Jorge Javier Romero Vadillo
25/01/2024 - 12:02 am
Sobre la democracia como pesadilla
"Las prácticas tradicionales de la política mexicana subsisten en buena parte del territorio nacional, es cierto".
El domingo pasado, en El País, Yásnaya Elena A. Gil publicó un artículo peculiar. Según la lingüista y activista por los derechos de los pueblos originarios, la próxima presidenta de México ya ha sido elegida por algo así como un sistema de usos y costumbres, mientras nos rasgamos las vestiduras (vaya tópico más cursi) quienes aspiramos a que los procedimientos electorales en México se apeguen a la legalidad. El problema, según ella, está en el modelo de democracia liberal que se pretende imponer por encima de una democracia mexicana construida de manera consuetudinaria y comprendida claramente por el pueblo sabio.
Resulta, entonces, que toda la construcción institucional del último cuarto de siglo no ha sido otra cosa que una pérdida de tiempo y un tiradero de dinero pues, en realidad, la forma natural de democracia que le corresponde a México es la instituida durante el régimen del PRI, con sus procedimientos opacos, sus decisiones cupulares y sus ficciones aceptadas. Todo el andamiaje de reglas, procedimientos, de servicio profesional electoral y de mecanismos para vencer la desconfianza mutua entre los actores políticos no es, de acuerdo con la lingüista intérprete de la esencia de la cultura política nacional, más que un gasto superfluo. Le parece gracioso que las boletas electorales tengan mecanismos de seguridad para superar la ansiedad que nos producen las elecciones a los mexicanos, cuando la mayoría del pueblo está conforme con el procedimiento del que ya surgió Claudia Sheinbaum como próxima presidenta de México.
Para Yásnaya, el evidente apoyo social que tiene Morena es suficiente, y es innecesario confrontar esa fuerza en las urnas. ¿Por qué gastar tanto si la elección ya está decidida? Los fieles creyentes y entusiastas de la democracia liberal erramos: no comprendemos la sabiduría popular y pretendemos que los votos se cuenten con procedimientos transparentes y con mecanismos que garanticen que sean los sufragios de la ciudadanía, y no un proceso semi-mágico —sí, la pesadilla de Woldenberg—, el que decida quiénes gobiernan y quiénes legislan.
Para Yásnaya eso de la democracia liberal parece ser una teoría exótica que nada tiene que ver con idiosincrasia nacional, con las tradiciones comunitarias arraigadas. ¿Para qué se van a poner urnas el primer domingo de junio de 2024 si desde el seis de septiembre de 2023 ya todo mundo sabe quién será la presidenta? Hacía mucho que no leía una defensa tan cándida del sistema político que imperó en México durante buena parte del siglo XX y contra el cual nos revelamos quienes durante casi 50 años hemos buscado que la política mexicana se acerque al ideal constitucional desarrollado desde la independencia, pero que durante la mayor parte de la historia del país no ha sido más que una aspiración inalcanzable.
Esta visión reaccionaria de la política expresa de manera transparente la idea de democracia de la voluntad general encarnada en el gran líder que defiende López Obrador. Los procedimientos y los contrapesos de la “democracia liberal” no son más que obstáculos para la democracia verdadera, la que se expresa en las comunidades a mano alzada o en encuestas de dudosa metodología y que, aunque fueran el culmen de la precisión demoscópica, nunca podrán ser un sustituto de los sufragios emitidos individualmente de manera libre.
En efecto, el camino en la construcción de una democracia de ciudadanos en México se ha enfrentado a enormes dificultades, buena parte resultado de una trayectoria institucional en la que las prácticas clientelistas y la lógica de los caciques locales han impedido que los votos individuales se cuenten, mientras que la voluntad popular es interpretada por una densa red de intermediarios políticos que “representan” a sus “bases”. Esa fue la lógica de operación del PRI, su manera de legitimar su pretendido sustento popular.
Las prácticas tradicionales de la política mexicana subsisten en buena parte del territorio nacional, es cierto. Pero contra lo que defiende Yásnaya, no se trata de formas de democracia tradicional. Son, por el contrario, expresión de la subsistencia del orden autoritario del caciquismo, una forma de dominación que suplanta la voluntad de los individuos con una suerte de interpretación de la voluntad colectiva encarnada en los hombres –sí, casi puros hombres– fuertes locales, convertidos en proveedores de favores a sus clientelas a cambio de apoyo político. Se trata de todo lo opuesto a una sociedad de derechos universales, pues para lograr cualquier servicio provisto por el Estado, cualquier protección frente a la arbitrariedad, cualquier apoyo social hay que ser fiel seguidor del líder de la comunidad, de la colonia o del pueblo.
Nada hay más antidemocrático que los usos y costumbres en los que se ha sustentado el poder de los intermediarios caciquiles a lo largo de la historia de México. Se trata de prácticas heredadas del orden virreinal, pero que se extendieron a lo largo y ancho de todo el tejido social, más allá de su origen rural en las repúblicas de indios establecidas por la Corona de Castilla para los pueblos “reducidos” con el poder de la iglesia católica y sus órdenes monacales. Que ahora, como en los tiempos del PRI, se nos pretenda vender esa manera de hacer las cosas, patriarcal y autoritaria, como la expresión auténtica de la democracia mexicana me parece un despropósito mayúsculo.
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