Jaime García Chávez
24/05/2021 - 12:03 am
La Biografía Judicial del 68 de Cossío
Para Cossío, el Estado mexicano, en cuya cima estuvo el poder omnímodo del Presidente Gustavo Díaz Ordaz, autor real de la sentencia decretada por un Juez ordinario que antepuso siempre su ideología a todo y contra todo, no fue un Leviatán ni inteligente ni astuto.
Recuerdo el celo, la devoción y la gravedad de Adolfo Sánchez Rebolledo cuando a mediados de 1972 me entregó, en mi casa, un grueso volumen: Los procesos de México 68: acusaciones y defensas publicado por una efímera Editorial Estudiantes, capitaneada desde la legendaria cárcel de Lecumberri de la Ciudad de México por los propios presos políticos de Gustavo Díaz Ordaz. El libro que conservo hasta ahora como un tesoro es un buen conjunto de actuaciones oficiales con base en las cuales se procesó y condenó a un grupo numeroso de estudiantes y maestros con motivo del Movimiento de 1968.
Abro esta reseña así porque para mí fue una primera aproximación para ver cómo se condujo el Estado mexicano para reprimir, con la apariencia de un encauzamiento jurídico, a líderes, participantes y simpatizantes en el histórico movimiento. Resultó de su lectura el primer aprendizaje de cómo se las gasta el Estado para jugar, aberrantemente, con el sentido y esencia de lo que llamamos “Estado de derecho”. Ese libro fue muy importante generacionalmente y lo tuve presente cuando leía el que recientemente publicó José Ramón Cossío, Biografía Judicial del 68, cuya lectura recomiendo como imprescindible con esta reseña.
No exagero. Me sorprendió gratamente el libro de Cossío. Lo afirmo en mi calidad de partícipe de esa insurgencia juvenil y como estudiante que fui en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chihuahua. Comparto con el autor la inquietud fundada del porqué son escasos los enfoques desde el territorio de lo jurídico a uno de los movimientos más significativos del país, que pasó lista de presente en contemporaneidad de un tsunami de dimensiones mundiales.
La primera generación de la posguerra, por aquellos años, cimbró al planeta, y los que nos formábamos en la carrera del derecho y asumíamos posiciones antisistémicas, teníamos menosprecio por una disciplina que estimábamos vacía, infecunda y que catalogábamos como “formalista”. Eran los tiempos en los que recitábamos con Ricardo Flores Magón “el revolucionario es un ilegal por excelencia”. Los rescoldos de esa actitud servirán para explicar el gozo por el sugerente estudio que nos brinda Cossío, exministro de la Suprema Corte de la Nación.
Y digo gozo por encima de la indignación, despiadado y arbitrario de todo lo que el libro desmenuza con rigor, propio de un buen jurista y juzgador. No todos hacíamos un blanco y negro de esa visión del derecho. Localmente buscábamos en la obra de Karl Marx algo más, mucho más de lo que encontrábamos en los aburridos textos –que así nos parecían– de Felipe Tena, Gabino Fraga o Ignacio Burgoa. Recuerdo, en refuerzo de lo que digo, el día que llegó a mis manos la estrujante Carta de Franz Kafka a su padre que lo alentaba a tomar la carrera del derecho, al que consideraba digerido y premasticado por mil bocas y, sin embargo, ya se ve lo que produjo ese genio universal a partir de la ciencia jurídica como una especie de telón de fondo.
Hicimos búsquedas y hasta escalamos en las obras de Piotir Ivánovich Stuchka, el jurista soviético de un socialismo deshonrado desde sus primeros tiempos. Otra visita fue a la obra del jurista chileno Eduardo Novoa Monreal, quien dio aliento para estimar al derecho como una herramienta para impulsar profundos cambios sociales. Con estas digresiones quiero decir que para interpretar lo que hacían los jóvenes en los centros de educación superior insurgentes, se deseaba tener algún anclaje en la formación del abogado. El pliego petitorio del 68 tiene sin duda más vínculos con el derecho de lo que éramos conscientes en ese momento.
