niños que practican piezas como México lindo y querido, La Adelita y Bésame mucho.