Antonio Salgado Borge
24/06/2016 - 12:00 am
Ni con la CNTE ni con el Gobierno
La CNTE y el Gobierno federal no están peleando por salvar la educación en México, sino por ocupar un mismo espacio de poder donde no caben juntos.
La CNTE y el Gobierno federal no están peleando por salvar la educación en México, sino por ocupar un mismo espacio de poder donde no caben juntos. Si los discursos de la primera y del segundo son marcadamente antagónicos es porque alimentar el maniqueísmo es políticamente lucrativo para ambas partes.
La noción de “bandos” excluyentes constituye una de las mejores formas de obtener el apoyo del público sin propiciar mayor reflexión sobre el contexto o lo que se esconde detrás del conflicto. No hay nada nuevo en ello. Cuando se eliminan los matices, una disputa pública termina reducida a un enfrentamiento entre “buenos y malos”. Entonces los espectadores son invitados a tomar incondicionalmente partido, a ser fiel a su lado y a odiar a muerte al rival. Es así como ha sido representado por los interesados, desde hace varios años, el duelo CNTE-Gobierno. Es así que los únicos que han ganado con ello son la CNTE y el Gobierno.
La estremecedora violencia del pasado domingo en Oaxaca, caracterizada, por una parte, por la inmisericorde represión armada de las fuerzas del orden, las mentiras gubernamentales y los enormes agujeros en la narrativa oficial, y ,por la otra, por grupos de individuos que, equipados con cohetones y otros objetos muy peligrosos, forman parte o engrosaron a la CNTE para atacar, provocar o defenderse de la policía, ha contribuido a exacerbar esta disputa y a polarizar aún más a la sociedad mexicana.
No son pocos los han manifestado su apoyo incondicional a la Coordinadora. Si el discurso antisistema de la CNTE ha llegado a ser tan atractivo es en buena medida porque el Gobierno mexicano carece de legitimidad. Entre las causas del creciente fatalismo que amenaza las democracias occidentales es indispensable incluir el desprestigio de la clase política. Parte del escepticismo en los políticos tradicionales se debe a que son percibidos, con razón, como corruptos o poco confiables.
Pero incluso dentro de esta tendencia fatalista hay niveles. Es bien sabido que México es uno de los países latinoamericanos con mayor desencanto democrático, situación que tiene responsables muy específicos; empezando, desde donde alcance la memoria hasta el día de hoy, por nuestros presidentes de la república y gobernadores. Sin embargo, el actual Gobierno federal nos ha demostrado que el fondo siempre puede ser más bajo de lo que suponemos a través de sus acciones u omisiones, que van desde su protección a la rampante corrupción, pasando por la privatizaciones a modo para servir a los cercanos al poder, hasta los crímenes de estado o la violencia sin control. Es por ello que cuando, en la voz de Aurelio Nuño, el Gobierno federal defiende su reforma educativa con uñas y dientes, cuesta tanto trabajo tomar por buena su palabra en lugar de, cuando menos, levantar una ceja.
Esta reforma “educativa”, que ha sido catalogada por expertos en la materia como una de corte meramente administrativo, excluyó, desde el inicio, a las visiones que pedían cambios de fondo o que apuntaban en otro sentido. Ciertamente la evaluación docente y la destrucción de privilegios sindicales concedidos durante años con fines políticos son elementos muy rescatables; pero, la reforma claramente no atiende aspectos fundamentales, como los programas educativos o la discriminación sistémica. Con el fin de poner en perspectiva lo que ocurre en este rubro, el profesor del Colegio de México Manuel Gil Antón ha postulado una inmejorable analogía. El doctor Gil imagina un autobús muy deteriorado que transita sobre un camino de terracería cuesta arriba y lleno de baches. La reforma educativa, nos dice, supone que la solución para lograr que el autobús vaya más rápido es sustituir a los choferes, dejando todo lo demás intocado.