Sabíamos de cierto que en el derecho del país y su uso por el Estado mexicano y sus instituciones, no se generaban las fortalezas desde las cuales nos atrincherábamos contra el autoritarismo. En nuestra memoria estaban las represiones a ferrocarrileros y maestros durante el Gobierno de Adolfo López Mateos, la existencia de los delitos de “disolución social” que se emplearon en su contra a pesar de que la Segunda Guerra Mundial había quedado atrás. Y si las compuertas del derecho estaban cerradas, las de la política y la acción revolucionaria se iluminaban en el camino, difíciles pero abiertas.
Empero, el examen riguroso de lo que sucedió con los procedimientos judiciales del 68 estuvo ahí esperando y ahora encuentra lo que para mí es una obra fundamental y fundacional en la pluma de José Ramón Cossío. En conjunto, el autor investigó y escribió teniendo a la vista el expediente 272/68 que consta de 60 tomos que examinó acuciosamente y que se formó a partir de cuatro averiguaciones previas (1650/68, 1671/68, 1629/68 y 2068/68) y que, corridas todas las etapas de los trámites, se tradujeron en un cúmulo vastísimo de actuaciones.
Detrás de estas había personas de carne y hueso en las que lo mismo se encuentran declaraciones preparatorias, ampliaciones de las mismas, consignaciones, autos de formal prisión, probanzas, partes policiacos, conclusiones y sentencias condenatorias sin excepción alguna, por delitos que empezaron desteñidos, hasta cierto punto, de lo político, pero que concluyeron en toda una narrativa eminentemente político-policiaca, plasmada en una sentencia que contiene condenas que serán recordadas como un baldón en la historia de la justicia en México y del que a mi juicio nos distanciamos con desalentadora parsimonia.
Quizás buscando un enfoque pedagógico propiciatorio de una ágil lectura para la comprensión de un apretado resumen de miles y miles de hojas de los 60 tomos, Cossío nos brinda seis estupendos capítulos como los que se encuentran en el ciclo vital del ser humano de la gestación a la muerte y los epitafios que puede acumular un histórico cementerio.
En la obra encontramos una prolija narración de cómo sucedieron las cosas, los deleznables relatos de una prensa abyecta y cómplice de la que fueron figuras emblemáticas Jacobo Zabludowsky, Alfonso Trueba, Ernesto Julio Teissier y Francisco Luis Colunga, y en paralelo todas las reacciones que adoptó el Estado y su uso y abuso de la Constitución y el derecho penal. De esa manera, el texto de Cossío nos acerca a temas clave, no nada más en su estricto enfoque, sino también en la implícita invitación a profundizar en la investigación de un año, cuya centralidad ya nadie discute u objeta en la historia contemporánea del país.
Al lado de innumerables jóvenes insurgentes, en la obra se percibe el protagonismo de Gustavo Díaz Ordaz, el Presidente mexicano que se encontraba en la cima de la pirámide del poder. También se distingue a los políticos que lo rodeaban en su Gabinete, como Luis Echeverrría, que fue su sucesor; Emilio Martínez Manatou; el “Regente” Alfonso Corona del Rosal, y el que fue Procurador General de la República, Julio Sánchez Vargas. Lugar especial tiene el que jugó el papel esencial: Eduardo Ferrer Mac-Gregor, Juez Primero de Distrito con asiento entonces en el Distrito Federal y “juzgador” de todas las causas.
Este Juez, nos dice Cossío, contaba en su haber con una carrera judicial ordinaria propia de sus tiempos y que, además, tenía la “experiencia técnica promedio” concerniente a su época. Sin rispideces, que reemplaza por la objetividad y la moderación, el autor, a mi juicio, lo trata benignamente, dejando plasmado a la vez el testimonio del periodista Julio Scherer García, quien nos habló de la “gravísima afectación” a la independencia judicial, que dicho sea de paso se adosó al papel de actor real y fundamental que jugó la presencia del Ejército para sofocar y controlar un conflicto que procesó el Estado en el marco de la extraconstitucionalidad castrense superior. Entonces era Secretario de la Sedena Marcelino García Barragán.
