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Jorge Javier Romero Vadillo

24/03/2016 - 12:00 am

La larga marcha hacia la catástrofe ambiental en la Ciudad de México

El jefe de gobierno de la Ciudad de México ha hecho uno de los peores ridículos de gestión, para nada exenta de episodios bochornosos y meteduras de pata, propias de un improvisado que no tiene más brújula política que la vanidad y la ambición personal.

El desastre ambiental de la Ciudad de México se ha construido pertinazmente a lo largo de siete décadas. Foto: Cuatorscuro
El desastre ambiental de la Ciudad de México se ha construido pertinazmente a lo largo de siete décadas. Foto: Cuatorscuro

El jefe de gobierno de la Ciudad de México ha hecho uno de los peores ridículos de gestión, para nada exenta de episodios bochornosos y meteduras de pata, propias de un improvisado que no tiene más brújula política que la vanidad y la ambición personal. Salido de la chistera de un partido incapaz de formar cuadros con los atributos necesarios para hacer avanzar un programa, Miguel Ángel Mancera ha gobernado con salidas al paso de los problemas, sin una idea coherente de los objetivos de su gobierno. Durante los primero tres años, con Héctor Serrano como secretario de Gobierno, se dedicó a mantener aceitadas a las clientelas leales, mientras acosaba e intentaba debilitar a las rivales. Después del fracaso electoral del año pasado, ha intentado un giro para lavarle la cara a su gestión, pero la reciente contingencia ambiental ha descarnado tanto su ineptitud como su falta de oficio político, al tratar de salir por peteneras del embrollo.

El desastre ambiental de la Ciudad de México se ha construido pertinazmente a lo largo de siete décadas. Desde los tiempos de la presidencia de Miguel Alemán, con Fernando Casas Alemán como Jefe del entonces Departamento del Distrito Federal, mera agencia administrativa a través de la cual gestionaba la ciudad el propio Presidente de la República, la opción de política fue desarrollar infraestructura para una ciudad de automóviles. Fue entonces cuando se entubó el Río de la Piedad para hacer el Viaducto, aunque se mantuvo la red de tranvías que se había desarrollado durante el porfiriato.

Los quince años durante los que gobernó la ciudad con mano de hierro Ernesto P. Uruchurtu, durante las presidencias de Adolfo Ruz Cortines, Adolfo López Mateos y los primeros años de la de Gustavo Díaz Ordaz, resultaron catastróficos en el largo plazo, pues la idea del Regente, como se le apodaba al jefe del DDF, era que México debía seguir el patrón de desarrollo de Los Ángeles: una ciudad para moverse en coche particular. La ciudad californiana había por entonces desmantelado la que fue la mejor red de tranvías de los Estados Unidos para sustituirla por una red de autopistas urbanas y suburbanas. Hoy sabemos de manera documentada que aquel despropósito fue producto del trabajo de las empresas de cabildeo a sueldo de la industria automotriz, que usaron todas sus malas artes para influir en el concejo de la ciudad. Hoy, Los Ángeles es un infierno para la movilidad, con índices brutales de contaminación, en la que casi la única opción de transporte es el automóvil particular.

No sería extraño que un historiador acucioso lograra documentar que también el gobierno de Uruchurtu optó por las grandes obras de infraestructura vial y se opuso rotundamente a la construcción del metro bajo el influjo del dinero de las automotrices. El anillo periférico, el relleno de los canales, las prolongaciones de Reforma e Insurgentes y demás vialidades fueron el emblema del desarrollo, mientras se abandonaba a su suerte a la deteriorada red de tranvías y se dejaba en manos del llamado pulpo camionero un desordenado sistema de autobuses urbanos que, con todo, cubrían rutas de larga distancia.

Todas las obras realizadas para los Juegos Olímpicos de 1968 se hicieron para los coches. La expansión urbana hacia el Sur se hizo sin ninguna gran obra de transporte público: el que se fuera a vivir a Villa Coapa después de los juegos tendría que tener coche. Tuvo que ser destituido Uruchurtu para que, tardíamente, se comenzara a construir el metro. Sin embargo, con el cambio de gobierno y la llegada de Echeverría a la presidencia, a pesar de su demagogia pretendidamente izquierdista, su regente Octavio Sentíes, un antiguo abogado de los transportistas, volvió a abandonar la construcción del sistema de transporte colectivo y dedicó de nuevo sus esfuerzos constructivos al circuito interior, que arrasó con varias de las avenidas más bonitas de la destruida ciudad.

López Portillo, con Hank como regente, amplió el metro, pero enfocó sus objetivos en la destrucción de cuanta avenida arbolada se le cruzó en el camino de la transformación urbana para abrirle espacio a los automóviles. Hank culminó el desmantelamiento de la red de tranvías que Sentíes había comenzado.
Los siguientes gobiernos, en medio de la crisis, continuaron la construcción del metro a cuentagotas. Durante la gestión de Manuel Camacho en el Departamento del Distrito Federal, en el gobierno de Carlos Salinas, también se desarticuló la llamada red ortogonal de autobuses, uno de los únicos aspectos positivos del plan de Hank, que nos legó los ejes viales para que se llenaran de coches. Sin red de autobuses, el transporte público de la ciudad quedó en manos de los colectivos –combis y microbuses– contaminantes e ineficientes, a los cuales se les otorgó patente para no respetar una sola regla de tránsito y para no tener que sujetarse a normatividad alguna, como detenerse en paradas específicas, por ejemplo.

Pero si el desarrollismo priísta le hizo daños irreversibles a la movilidad de la ciudad, los gobiernos electos supuestamente de izquierda continuaron la depredación en favor de los automóviles privados. La mayor obra de López Obrador, realizada con opacidad, fue el segundo piso del periférico, acompañado de los horrendos distribuidores viales que continuaron con la destrucción del entorno urbano. En cambio, López no construyó un solo centímetro de metro y tardíamente hizo una línea de metrobús. Marcelo Ebrard impuso con autoritarismo su súper vía, descaradamente diseñada para que los ricos del Pedregal lleguen rápido a su trabajo a Santa Fe, ese otro engendro urbano creado por su mentor Camacho, mientras su gran línea del metro resultaba un fraude de proporciones colosales y decidía demagógicamente eliminar la tenencia, ese tibio impuesto ambiental a los coches particulares.

Mancera ahora intenta zafarse de culpas, pero ha sido absolutamente incapaz de cumplir su oferta de campaña de acabar con los infectos peseros y sustituirlos por un sistema de autobuses moderno. El apoyo clientelista de los concesionarios del primitivo servicio es sustancial para la idea de gobernabilidad de su eminencia gris, el señor Serrano, al que ahora ha colocado nada menos que en la secretaría de movilidad. Tampoco aparecen por ningún lado las diez líneas de metrobús que ofreció, mientras continúa la construcción de obras para coches aquí y allá. Los tres gobiernos y medio encabezados por políticos sedicentes de izquierda han resultado tan depredadores para la ciudad como sus ancestros desarrollistas.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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