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Tomás Calvillo Unna

24/03/2021 - 12:02 am

Aprender a mirar

A mí también el mar me habita,
lo dijo suavemente antes de morir. La guerra quedó en su rostro en esos surcos de su frente, en las cortinas de sus pómulos, en las sogas de su cuello.

El árbol del desprendimiento. Pintura Tomás Calvillo Unna

A mí también el mar me habita,

lo dijo suavemente antes de morir.

La guerra quedó en su rostro

en esos surcos de su frente,

en las cortinas de sus pómulos,

en las sogas de su cuello.

 

Conservó su respiración,

la blindó en algún lugar,

dentro de su propio corazón,

no permitió que ese oxígeno de vida lo abandonara.

 

Supo cuidar lo fundamental,

donde se reconocía como ser humano:

No robar y no matar, esos mandamientos,

eran su inhalar y exhalar,

y lo logró a pesar de haber luchado

en las mismas trincheras de la última resistencia.

 

No claudicó frente a la amenaza

de dejar de ser el mismo,

de convertirse en ese sujeto objeto medido codificado enumerado alineado.

Recordó sus batallas,

a veces solitarias, incluso al borde de la locura;

a veces colectivas, merodeando en ocasiones el fanatismo.

 

No estaba arrepentido; en sus últimas tardes,

le dio por platicar y platicar, ahondó en sucesos,

en anécdotas

tenía en cuenta, y así lo expresaba

que en realidad conocía muy poco,

entendía solo fragmentos.

 

El tiempo daba marometas,

la historia y sus entuertos

eran una encrucijada en su memoria;

el ayer hoy y mañana se confundían

en un final que, en realidad solo existía

como un atajo de su propia conciencia,

ante la evidencia del abismo que todos llevamos,

solía decir,

para subrayar esa duda existencial,

ante la eminente desaparición.

 

Saber amar y tener el valor de hacerlo

es nombrar al mundo en su intrigante finitud;

le gustaba repetir con tono grave y cercano,

era una voz fresca, entonada y enfática;

ejercía la oratoria de la amistad.

 

Se supo un ignorante esencial;

así le nombró a su condición de ciudadano,

un habitante más de los millones que residen

y sobreviven en las urbes:

colmenas confusas, las llamaba,

ardiendo en la noche de los ruidos

cómo gustaba calificar al subconsciente colectivo:

la bisagra que sumaba sus sueños y la realidad:

un laberinto de espejos, que afirmaba,

era la arquitectura mítica de la mente,

una especie de Torre de Babel,

pero del tiempo.

 

De pronto se dijo sorprendido:

el mundo nuestro, el que heredamos, se ha vuelto nebuloso,

los lentes que portamos para verlo y entenderlo ya no sirven:

las mismas palabras para nombrar, para conversar, para intercambiar,

ya no lo hacen.

 

Necesitamos aprender a mirar de nuevo,

esta frase la escribió en una desgastada pizarra,

y fue lo último que nos dejó.

Una sola oración, una línea,

y una tarea muy canija por decir lo menos,

donde el principio y el fin enmudecen,

y se borran.

 

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