Las tres novelas que han consagrado a Elena Ferrante como una de las voces más sólidas de la literatura italiana actual. Tres historias de mujeres con un amor no correspondido: la esencia de una escritora vital para estos tiempos.
Ciudad de México, 23 de septiembre (SinEmbargo).- Las tres piezas que encontramos en Crónicas del desamor tienen como protagonista a una mujer y las tres indagan en el dolor femenino con mano firme, sin concesiones al sentimentalismo.
El amor molesto, la primera de las piezas, narra la relación de Delia con su madre Amelia. Mi madre se ahogó la noche del 23 de mayo, el día de mi cumpleaños…, escribe la narradora en la primera página y de ahí en adelante todo será descubrir quién era realmente Amelia.
La segunda pieza, titulada Los días del abandono, cuenta la historia de una mujer joven, madre de dos hijos, que de repente es abandonada por su hombre y tiene que enfrentarse a un nuevo modo de vivir. Sola en Turín, la mujer cae en una espiral de dolor que la paraliza, y Ferrante consigue que sintamos esa angustia de una manera casi corpórea: sus gestos, sus palabras, todo su cuerpo es la pura expresión de un mal oscuro que va más allá de la traición, como si la tragedia griega se hubiera encarnado en el ánimo de una mujer de hoy. Luego, poco a poco, el resurgir, ese nuevo pacto con la vida que ya se hace desde otras premisas, esa madurez tan celebrada que sella con garbo nuestros errores.
Cierra la trilogía La hija oscura, donde encontramos a Leda, una mujer que se cree sola y libre en un pueblecito de playa, pero el encuentro con una familia muy peculiar la obligará a revisar las relaciones que ha mantenido con sus hijas y descubrir cuales son los lazos que las unen.
Una y otra vez, una trama en apariencia banal se convierte en un arma en manos de Ferrante. Su modo de contar hace daño y alivia a la vez y eso quizá porque ahí estamos todos, aunque duela reconocerlo.
Fragmento de Crónicas del desamor, de Elena Ferrante, publicado con autorización de Penguin Random House
EL ENIGMA FERRANTE
Admiración, estupor e incredulidad se sumaron cuando, en 1991, apareció L’amore molesto. ¿Quién era esa mujer —si es que era una mujer— que firmaba con el seudónimo Elena Ferrante, que mostraba en la solapa del libro una silueta anónima y como únicos datos “vivió mucho tiempo en Nápoles, actualmente reside en Grecia”?
Ya en esa primera novela su voz era firme, nítida, completa, una voz de cuya cerrada trama participan la atmósfera oprimente del policial negro americano, la gesticulación patética y cómica de los grandes personajes de Samuel Beckett, la angustiosa pregunta por la propia identidad de Virginia Woolf, y la confusa y a la vez decisiva acechanza de los fantasmas propia de Henry James. Una novela, L’amo re molesto, de la que era difícil definir el género: una mujer de unos cuarenta y cinco años que, ante la repentina y misteriosa muerte de su madre, emprende la reconstrucción de los hechos. Pero para saber cómo y por qué la madre murió ahogada, con un sujetador de lencería fina por única vestimenta (ella, que había sido toda su vida una humilde costurera de Nápoles), Delia, su hija, debe revivir toda la vida de la madre —y su propia infancia—, la sordidez, la violencia, las mentiras, los deseos sofocados, las risas de angustia, los enga- ños acaso solo imaginados, pero castigados como si fueran ciertos, la arqueología de la propia culpa. L’amore molesto era una investigación, en todas las direcciones y sentidos: se trataba de dirimir las circunstancias de una muerte y a la vez se averiguaba la forma de narrar una vida, de encontrar un sentido al laberinto de un destino familiar y de una inflexión femenina de la historia contemporánea: el juego de espejos entre la madre napolitana, sometida a los golpes de un machismo ancestral y la hija emancipada en Roma, volviendo vertiginosamente hacia ese origen del que siempre quiso apartarse.
