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Darío Ramírez

24/09/2015 - 12:01 am

Sin rumbo

Se dice fácilmente que la sociedad está harta de los políticos y de los partidos que los amamantan. Sabemos que el sistema de partidos —además de caro— está hecho para que el sistema político se reproduzca con la mínima participación de la sociedad. Con el sufragio de un porcentaje reducido de la sociedad, se puede […]

Fotografía tomada de juandomingofarnos.wordpress.com
Fotografía tomada de juandomingofarnos.wordpress.com

Se dice fácilmente que la sociedad está harta de los políticos y de los partidos que los amamantan. Sabemos que el sistema de partidos —además de caro— está hecho para que el sistema político se reproduzca con la mínima participación de la sociedad. Con el sufragio de un porcentaje reducido de la sociedad, se puede concluir, de manera falsa, que vivimos en una democracia con todo los privilegios que ello conlleva.

Sin embargo, no sabemos —y no estoy seguro de que sea posible— generar cambios profundos y transcendentales para cambiar las reglas del juego. Echemos una breve y superficial revisión de los últimos temas en la agenda: PGR siembra pistola a abogado litigante. PGR descubre, convenientemente, equipo de espionaje en las oficina de Infraiber; los beneficiados: la cuestionada empresa OHL beneficiada por el presidente. Otro aún más grave. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (GIEI) presenta su informe que derrumba la “verdad histórica” de Jesús Murillo Karam (a quien recientemente sustituyeron en su cargo como procurador general de la República). Las fuerzas federales tuvieron conocimiento de lo que acontecía con los estudiantes. El gobierno y sus medios afines se dedican a deslegitimar el informe en vez de acogerse a sus resultados. La PGR promete nuevas diligencias —sí, esa PGR en la cual nadie cree— que de seguro naufragarán en el olvido. Peor aún, la narrativa oficial es que más de cien personas han sido detenidas, pero ninguna tiene una sentencia o está siendo procesados por delito de desaparición forzada, a pesar de que está bastante documentada la actuación de las autoridades. Pero la nota es la detención, no importa de quién o por qué. Y la cereza del pastel, el Secretario de Gobernación, le da el tiro de gracia a la política de prevención del delito al nombrar a Arturo Escobar como subsecretario. El nombramiento del personaje de impresentable reputación de entrada ha provocado que las organizaciones civiles más respetables que trabajan en esa área se levanten de la mesa de trabajo con el gobierno. Vaya manera de comenzar.

Esos mismos políticos que difícilmente dan acuse de recibo de los graves problemas del país, prácticamente omitieron el duro informe del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de Naciones Unidas, en el que señala que en gran parte de México existe un contexto de desapariciones generalizadas, muchas de las cuales podrían calificarse de forzadas. El Grupo hizo eco de lo que hace unos meses dijo el Relator contra la Tortura, Juan Méndez, al afirmar que la tortura en México es generalizada. La respuesta de la cancillería en ambos casos fue señalar que México vive un “sobre escrutinio en materia de derechos humanos por parte de la comunidad internacional”. No siempre la mejor defensa es el ataque, claro está.

El catálogo de escándalos es vasto. Es difícil resolver un tema cuando el alud de agravios es incontenible. Nuestro ejercicio como sociedad, prácticamente, se reduce a ver pasar y dar fe del deterioro de la nación, de la vorágine partidista y del mal gobierno. Pero lo cierto es que la sociedad civil está rebasada para ejercer un contrapeso eficaz. Y es ahora cuando más se siente la ausencia de dos actores importantes: una verdadera oposición política que sirva de contrapeso al poder y medios de comunicación cuyo interés sea el interés público de la información, y no una perversa relación entre empresarios-periodistas y gobiernos.

Los problemas por los que atraviesa México en materia de derechos humanos, impunidad y corrupción no son invento de organizaciones civiles ni de grupos desestabilizadores (léase defensores de derechos humanos o bien, periodistas “conflictivos” que no se ciñen al dogma del dinero y de los meta-intereses del mundo del periodismo), como lo han sugerido algunos funcionarios.

El tema de raíz es que a los servidores públicos pareciera que les han insertado un chip que los obliga a jamás admitir responsabilidad y mucho menos autocrítica. Ante la evidencia contundente —tómese como ejemplo el caso de Ayotzinapa y sus últimos capítulos— el instinto gubernamental es desdeñar, manipular, contra-informar, y una gran cantidad de verbos que, evidentemente, no incluyen resolver el problema. Estamos ante una mala administración de la desgracia. Hay la intención de poner en el imaginario colectivo un falso debate: en México las cosas están bien o están mal, lo cual genera razonamientos inconexos y peligros. No todo está mal, pero hay muchas cosas que afectan gravemente nuestra sociedad. Sin embargo, la atomización de las posturas no resuelve los problemas; por el contrario, logra esconderlos.

El sistema mexicano sin duda es un gran enigma. Cuando pensamos que ya tocamos fondo, viene la siguiente tragedia o acto infame de corrupción y nunca tocamos fondo. Entonces, la duda es: ¿Cómo hemos logrado desvanecer de manera tan eficaz la rabia, la frustración, el poder ciudadano, la movilización social para poder transitar a otro estadio diferente de política? ¿Qué fuerza y de dónde necesitaríamos abrevar para desterrar el rampante cinismo gubernamental?

El panorama se antoja difícil porque no se está dando el debate correcto. Se avisa que la pobreza ha crecido y la respuesta es contradecir la información diciendo que hay menos pobreza extrema, como si eso hiciera que las cosas estuvieran mejor. Señala el gobierno que la violencia ha disminuido y se comprueba que los homicidios dolosos han aumentado. Se asegura justicia para las víctimas del multihomicidio de la colonia Narvarte y no hay más que explicaciones aisladas que no dan cuenta del móvil por el que se cometió tal atrocidad, pero sí un relato que busca cerrar el caso sin certeza jurídica plena.

Lo cierto es que quienes ostentan el poder no ven la necesidad de cambiar. Nada los alienta para tomar ese camino. La presión social es manejable y a la presión mediática se responde con una aplanadora mediática oficialista. La autocrítica gubernamental para enderezar el rumbo está ausente porque no es necesaria. Y la voluntad gubernamental decide pasarla por alto porque así le conviene. Podemos, románticamente, enarbolar la idea de que la sociedad y su poder intrínseco son el motor de cambio. Hoy por hoy eso es una falacia. Tal vez renazca ese poder, pero los nubarrones son de tal magnitud que no se ve una fuerza capaz de disiparlos y mostrar un camino diferente.

Darío Ramírez
Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana y Maestría en Derecho Internacional Público Internacional por la Universidad de Ámsterdam; es autor de numerosos artículos en materia de libertad de expresión, acceso a la información, medios de comunicación y derechos humanos. Ha publicado en El Universal, Emeequis y Gatopardo, entre otros lugares. Es profesor de periodismo. Trabajó en la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), en El Salvador, Honduras, Cuba, Belice, República Democrática del Congo y Angola dónde realizó trabajo humanitario, y fue el director de la organización Artículo 19.

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