Cuando pase el temblor

24/05/2013 - 12:01 am

A mí no me dan miedo los temblores porque jamás experimenté los horrores de uno, ni están en mi memoria familiar, o simplemente soy demasiado sangre liviana –para bien y para mal–. Recuerdo el último sismo, hace un año o poco más, durante el cual yo miraba fijamente la lámpara que se balanceaba de un lado a otro –de hecho todo el cuarto se balanceaba– sin sentir el menor atisbo de urgencia.

¿Si temblara fuerte y tuviera que salir con una sola cosa de mi casa? Esa pregunta solía causarme un gran conflicto. Es que tengo tantas cosas tan valiosas, pensaba yo. Las fotografías. Los libros. Los recuerdos. Objetos que me han regalado. Los documentos de identificación personal, pero estos por obligación. Antes me llevo mis collares de perlas falsas.

Pero este domingo me pasó algo muy curioso. Fui a la Lagunilla y tras tres horas perdida entre la gente y un calor insoportable, no encontré otro objeto que me mereciera la pena que no fuese un elefante de turquesa a 100 pesos. Intenté, les juro que intenté comprar unos vasos viejos. Unas pulseras baratísimas. Un cenicero hermoso, color granate. Incluso vi que necesitaba una lámpara de buró (la que tengo está rota), pero algo hizo que nomás no sacara dinero del bolsillo. También había dos budas miniatura en perfecto estado, pero no sé por qué le sonreí al señor del puesto y me seguí de largo, sin prisas, agachándome en cada tapete, examinando los pequeños tesoros.

Sólo este pequeño elefante, azul, en remate, llamó mi atención. Me cautivó. Pensé que podía ser el regalo perfecto para un buen amigo y que en todo caso, si el mundo se fuera a acabar, podría salir corriendo de su departamento en caso de temblor.

Tengo una incipiente y selecta colección de Budas. Te los venden por lo general entre 40 y 500 pesos. Entre más pequeños más caros, que según esto son más finos. No sé por qué, pero me empezaron a gustar: unos redondos y sonrientes, otros enojados. Con los brazos arriba, abajo, haciendo torsiones y posturas raras. Mi amiga Fran me dice que no exagere, que no tengo tantos.

Por consecuencia era lo primero que solía buscar en un bazar o una tienda, y lo compraba, sin pensarlo dos veces. El viernes pasado me hicieron una pregunta: ¿qué coleccionas? Budas, respondí al tiro. Y después me quedé petrificada ante la respuesta: colecciono Budas. Vaya manera caprichosa de gastar el dinero. Me le quedé viendo a mi amigo y dije: bueno en realidad no sé ni por qué empecé a coleccionar Budas. Y lo que es aún peor, no sé para qué coleccionar nada.

Mi madre tiene búhos. Le traemos de todos lados a los que vamos, pero no recuerdo cuándo fue la última vez que le pregunté si realmente le interesan, o si quisiera dar por terminada su afición.

¿A los cuántos años puede uno empezar a coleccionar cosas? ¿O cada viaje que haces te traes una piedra de mar o una muñeca de cada pueblo? Digo, está muy bien. Montón de personas tienen colecciones, de hecho se me hace una actividad muy romántica y personal. Me encanta saber por qué y desde cuándo las tienen, o qué les representan.

Pero yo sigo incómoda con el tema, tal como últimamente ha estado el abuelo Goyo. Viví toda mi vida en Guadalajara, nunca estuvo contemplada la variable de vivir en el Distrito Federal, jamás cruzó por mi cabeza. Y ahora, si me voy corriendo por un temblor, ¿mi valiosísima colección de Budas valió madre? ¿O tengo que tener papel de burbujas para empacarlos a velocidad del rayo?

¿O qué tal que en un año yo ya no estoy aquí? He vivido cuatro mudanzas y lo que más odiaba era el cerro de objetos inservibles que yo solita acumulaba. Quizá en algún momento fueron mi raíz. Tampoco hay que ser tan duros con uno mismo.

Pero a medida que pasa el tiempo, cada día me hago más consciente de que así como llegué así me voy a ir. Que lo único que se enrraiza son los pies y las manos con el momento en el que estamos. Y ya. Párele de contar. Usted, su pareja y sus chilpayates. Cada uno echa raíz ahí donde camina.

Hace dos semanas volé a Mazatlán en cierta línea aérea que parece que trasporta pollos y gallinas, pero a buen precio. Y ya en el aire salieron las mascarillas de gas, sin oxígeno. Y la gente gritaba, las pobres azafatas estaban pálidas, nos decían mentiras por el micrófono para intentar tranquilizar la locura general, a uno que otro pasajero se le subió la presión, los bebés lloraban, ya sabe. Al rato todos estaban frente al mostrador exigiendo “un whiskito” para el susto. México mágico, pensé yo.

Pero mientras todo eso ocurría, yo solo estuve callada, observando. Podía respirar, así que no había de qué asustarme. Sólo ver. Sabía que estaríamos a salvo. Y si no, realmente creo que me hubiera ido tranquila. Por supuesto que tiramos gasolina, bajamos, estuvimos tres horas más en el aeropuerto y yo me llevé de recuerdo una mascarilla de las que no les salió gas. Cuando se te acaba, se acaba. Sólo para tenerlo bien presente.

Muy a mi pesar, creo que después de todo, Eckhard Tolle (autor de El poder del ahora) tiene razón. Tendré que leer el libro. Y dejar de coleccionar Budas o por lo menos mandarlos a casa de mi abuela. Ahí seguro no les pasa nada.

@mariagpalacios

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