Muchos pensaron entonces que aquello debía de ser un golpe de inspiración, que no podía repetirse. Pero, a la vez, era difícil pensar que ese torbellino narrativo, esas doscientas cincuenta páginas trepidantes sin una sola línea de desaliento, fueran producto de la casualidad. La novela no solo impactaba por su atmósfera de asfixia física y moral; era además un excepcional montaje de técnica narrativa, nacido de una escritura que sabía usar las herramientas más eficaces en cada ocasión, en cada pasaje. La novela ganó varios premios de primer nivel en Italia, entre ellos el Oplonti y el Elsa Morante. Nadie acudió a recibirlos. Las traducciones y las ediciones se sucedieron en cascada. La identidad de la autora —mejor dicho, su ausencia de identidad— siguió intacta.
Once años más tarde llegó Los días del abandono (2002), menos hermética aunque igualmente oscura y contundente; una peripecia de desamor, soledad y desesperación sin una sola gota de sentimentalismo, sin una página innecesaria: la admiración y el estupor del público y la crítica volvieron a repetirse, reforzados. El único dato añadido a la biografía en solapa, decía que la autora ya no vivía en Grecia, sino en Turín, ciudad en la que se desarrolla esta novela. En Internet empezaron a surgir toda clase de conjeturas acerca de quién era realmente Elena Ferrante. Ninguna de ellas, sin embargo, resultó irrefutable. La identidad de la autora sigue siendo hoy un misterio, a pesar de que desde entonces aparecieron dos libros más: un volumen de artículos y escritos diversos titulado La frantumaglia (2003) y una tercera novela, que aparece por primera vez en castellano en el presente volumen, La hija oscura (2006).
Los títulos de Ferrante siempre van más allá de lo obvio: Los días del abandono, por ejemplo, menciona el durísimo período que atraviesa Olga después de que Mario, su marido durante quince años, la deja de un día para otro, con sus dos hijos de siete y diez años, para largarse con una jovencita. La hija oscura se refiere a Elena, la niña a la que Leda —narradora y protagonista de la novela— observa con incontenible curiosidad durante unas vacaciones solitarias en una playa del sur de Italia. Pero el “abandono” del primer título alude también a la degradación en caída libre a la que Olga se somete, por angustia, por rabia, por desorientación: un abandono de sí misma, casi una separación de sí misma, que la hará atravesar infiernos inesperados cuando su ordenada y serena vida familiar ya parecía fijada para siempre en el espacio y el tiempo. En cierto modo, el viaje inmóvil de la Olga de Los días del abandono es una reelaboración del viaje en busca de sus raíces de Delia en El amor molesto. Del mismo modo que la propia Leda de La hija oscura es ella misma una “hija oscura”, cuya madre napolitana —con todo el peso que ese origen y esa educación comporta para una mujer— está muy presente en la memoria de la narradora. Y están además sus propias hijas, figuras borrosas pero exigentes, que se mueven como dos manchas inquietantes en el trasfondo del relato.
Podría pensarse que estos segundos —o sucesivos— significados de los títulos son un mero juego interpretativo. Sin embargo, estas novelas encuentran buena parte de su fuerza en lo no dicho, en lo insinuado y callado, en lo olvidado o quizá escondido que vuelve y ya no puede ignorarse. Por eso provocan a quien lee, porque no permiten tomar distancia y no podemos disfrutar de ellas como de una ficción más o menos ingeniosa y bien construida que se mira desde un afuera. El lector de Ferrante está en vilo, sorprendido, conmovido, a veces tentado por la risa y en otras ocasiones seriamente disgustado con el comportamiento de sus protagonistas.
En efecto, uno de los ejercicios más difíciles a los que Ferrante se somete como narradora —y de los que sale ostentosamente victoriosa— es el de enfrentarnos a protagonistas que no son de una pieza, que no se conocen del todo a sí mismas, que no están hechas y cerradas para siempre; a veces incluso tenemos sospechas sobre su estabilidad mental —la emocional la van perdiendo por completo a lo largo del relato— y, por tanto, no sabemos si lo que cuentan es enteramente cierto.
En El amor molesto, Delia reconstruye minuciosamente los golpes de su padre a su madre, la manera sumisa en que su madre los aceptaba sin defenderse, como si fuera culpable de algo; pero después sabremos que quizá fue la propia Delia la que la acusó falsamente, frente a su padre, de tener un amante. En Los días del abandono, ¿llega Olga de verdad a atacar en pleno centro de Turín a su ex marido Mario y a Carla, su amante, cuando se los encuentra por casualidad en una tórrida tarde de agosto o el hecho solo es el producto de su enfebrecida fantasía? ¿Y cómo solidarizarnos con la narradora de La hija oscura cuando, sin motivo aparente, esconde en su apartamento la muñeca que la pequeña Elena ha olvidado en la playa, provocando durante días y días el desconsuelo de la niña y la desesperación de Nina, su madre, a quien sin embargo Leda pretende defender del círculo hostil, férreo y amenazador que la familia de su marido traza a su alrededor, casi como un secuestro vitalicio?