Cossío no contextualiza –a mi juicio para bien– el conflicto en la coyuntura de la Guerra Fría, y su análisis no tiene desperdicio en el enfoque que realiza cuando examina la perspectiva estatal del 68 mexicano como un movimiento visto por el Gobierno diazordazista como propio de una “conspiración comunista internacional” (de inspiración cubana, centralmente), con la obligada presencia de los “agitadores” que se suponía sabían todas las técnicas para enturbiar las aguas de un país que se asumía, desde lo establecido, viviendo una plácida economía anexa a lo que en términos económicos se le llamó “desarrollo estabilizador”.
Era una vieja artimaña, propia de la derecha, como dijo Simone de Beauvoir cuando describió ese pensamiento político y cómo “los malos”, llamados “agitadores”, generan movimientos y utilizan a la sociedad para fines extraños a la misma. Desde el Estado se quiso comulgar a la sociedad mexicana con ruedas de molino y hacerla creer que sin los “conspiradores”, los “profesionales de la violencia y de la destrucción” todo estaría en reposo a la hora de realizar una olimpiada de ensueño. Para dar el toque de esa conspiración, ningún recurso mejor que distribuir, empleando los aparatos policiacos y grupos de provocación, un folleto que contuviera los “objetivos inconfesables” de la maldad. Ese fue el papel que jugó La juventud al poder, repartido tramposamente por los agentes de la autoridad y los policías a su servicio. Sólo un periodista de excepción como don José Alvarado movió su pluma para desmontar la turbia maniobra.
En el libro vemos un torrente de personas que se atrincheraron contra la represión, incluidos algunos medios de difusión y análisis como la revista Política y el periódico La voz de México, órgano oficial del Partido Comunista Mexicano, y muchos estudiantes cuyo liderazgo estaba recién salido del horno en una explosión de espontaneidad sociopolítica y cultural. En el origen del conflicto se fue edificando toda una narrativa propiciatoria de la represión, bajo el argumento de que “el enemigo está en proceso de construcción: siempre es comunista, conspirativo, destructor del gobierno y está vinculado con intereses extranjeros”.
Parte esencial de la obra de Cossío es la explicación, sin apartarse de hacer propiamente una biografía judicial, de las condiciones en las que surgió el expediente cuyas matrices iniciales fueron las cuatro averiguaciones previas. Al principio hubo todo un conjunto de detenciones indebidas que produjeron declaraciones que, a su vez, nutrieron más y más detenciones para construir una verdad a modo; y de ninguna manera tampoco el registro de datos objetivos, veraces, para dilucidar lo que sucedió si al derecho se le hubiera respetado con todo y sus limitaciones.
Fue una investigación que no partió de hipótesis para arribar a conclusiones válidas, sino de resultados decretados previamente por el poder que se plasmaron en hechos interpretados como actos de desestabilización contra el Gobierno, producto de una “conspiración comunista encaminada a derrocarlo”, valiéndose de la figura de la coparticipación que se introdujo con calzador. (pp. 279-281).
Nos dice el autor que el silogismo fue: unas personas marchan para celebrar el acontecimiento de la Revolución cubana, el 26 de julio, y reclamar malas acciones del Gobierno nacional; hubo desórdenes y algunos delitos, ergo, los comunistas se encaminan a destruir el Estado. Así de simple, así de demencial y paranoico.
A partir de ahí se construyó una trama que llevó a la detención de innumerables personas que a su vez provocó más detenciones, la ocupación castrense de Ciudad Universitaria de la UNAM y el Politécnico, hasta llegar al crimen masivo del 2 de octubre y en los procesos biografiados a una sentencia condenatoria que al final terminó erosionándose, como bien lo describe el autor en la parte final de su obra.
