Parcial y subjetivo | La calidad de lo divino

25/01/2013 - 12:00 am

Uno de los mayores retos a la hora de construir un personaje es hacerlo verosímil. Para lograrlo, es necesario que el lector sea capaz de asociar sus características con las de un individuo. Suena elemental pero muchas veces nos hemos topado con protagonistas que parecen salidos del más maniqueo de los esquemas. La empatía se crea gracias a que los lectores son capaces de identificarse con los problemas de los personajes, con el conflicto vital que se está narrando. Y esa identificación sólo puede llevarse a cabo cuando el personaje está bien construido. Al menos, es lo deseable. Lograrlo implica, entonces, poner la información narrativa suficiente para acercarlo al plano de lo humano.

Salvo que se pretenda otra cosa… como construir un personaje dios. Entonces cambian muchos de los valores a ser considerados. De entrada, como cualquier personaje que no sea persona, deberá estar antropomorfizado. En otras palabras, no puede ser una entidad abstracta por completo ajena a lo humano. De serlo, nos resultaría inasible. Una vez dado ese paso, el escritor tiene una gama enorme de posibilidades que explorar. Lo divino es terreno fértil. Los referentes están claros pero se puede jugar con ellos casi a placer. A fin de cuentas, estos dioses, no son sino entidades máximas siendo convocadas a un mundo que bien podría pertenecerles. El riesgo, entonces, no radica en su personalidad, sino en la forma en que se justifica su presencia en el mundo. De poco valdría contar una historia llena de personajes omniscientes, omnipotentes y eternos. El margen de acción es fundamental.

Presento cinco propuestas variadas. Van desde la antigüedad clásica hasta nuestros días. He intentado que sean deidades con un punto de contacto con los dioses que ocupan nuestras creencias y referentes, ya pertenezcamos a una cultura o a otra (esto, claro está, sin incorporar libros sagrados). Sin embargo, no todos tienen un nombre al cual atarse. Al contrario, parecen más una derivación viable de algún dios conocido. En cualquiera de los casos, lo que más llama su atención es el comportamiento con el que se desenvuelven. Al parecer, su calidad divina no los exime de lo humano.

Los infinitos

El pretexto de la novela de John Banville es muy simple. Adam Godley está en coma, a punto de morir. Por ello, se han reunido sus familiares más cercanos en la casa familiar de Irlanda. Mientras Adam recuerda lo que ha sido su vida, un par de dioses helénicos bajan a inmiscuirse en la vida de la pequeña comunidad. Hermes, fiel a su epíteto, es el encargado de narrar uno de los planos narrativos. Será su presencia la que consiga acercar a algunos de los personajes. Sin embargo, lo importante será su voz. A partir de ella irá tejiendo una reflexión en torno al deseo de inmortalidad humano. Algo poco deseable desde donde se mire, es un dios quien lo dice. Más aún, las deidades aspiran a tener un poco de esa cualidad humana que les permite emocionarse con profundidad. Quizá sea por ello que Zeus también baja para irrumpir en el mundo de lo humano, animado por la presencia femenina. Cuando el día esté por terminar, los dioses saldrán de ahí para encontrar un nuevo destino.

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La Iliada

Resulta inútil intentar hacer una sinopsis de esta obra en tanto es una de las más famosas de la literatura mundial. Sin embargo, es necesario decir algunas cosas. Por ejemplo, discutir en torno a su carácter de novela vista a tantos siglos de distancia. Epopeya, sí, quién lo duda, pero ¿novela? Bien podría leerse como tal pese a estar escrita en verso. Y es que ahí se da cuenta de los últimos días de la Guerra de Troya con tal acierto que resulta imposible no emocionarse. Eso sí, requiere lectores pacientes, dispuestos a enfrentarse a una lectura ríspida y compleja. En ella aparecerán, ni duda cabe, los dioses jugando con el destino de los hombres. Entonces la guerra se vuelve algo mucho más serio, ya no sólo es un conflicto en el campo de lo humano, también es la posibilidad de que los dioses limen sus rencillas. Leer La Iliada, escrita por Homero, es darse uno de esos lujos que la literatura ofrece cada tanto.

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El Club de los Abandonados

Semi, como su nombre lo dice, no alcanza la plena categoría de dios. Eso no le impide, por supuesto, ser un narrador omnisciente respecto a las vidas de Camilo y Roberto, un par de juniors regiomontanos que parecen decididos a echar a perder sus vidas. Sin embargo, no lo logran. Al menos, no del todo. Porque el poder de sus familias resulta suficiente para solventar, perdonar y salir indemnes. Narrada a partir de una multiplicidad de pequeñas anécdotas y haciendo uso de un enorme caudal de referentes de la cultura pop, sorprende la juventud de la autora, Gisela Leal. No cualquiera emprende la tarea titánica de escribir una primera novela que supera el medio millar de cuartillas, en la que el ritmo es frenético y donde un semidiós encuentra el espacio ideal para hacerse oír y para mostrar su falibilidad.

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Caín

José Saramago no inventa nada nuevo. De hecho, sólo cuenta una historia que no es suya. Más aún, que es del dominio público. Su novela es una reescritura del Viejo Testamento. No modifica los pasajes, no los cambia, no altera el curso de los acontecimientos. Se limita a rellenar los huecos, a hacer que un personaje pueda aparecerse donde no sólo resulta posible sino plausible. Aún más: provoca y cuestiona. Para conseguirlo, hace uso de Caín. Lo esgrime como un personaje con la autoridad para dialogar con Dios, para poner en tela de juicio sus actos, para enfrentarlo. Lo maravilloso empieza a suceder cuando este Caín consigue mejores argumentos que la divinidad: ésta sólo puede contestar en base a los hechos conocidos. Entonces no importa que la historia no sea propia. Refigurarla es el privilegio de los grandes. Y Saramago sigue siendo uno de ellos.

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Hijos de nuestro barrio

El planteamiento puede sonar conocido. Un viejo se encierra en su casa tras dejar sus tierras a sus descendientes. Dos hermanos se separan y dan lugar a dos clases de hombres: quienes trabajan y quienes mandan. Cada tanto, un idealista pretende cambiar el curso del barrio, volviéndolo más justo. Aunque no es evidente, conforme uno avanza en la lectura de los capítulos de Hijos de nuestro barrio, va cayendo en la cuenta de ciertas similitudes con tradiciones de las que se ha abrevado. Así, no resulta difícil encontrarse con Dios, Jesucristo, Mahoma o Moisés entre los personajes. Cada uno de ellos cumple con su carga histórica y religiosa. Sin embargo, lo hace desde su nueva condición. Naguib Mahfuz logra el prodigio de volver personajes literarios a figuras religiosas. Y lo consigue haciéndolos actuar en un contexto plenamente humano aunque cargado de simbolismos. Un libro que, a la larga, también cuenta la historia de la humanidad y lo absurdo que ha llegado a ser su comportamiento.

Los dioses juegan con lo humano. A veces, incluso, a lo humano. Aunque su poder es notable, resultan incapaces de comprender a esos pequeños seres que viven bajo sus influjos. Quizá por ello tengan la necesidad de involucrarse, de hacerles ver que las súplicas no son en vano o que depende de ellos el destino de quien alza las plegarias. Sea como fuere, la literatura los muestra tan falibles como cualquier personaje. Incluso más, porque parten de una omnipotencia que, en ocasiones, hasta puede resultar ridícula. A fin de cuentas, poco hay menos fastuoso que un dios limitado. Y los de estas novelas lo están en muchos sentidos.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.
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