Ferrante nos muestra, para nuestro desasosiego, nuevos modelos de representación de la figura femenina en la novela. Tomemos a Ana Karenina, referencia explícita de Los días del abandono, personaje con el que Olga se identifica (reproduce en su diario las preguntas que Ana se hace justo antes de ir hacia la muerte voluntaria: “¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué?”). Puesto que Ferrante es una escritora que no da pistas gratuitas, algo hace pensar que, mas allá del derrumbamiento de Ana Karenina, la mención a esta novela tiene —como dijimos para los títulos— otros sentidos. Ana Karenina forma parte de la serie de novelas de adulterio, junto con otra de las cumbres del siglo XIX, Madame Bovary. Emma y Ana son víctimas del prejuicio de una sociedad burguesa que considera el adulterio —solo el femenino, claro— un pecado imperdonable. Pero para una mujer de finales del siglo XX lo escandaloso es casi lo contrario: Olga, abandonada por su marido, está obligada a buscarse un amante y renuncia a ello. La única aventura que tiene a lo largo de Los días del abandono es el encuentro sexual con su vecino Carraco, por rabia y por despecho hacia su marido. Es una de las escenas de sexo más cómicas, patéticas, angustiosas e inteligentes que haya dado la narrativa europea en muchos años: se diría casi que es una aventura a la italiana, en el sentido cinematográfico, tragicómico, grotesco. Lo mismo puede decirse de la tarde que Olga pasa encerrada en su casa —la cerradura no funciona, el teléfono móvil ha sido destrozado en un ataque de ira y la línea de teléfono fija no devuelve más que ruido y voces lejanas— con su hijo enfermo y su perro agonizante: cómica y angustiosa a partes iguales —a partes que se necesitan entre sí para crear su poderoso efecto—. Olga está tan lejos de Ana Karenina como de La mujer rota que leía en su adolescencia. Treinta y cinco años separan el libro de Simone de Beauvoir del de Ferrante: Delia, Olga, Leda tienen toda la libertad y están obligadas a ser felices, a dar un sentido a su vida profesional, sexual, familiar. Pero carecen de modelos y la desorientación amenaza con volverse el raíl de sus destinos.
Lo escandaloso hoy ya no son las infidelidades, las aventuras, las fantasías. Lo inquietante es la revelación de que la felicidad es un estado que puede interrumpirse, que no hay buenos sentimientos sin cara oscura, que hasta los vínculos familiares —principalmente los vínculos familiares— están tejidos de identidad y diferencia, de dulzura fundida en hostilidad. Por ejemplo, las hijas de Leda en La hija oscura, llenas de celos y envidias por quién tiene mejor cabello o unos pechos más bonitos: recelos entre hermanas que, obviamente, recaen sobre la madre, por haberlas hecho así y no de otra manera. Reclamo injusto por improcedente, dado que una madre no delibera —al menos por ahora— cuál de sus hijas será la más hermosa o mejor preparada para la vida. Pero en eso consiste precisamente el vínculo tal como se formula en las novelas de Ferrante: como la culpa improcedente y condenatoria, una culpa imposible de remunerar y que, por eso mismo, nunca acaba de pagarse. La culpa de la inestabilidad y la infelicidad en una sociedad en la que la angustia se ha vuelto el verdadero escándalo, aquello que —como el adulterio en las grandes novelas del XIX— no debe ser mostrado, pues despierta en los demás fantasmas inquietantes.