El autor, siguiendo la opinión del polémico jurista Jacques Vergès, reconoce que hubo en el proceso actitudes de aceptación o rechazo de los acusados de frente al llamado “orden público” y concluye que hubo ambos estilos. Por tanto, advierte que unos fueron técnicos, al lado de otros que afirmaron falta de responsabilidad atribuida y, por ende, con las consiguientes dificultades del Ministerio Público para acreditar las conductas delictivas.
Las averiguaciones previas estaban agarrados de alfileres y, a mi juicio, no servían al propósito de una futura sentencia, no obstante ser represiva, sustentada en el derecho vigente. Cossío nos dice, delimitando problemas con suficiente pertinencia, que hay que basarse en una sugerente hipótesis de solución. Lo cito:
“Es difícil, solamente con las Averiguaciones Previas, llegar a una conclusión. Sin embargo desde ahora formulo el problema y la manera en la que puede resolverse. Si las actuaciones policiales y ministeriales terminan por no demostrar que se cometieron los delitos, es posible suponer que unas y otras estaban encaminadas a facilitar las detenciones y los procesos de quienes estaban siendo constituidos como delincuentes; si, por el contrario, se da una correspondencia entre los datos de prueba y los delitos, entonces el Ministerio Público Federal estaba construyendo desde el inicio una sólida investigación sobre lo que efectivamente ocurría en las calles. Por obvio que esto pueda parecer, quiero dejar anotadas ambas posibilidades para introducir un elemento de duda al leer el expediente”. (p.158).
Y agrega, ya con vistas a interpretar toda su biografía judicial:
“Después de señalar cuáles fueron los elementos de la sentencia, tenemos un nuevo problema narrativo. ¿Debo considerar ahora todas y cada una de las pruebas por separado para saber cuáles de ellas son razonables ciertas y cuáles no? De aceptar esta condición tendría que ir viendo una por una para saber si en sí misma es buena o mala prueba, y así después excluirla o aceptarla y con ella elaborar mi propia sentencia con el fin de oponerla críticamente a la del juez Ferrer Mac-Gregor. Si bien es posible hacer tan vastos ejercicios, excede las condiciones necesarias para valorar la sentencia. A cambio de ello propongo hacer una cosa distinta. Si lo que Ferrer Mac-Gregor hizo con su sentencia fue, ya lo he dicho, acumular delitos para mostrar varios cuerpos con las mismas pruebas, y ello me parece indebido técnicamente, propongo ver cómo es que avanzó con su tarea en esa misma dirección. Con esto, muy probablemente quedarán evidenciados los elementos más característicos de su sentencia, aquellos que permitan hacer un juicio de ella como totalidad, más que juicios parciales sobre los diversos medios aportados. Adicionalmente, será posible, supongo, mostrar la manera en la que esas pruebas individuales tuvieron incidencia en la determinación de la responsabilidad de los procesados y en la fijación de las penas que se les impusieron. Dicho de otra manera, lo que pienso es que la composición general nos permitirá mostrar la factura de la sentencia y de sus partes componentes, entre ellas, las condiciones probatorias, más que tratar de demostrar mediante estas las condiciones generales de aquellas. En una metáfora manida pero útil, propongo ver las características de los árboles a partir de las del bosque. En la evaluación final, trataré, eso sí, de dar cuenta de la mayor cantidad de elementos posibles”.
Por eso el Juez Ferrer Mac-Gregor resuelve o dicta su sentencia mediante la agrupación de los delitos en “forma interesada”, de tal manera que resalta sin mucha dificultad “que parecía ser más importante la condición ideológica de los acusados que la juridicidad de los hechos, sustanciados en el obeso expediente”. Cossío concluye: “el proceso se detuvo más en la condición de las personas que en los delitos. Intuyo que esta es una de las claves más importantes para comprender las acciones de las autoridades”. (p. 261).
