Carlos A. Pérez Ricart
25/01/2022 - 12:02 am
Cuauhtémoc Blanco y Nayib Bukele: ¿negociar con el crimen?
“La historia reciente de El Salvador y el encubrimiento de su presidente en 2019 plantea un buen caso para el análisis. La experiencia del país centroamericano y su líder ofrecen algo de luz (aunque quizás no suficiente) sobre los dilemas, alcances y peligros de negociar de forma secreta con bandas criminales. Empezaré por contar la historia desde su final”.
La semana pasada, al ver la fotografía de Cuauhtémoc Blanco abrazando a “El Profe”, “La Tripa” y el “Ray” — jefes locales de Guerreros Unidos, Comando Tlahuica y Cartel Jalisco Nueva Generación respectivamente— recordé a Nayib Bukele, el Presidente de El Salvador.
Las semejanzas entre Blanco y Bukele son varias y, en circunstancias más amables, abastecerían de suficiente material para escribir una columna chistosa. O una tragedia griega. Ambos son buenos ejemplares de esa fauna política que comienza a extenderse por toda América Latina, que en Nuevo León tiene otro buen exponente y que en Quintana Roo amenaza con florecer. Pero no, esta columna no es chistosa. Ojalá lo fuera.
Bukele —de manera probada— y Blanco —la foto plantea una hipótesis verosímil— son políticos que han concertado negociaciones con bandas criminales para, en principio, controlar o regular delitos de alto impacto ahí en donde gobiernan. ¿Es un acto válido en una democracia? ¿Debe y puede el Gobierno hacer concesiones a cambio de procesos de pacificación?[1] Dos preguntas que discutimos menos de lo que deberíamos.
La historia reciente de El Salvador y el encubrimiento de su presidente en 2019 plantea un buen caso para el análisis. La experiencia del país centroamericano y su líder ofrecen algo de luz (aunque quizás no suficiente) sobre los dilemas, alcances y peligros de negociar de forma secreta con bandas criminales. Empezaré por contar la historia desde su final.
El año 2021 finalizó como el más pacífico en la historia contemporánea de El Salvador. En total se registraron 1140 asesinatos. En un país de seis millones y medio de personas, eso equivale a una tasa menor a 20 homicidios por cada 100 mil habitantes. Los números no son para brincar de felicidad, pero contrastan con el pasado. Contrastan mucho.
En 2015, en El Salvador fueron asesinadas más de seis mil 500 personas o, lo que es lo mismo, un equivalente a 103 homicidios por cada cien mil habitantes. La cifra alcanzó para que la república centroamericana ocupara ese año planas en periódicos internacionales y El Salvador fuera declarado oficialmente “el país más peligroso del mundo”. Desde aquel pico en 2015, año con año, la incidencia se ha ido reduciendo de forma considerable hasta llegar a las cifras de 2021 y que marcan una reducción de más del 80 por ciento en menos de seis años.
Según la narrativa del Gobierno de Bukele, presidente desde junio de 2019, la clave del éxito es el Plan Control Territorial (PCT), su estrategia de seguridad. Grosso modo, el PCT busca avanzar en tres temas: retomar el control de las prisiones, atacar el corazón del financiamiento de las maras y pandillas que se esparcen por todo el país y “fortalecer” los cuerpos de seguridad —eje que, en la práctica, es un gradual proceso de militarización de la Policía Nacional Civil.
El buen —si bien controvertido— funcionamiento del PCT, repite el Gobierno de Bukele, es el causante de la reducción de homicidios y otros delitos de alto impacto en los últimos dos años y medio. En Twitter, Instagram y TikTok, el “CEO de El Salvador”, como se hace llamar en redes sociales, festeja cada día que en su país no se registra ningún asesinato gracias al PCT. Puede ser, pero, en todo caso, su plan oficial de seguridad es solo la mitad de la historia, o una tercera parte. O menos.
Para empezar, la tendencia a la baja en homicidios antecede al encubrimiento de Bukele como Presidente en 2019. Más allá de eso, sin embargo, la parte de la historia que el Gobierno de Bukele no quiere contar y que posiblemente ha contribuido a la disminución de la violencia, está relacionada con las negociaciones que su Gobierno ha encabezado con las tres principales pandillas del país, Mara Salvatrucha-13, Barrio 18 Revolucionarios y Barrio 18 Sureños.
Según demostró una valiente investigación del periódico digital El Faro en septiembre 2020, apenas llegar al poder, el circulo más cercano a Bukele comenzó una ronda de negociaciones con los líderes de las tres pandillas que, por entonces, eran responsables de la mayoría de los homicidios del país. ¿Los términos de la negociación? A cambio de mejoras en las condiciones de vida carcelarias y algunos beneficios a los miembros en libertad, las pandillas se comprometerían a mantener bajo el número de homicidios, así como a apoyar electoralmente al partido del Presidente.
La información de los periodistas de El Faro no provino de fuentes protegidas no corroborables, sino de audios, fotografías, papeles y testimonios que, en su momento, documentó la propia Fiscalía General de la República. Aunque el Gobierno continúa —cada vez con menos convicción— negando el proceso, la información recabada por El Faro no deja lugar a dudas: la negociación existió y el diálogo continúa fluyendo. Aunque la prensa independiente señala no sin razón la ilegalidad de estas negociaciones y la hipocresía de un gobierno que dice combatir a las pandillas, la popularidad de Bukele sigue subiendo como la espuma. Y los homicidios continúan bajando.
La de Bukele no fue la primera vez que Gobierno de El Salvador y pandillas se sentaron a platicar de forma secreta. A inicios de 2012 el Gobierno del expresidente Mauricio Funes negoció con las pandillas M-13 y Barrio 18 la reducción de homicidios a cambio de beneficios carcelarios. En los meses en que el acuerdo funcionó hubo un desplome de homicidios de 14 a seis diarios. En 2013, sin embargo, la “tregua” se rompió elevando los homicidios todavía más que cuando empezó la negociación. Un año después, en una mala secuela, un grupo de funcionarios del partido por entonces gobernante, el FMLN, ofreció a las pandillas un programa de créditos de más de 10 millones de dólares a cambio de apoyo electoral. La cosa no funcionó bien y la violencia homicida terminó por estallar hasta el ya descrito pico de 2015. ¿Se repetirá la historia con Bukele?
No estoy muy seguro de la moraleja de esta historia. Tampoco estoy muy seguro de entender todas las aristas éticas y políticas que subyacen a procesos de negociación como los descritos. El hecho es que se trata de una realidad en toda América Latina; Morelos y El Salvador incluidos. Podemos seguir pensando que se trata de casos excepcionales o excentricidades de exfutbolistas o megalómanos con alma de dictadores. O, mejor, podemos comenzar a hablar de forma madura del tema y hacernos cargo de un asunto que nos queda ya muy cerquita, apenas tomando la carretera a Cuernavaca.
[1] Las preguntas, así planteadas, son tramposas; lo sé. Todo lo que sabemos sobre crimen organizado plantea que la dualidad crimen-Estado es falsa; la historia de los buenos y malos no tiene asidero en la realidad: en la práctica la criminalidad organizada funciona precisamente porque actores estatales participan en ella. La pregunta no siempre por el grado de participación, no por el hecho.
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