La filiación es uno de los ejes de las ficciones de Ferrante. Las protagonistas de El amor molesto, Los días del abandono y La hija oscura tienen en común el provenir del sur de Italia, de Nápoles, y el haberse marchado, en edad universitaria, a grandes ciudades del país, Roma, Turín y Florencia respectivamente. Piensan, todas ellas, obsesivamente en sus madres, a las que siguen unidas por un vínculo que se ha vuelto parte de su propio ser y del que no pueden desprenderse. Delia es dibujante de tebeos; Leda es profesora universitaria de literatura inglesa; Olga se ha dedicado a criar a sus hijos y cuidar a su marido —él no quería que ella trabajase—, pero es una mujer culta, que incluso ha publicado un libro y, durante sus “días del abandono”, toma apuntes para una novela. Las tres son mujeres de hoy que llevan consigo ese mundo ancestral, católico (en el peor sentido del término), hecho de chismes y bisbiseos, de prejuicios y crueldades, de violencia sorda pero también de una fuerte, verdadera y sólida cultura popular que ya no existe en el ámbito europeo y cosmopolita del norte de la península. Sin embargo, sería un error considerar que el drama de los personajes femeninos de Ferrante consiste en el desgarro entre esos dos ámbitos: su angustia proviene, más bien, de la conmistión de la que están hechas y de la que, por tanto, no podrán deshacerse. De eso que la autora llama, utilizando precisamente un término del dialecto napolitano, la frantumaglia.
En las novelas de Ferrante —de modo muy visible en El amor molesto— la dicotomía dialecto/italiano adquiere un sentido fuerte, no solo en la construcción del imaginario del país —lo soez, lo obsceno e insultante se expresa en el dialecto, que sale de las vísceras; lo conveniente, sereno y razonable se dice en italiano, que habla desde la razón—, sino también en el de las mujeres protagonistas. La frantumaglia es el título que Ferrante eligió para reunir textos de diversa índole —cartas en su mayoría, varias de ellas destinadas a atajar las demandas de entrevistas, todas referidas a sus novelas y a su posición como escritora—. Cartas que, dicho sea de paso, alimentaron nuevamente las conjeturas acerca de quién se esconde detrás del seudónimo Elena Ferrante. En una de esas cartas Ferrante contesta a dos periodistas que le envían un cuestionario: Ustedes me preguntan acerca del dolor en mis dos libros.2 Hasta formulan una hipótesis. Dicen que el sufrimiento de Delia en El amor molesto y de Olga en Los días del abandono derivaría de la necesidad de ajustar cuentas, aun siendo mujeres de hoy, con sus propios orígenes, con modelos femeninos arcaicos, con mitos de matriz mediterránea todavía activos dentro de ellas. Puede ser, tendría que pensarlo, pero para ello no puedo partir del léxico que ustedes proponen: “origen” es un término demasiado cargado; y la adjetivación que ustedes usan (“arcaico”, “mediterráneo”) tiene un eco que me desconcierta. Prefiero, si me lo permiten, pensar en una palabra de dolor que me viene de la infancia y que me ha acompañado en la escritura de ambos libros.
Mi madre me ha dejado un término de su dialecto que usaba para decir cómo se sentía cuando era arrastrada en direcciones opuestas por impresiones contradictorias que la herían. Decía que tenía adentro una frantumaglia. La frantumaglia la deprimía. Era la palabra para un malestar que no podía definirse de otro modo, que se refería a una multitud de cosas heterogéneas en la cabeza, detritos en el agua limosa del cerebro. La frantumaglia era misteriosa, causaba actos misteriosos, era el origen de todos los sufrimientos no atribuibles a una única razón evidente.
La frantumaglia es un pasaje inestable, una masa aérea o acuática de escorias infinitas que se muestra al yo, brutalmente, como su verdadera y única interioridad. La frantumaglia es el depósito del tiempo sin el orden de una historia, de un relato. La frantumaglia es el efecto del sentido de pérdida, cuando se tiene la certeza de que todo aquello que nos parece estable, duradero, un anclaje para nuestra vida, va a sumarse de pronto a ese paisaje de detritos que nos parece entrever.
Esta frantumaglia —el verbo italiano frantumare significa “triturar”, “moler”, “hacer trizas”— está íntimamente relacionada con todas las mujeres que habitan las casas de Ferrante, porque sus personajes no son la materialización de una idea, no encarnan fácilmente una hipótesis. Al revés, son auténticos personajes redondos, con el espesor y la sensibilidad, el brillo y la oscuridad de los (contados) grandes personajes de ficción de nuestro tiempo.
Ahora, por primera vez en España y en Europa, las mujeres de Ferrante van a convivir en estas Crónicas del desamor para que su dolor austero, su locura honda y discreta a la vez, tenga por fin el orden de una historia, de un relato, ese orden que recompone la frantumaglia, para dejarnos solos pero enteros frente a lo que aún nos queda por vivir.