A partir de aquí el autor analiza uno a uno todos los delitos: ataques a las vías de comunicación y daño en propiedad ajena; asociación delictuosa y sedición; invitación a la rebelión, robo de uso, despojo u acopio de armas; lesiones y homicidio cometidos contra agentes de la autoridad; falsificación de documentos; contra la Ley de Población, que en la obra son cuestionados con mucha precisión en cuanto a su acreditamiento riguroso y técnico, no a la luz de los nuevos enfoques del derecho penal sino a la legislación entonces vigente, lo que hay que tener en cuenta para una mejor lectura.
Cossío renuncia a pontificar. Siguiendo el consejo de O’Gorman, no quiso “regañar a la historia”, y con eso concede un gran valor intelectual a su obra, pues no se levanta con su biografía judicial con los haberes jurídicos actuales para emplearlos como una medida de lo que se hizo judicialmente en el pasado. Vale decir que se apoya en las formas jurídicas vigentes en 1968 y no formula, desde el presente, epitafios dictados por los nuevos paradigmas de los derechos humanos. A final de cuentas mide los hechos con la vara con que midieron a los presos y sentenciados del 68, lo que enriquece el análisis de su obra.
Advierte el autor que en el proceso las cosas no iban bien para los acusadores pues no tenían en su favor una narrativa creíble, ni siquiera sustentada en el derecho de su tiempo que, como sabemos, en otro orden de ideas, empleaba la amplia gama de la figura de “disolución social”, que evidentemente violentaba la garantía del tipo penal.
Para Cossío, el Estado mexicano, en cuya cima estuvo el poder omnímodo del Presidente Gustavo Díaz Ordaz, autor real de la sentencia decretada por un Juez ordinario que antepuso siempre su ideología a todo y contra todo, no fue un Leviatán ni inteligente ni astuto. En sus palabras, el autor identificó un “Estado torpe y burdo” que al final terminó por desdecirse.
Por eso “el expediente del 68 acusa al Estado”, ese Estado que Octavio Paz califica en su obra como una “realidad enorme… está en todas partes y no tiene rostro”. (p. 375).
Así lo vimos en su tiempo, y como en contra del Estado poco se pudo hacer, ahí se diluyeron los criminales, que igual que escamas del monstruo Leviatán, actuaron en su nombre, interpusieron su voluntad criminal y a la postre quedaron impunes. Fue quizás Raúl Álvarez Garín, el líder estudiantil del Politécnico el que más luchó, hasta el final de su vida, porque hubiera una condena por genocidio, que en estricto rigor no lo hubo, pero sí crímenes perfectamente tipificados y tipificables por los que al final nadie pagó. Por eso es cierto: mientras el derecho –así lo entendemos en la lección recibida– no forme parte de un todo, no tenga existencia cívica y estatal y rija al poder, esto, todo esto, puede volver a repetirse.
Chihuahua tuvo su 68 adelantado. Fue brillante en simultaneidad pero carente de una historia hasta ahora y se prolongó seis años. Aquí la represión alcanzó a la juventud hasta 1974 con la derrota del Movimiento Estudiantil de la Universidad Autónoma de Chihuahua que no ha logrado renacer. Pero durante el emblemático 68 fueron quedando en el pasado las ilusiones; la invasión a Checoslovaquia nos pegó como un desengaño, aunque contara con antecedentes muy conocidos, y fue la reiteración del totalitarismo. La sangre que se derramó fue de jóvenes y dolorosamente abundante. De entonces data un conocimiento que sembré en mi conciencia: nos dijo Ana Ajmátova: “Ahora sé cómo se desvanecen los rostros…”.
Gracias José Ramón Cossío por este, a final de cuentas, hermoso libro.
***
-Cossío, José Ramón. Biografía Judicial del 68. El uso político del derecho contra el movimiento estudiantil. Penguin Random House Grupo editorial. Colección Debate. Primera edición, septiembre de 2020. México.
-El libro Los procesos de México 68: La criminalización de las víctimas, Tomo I, de una serie que contiene documentos fundamentales de esa etapa bajo la óptica del genocidio y los delitos de lesa humanidad, se reeditó con ese título.
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