Si a ello sumamos los antecedentes del actual Gobierno, las credenciales de los dos secretarios de educación que ha empleado –así como sus motivaciones personales-, y los programas de infraestructura que han sido prioritarios en el sexenio, se vuelve claro que las intenciones de la reforma serían preponderantemente políticas. También podríamos suponer que hay razones económicas de fondo, pues la educación, como Pemex, CFE y el sistema de salud, han sido dejados en ruinas intencionalmente. Una vez que la mesa termine de estar puesta, es fácil suponer que las escuelas mexicanas podrían correr el mismo destino que las paraestatales energéticas.
En la otra esquina tenemos a la CNTE, un sindicato que, con sus reiteradas acciones virulentas, ha ayudado a parte de la prensa a retratarlos como una horda de perezosos cavernícolas desatados que “gustan” de bloquear calles y afectar las vidas de terceros. Sin embargo, la CNTE es mucho más que eso; sería un error perder de vista que está organización se encuentra conformada en parte importante por genuinos líderes sociales en comunidades marginadas. Una de sus más marcadas características es el antagonismo ideológico con el actual Gobierno y su discurso que identifica y ataca los efectos del neoliberalismo en la educación. En este sentido, no debe sorprender que esta organización haya encontrado convergencias con López Obrador y Morena.
Pero la afinidad ideológica que lleva a muchos mexicanos a apoyar incondicionalmente a la CNTE no debería ocultar que de lo mencionado en el párrafo anterior no se sigue lógicamente que la CNTE sea una organización motivada por la calidad educativa, ni que todos sus críticos sean necesariamente unos peones del sistema. La CNTE, como el sindicato de PEMEX o el SNTE, se esmera en desvirtuar todos los días la razón de ser de este tipo de organizaciones al operar al más fiel estilo del sindicalismo charril. La reforma planteada por el Gobierno amenaza seriamente los cotos de poder que alimentan sus intereses económicos y políticos, por lo que la Coordinadora han decidido defenderlos a como dé lugar. Así como la CNTE ha recibido a organizaciones por el simple hecho de que la apoyan sin reparar en su origen o naturaleza, Morena ha albergado a la cuestionable CNTE sin reparos ni autocrítica.
Considerando lo anterior, no debe sorprender que el discurso de la CNTE se reduzca a “echar abajo la reforma educativa” –como ya se ha mencionado antes, una reforma políticamente cargada de corte administrativo- o a exigir la renuncia de un secretario, en vez de pedir que en adición a las nuevas normas vigentes, que obligan a la evaluación y capacitación de profesores, se incluyan cambios en los planes de estudio, una ampliación del alcance de los mismos y la configuración de un nuevo sentido para la política educativa mexicana.
Tampoco debe sorprender que los secretarios de educación federales y sus jefes hayan segregado a sus rivales políticos desde el inicio de sus proyectos. Sin embargo, con la exclusión de la CNTE del diseño de la reforma, y con el momento elegido para iniciar la persecución selectiva a sus líderes, el Gobierno federal tan sólo ha logrado empoderar a la organización que buscaban desaparecer.
Los dirigentes de la CNTE y quienes toman las decisiones en el Gobierno no tienen problema en escalar el conflicto hasta donde sea necesario porque conciben a los maestros y los policías que se enfrentan en las calles como peones sacrificables fieles a sus causas; fichas prescindibles que mueven según sus necesidades en el tablero donde se desarrolla su juego. De esta forma ambos bandos ondean sus banderas y cargan contra el rival públicamente, al tiempo que simulan una disposición al debate que está destinada a no ser porque, en los dos casos, parte de la premisa “todo o nada”.
Incapaces de justificar las muertes y la violencia derivadas de su cada vez más tenso conflicto, la CNTE y el Gobierno federal nos voltean a ver solicitando nuestro respaldo a su causa; cada una con sus métodos y canales, nos insiste que sus adversario es un ruin villano, y que la transformación educativa depende de su aniquilamiento. Prensado en medio de este choque, queda el futuro de la educación en México y, por ende, el de nuestra democracia. Lo único seguro es que, gane quien gane, los mexicanos terminaremos perdiendo.
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