Edgardo Dobry
Mi madre se ahogó la noche del 23 de mayo, día de mi cumpleaños, en el trecho de mar frente a la localidad que llaman Spaccavento, a pocos kilómetros de Minturno. Justamente en esa zona, a finales de los años cincuenta, cuando mi padre todavía vivía con nosotras, en verano alquilábamos un cuarto en una casa de campesinos y pasábamos el mes de julio durmiendo cinco en unos pocos metros cuadrados mareados de calor. Todas las mañanas las chicas tomábamos un huevo fresco, cortábamos hacia el mar entre cañas altas por caminos de tierra y arena e íbamos a bañarnos. La noche que murió mi madre la propietaria de aquella casa, que se llamaba Rosa y ya tenía más de setenta años, oyó llamar a la puerta pero no abrió por miedo a los ladrones y asesinos. Mi madre había tomado el tren para Roma dos días antes, el 21 de mayo, pero nunca llegó. En la última época venía a pasar unos días conmigo por lo menos una vez al mes. No estaba contenta de tenerla en casa. Se despertaba al alba y, según su costumbre, limpiaba de arriba abajo la cocina y la sala de estar. Trataba de volver a dormirme, pero no lo lograba: rígida entre las sábanas, tenía la impresión de que con su ajetreo transformaba mi cuerpo en el de una niña con arrugas. Cuando llegaba con el café, me acurrucaba a un lado para que no me rozara al sentarse en el borde de la cama. Su sociabilidad me fastidiaba: salía a hacer la compra y se familiarizaba con los comerciantes con los que yo, en diez años, no había cambiado más de dos palabras; iba a pasear por la ciudad con sus conocidos ocasionales; se hacía amiga de mis amigos, a los que les contaba las historias de su vida, siempre las mismas. Con ella yo solo sabía ser contenida y poco sincera.
Se volvía a Nápoles a mi primera muestra de impaciencia. Recogía sus cosas, daba un último repaso a la casa y prometía volver pronto. Yo andaba por las habitaciones reacomodando según mi gusto todo lo que ella había acomodado según el suyo. Volvía a poner el salero en el compartimiento donde lo tenía desde hacía años, devolvía el detergente al lugar que siempre me había parecido conveniente, deshacía su orden en mis cajones, devolvía el caos al cuarto donde trabajaba. También el olor de su presencia —un perfume que dejaba en la casa una sensación de inquietud—, al cabo de poco tiempo pasaba, como en verano el olor de una lluvia de breve duración.
A menudo sucedía que perdía el tren. En general, llegaba con el siguiente o directamente un día después, pero yo no lograba acostumbrarme y me volvía a preocupar. Le telefoneaba ansiosa. Cuando finalmente oía su voz, le reprochaba con cierta dureza: “¿Cómo es que no has tomado el tren, por qué no me has avisado?”. Ella se justificaba sin demasiado interés, preguntándose divertida qué me imaginaba que podía sucederle a su edad. “Todo”, le contestaba. Siempre imaginaba una trama de acechanzas tejida a propósito para hacerla desaparecer del mundo. Cuando era pequeña pasaba el tiempo de sus ausencias esperándola en la cocina, tras los cristales de la ventana. Anhelaba que reapareciera al fondo de la calle, como una figura en una esfera de cristal. Respiraba contra el cristal, empañándolo, para no ver la calle sin ella. Si tardaba, la ansiedad se hacía tan incontenible que se desbordaba en estremecimientos de mi cuerpo. Entonces escapaba a un desván sin ventanas y sin luz eléctrica, justo al lado del cuarto de ella y de mi padre. Cerraba la puerta y me quedaba en la oscuridad, llorando en silencio. Ese cuartito era un antídoto eficaz. Me inspiraba un terror que frenaba el ansia por la suerte de mi madre. En la oscuridad intensa, asfixiada por el DDT, era agredida por formas coloreadas que durante unos pocos segundos me lamían las pupilas y me dejaban sin aliento. “Cuando vuelvas, te mataré”, pensaba, como si hubiera sido ella la que me hubiese encerrado allí. Luego, apenas sentía su voz en el corredor, me escurría fuera, deprisa, para ir a dar vueltas a su alrededor con indiferencia. Volví a acordarme de ese cuartito cuando me di cuenta de que había partido como de costumbre, pero nunca había llegado.
Por la noche recibí la primera llamada. Mi madre me dijo con tono tranquilo que no podía contarme nada: con ella estaba un hombre que se lo impedía. Luego se puso a reír y colgó. En un primer momento, prevaleció en mí el estupor. Pensé que quería bromear y me resigné a esperar una segunda llamada. En realidad, dejé pasar las horas en conjeturas, sentada inútilmente al lado del teléfono. Solo después de medianoche me dirigí a un amigo policía; fue muy amable: me dijo que no me inquietara, que él se ocuparía. Pero pasó la noche sin que se tuvieran noticias de mi madre. Lo único cierto era su partida: la viuda De Riso, una mujer sola de su misma edad, con quien desde hacía quince años alternaba períodos de buena vecindad con otros de enemistad, me dijo por teléfono que la había acompañado a la estación. Mientras hacía cola para sacar el billete, la viuda le había comprado una botella de agua mineral y una revista. El tren estaba lleno, pero de todos modos mi madre había encontrado un lugar al lado de la ventanilla en un compartimiento atestado de militares con permiso. Se habían despedido, recomendándose mutuamente tener cuidado. ¿Cómo iba vestida? Como de costumbre, con ropa que tenía desde hacía años: falda y chaqueta azul, un bolso de piel negra, zapatos viejos de medio tacón, una maleta gastada.
A las siete de la mañana mi madre llamó de nuevo. Aunque yo la acosé a preguntas (“¿Dónde estás?” “¿Desde dónde llamas?” “¿Con quién estás?”), se limitó a soltarme en voz muy alta, desgranándolas con gusto, una serie de expresiones obscenas en dialecto. Luego colgó. Esas obscenidades me causaron una desordenada regresión. Volví a llamar a mi amigo y lo asombré con una confusa mezcla de italiano y de expresiones dialectales. Quería saber si mi madre estaba especialmente deprimida últimamente. Lo ignoraba. Admití que ya no estaba como antes, tranquila, pacíficamente divertida. Reía sin motivo, hablaba demasiado; pero las personas ancianas a menudo hacen eso. También mi amigo estuvo de acuerdo: era muy común que los viejos, con los primeros calores, hicieran cosas raras; no había que preocuparse. Yo, en cambio, seguí preocupándome, y recorrí de punta a punta la ciudad buscando sobre todo en aquellos lugares por donde sabía que le gustaba pasear.
La tercera llamada llegó a las diez de la noche. Mi madre habló confusamente de un hombre que la seguía para llevársela envuelta en una alfombra. Me pidió que corriera a ayudarla. Le supliqué que me dijera dónde estaba. Cambió de tono y me contestó que era mejor que no. “Enciérrate, no abras a nadie”, me pidió. Aquel hombre también quería hacerme daño a mí. Luego agregó: “Ve a dormir. Ahora voy a bañarme”. No supe nada más.
Al día siguiente dos chicos vieron su cuerpo flotando a pocos metros de la orilla. Llevaba solo el sujetador. No se encontró la maleta. No se encontró el traje chaqueta azul. Tampoco se encontraron la ropa interior, las medias, los zapatos ni el bolso con los documentos. Pero tenía en el dedo el anillo de compromiso y la alianza. En las orejas llevaba unos pendientes que mi padre le había regalado medio siglo antes.
Vi el cuerpo y frente a aquel objeto lívido sentí que tal vez debía aferrarme a él para no terminar quién sabe dónde. No había sido violada. Presentaba solo algunas esquimosis, debidas a las olas, por otra parte suaves, que la habían empujado durante toda la noche contra algunos escollos a flor de agua. Me pareció que alrededor de los ojos tenía restos de un maquillaje que debía de haber sido muy marcado. Observé largamente, con desagrado, sus piernas oliváceas, extraordinariamente jóvenes para una mujer de sesenta y tres años. Con el mismo desagrado me di cuenta de que el sujetador estaba lejos de ser uno de aquellos gastados que acostumbraba a usar. Las copas eran de un encaje finamente trabajado y dejaban ver los pezones. Estaban unidas entre sí por tres V bordadas, marca de una tienda napolitana de costosa lencería femenina, la de las hermanas Vossi. Cuando me lo devolvieron, junto con sus pendientes y sus anillos, lo olfateé largamente. Tenía el olor penetrante de la tela nueva.