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Jorge Alberto Gudiño Hernández

23/08/2014 - 12:00 am

Esos autores

Dentro de unos días se cumplirán cien años del nacimiento de Julio Cortázar y me resulta inevitable hablar de él, de su obra. Sin embargo, no quiero hacerlo a partir de lugares comunes. Algo muy difícil por ser el autor que es y, también, porque hace cosa de un año, Rayuela cumplió medio siglo de […]

Dentro de unos días se cumplirán cien años del nacimiento de Julio Cortázar y me resulta inevitable hablar de él, de su obra. Sin embargo, no quiero hacerlo a partir de lugares comunes. Algo muy difícil por ser el autor que es y, también, porque hace cosa de un año, Rayuela cumplió medio siglo de publicada. Entonces han sido muchos quienes han escrito sobre Cortázar, sobre su obra, sobre su relevancia en la historia de la literatura. Gente, sin duda, mucho más preparada que yo. Aun así, insisto en sumar algunas de mis palabras al enorme caudal que ya corre por doquier y que abrevará de plumas fértiles.

         Mi texto es, entonces, una historia de lectura. No porque desdeñe los estudios académicos o la crítica. Al contrario, en mi historia se incluyen esos elementos. Si opto por una estrategia en lugar de la otra es porque, tras todos estos años como lector, sigo convencido de que no hay nada más importante que esa experiencia, a la hora de hablar de estudios literarios o cualquier otra abstracción del tipo.

         Recuerdo Final de juego como una lectura tardía. Estaba publicado junto con otros tres cuentos de otros tantos autores. Recuerdo haberlo leído y quedar pasmado. Se lo comenté a alguien de mi círculo cercano, le dije que era una maravilla y se lo di a leer. Mi decepción fue mayúscula: no le gustó. Me dio, empero, la oportunidad de defenderlo. Fui incapaz de hacerlo, incapaz de decirle por qué ese cuento me había parecido tan bueno. Fue cuando me propuse, más como un deseo que como una intención, que algún día sería capaz de explicar por qué me parecía un cuento de tan alta calidad. Tal vez ahora podría hacerlo, elaborar un ensayo, intentar algunos argumentos teóricos, citar a un par de autores aunque sospecho que no: sigo siendo incapaz de comunicar con palabras la sensación que me provocó su primera lectura. Por fortuna, me basta con cerrar los ojos unos cuantos segundos para evocar ese algo instalado en mi pecho, palpitante.

         Le siguieron los cuentos incluidos en Todos los fuegos el fuego. Eran una lectura obligatoria en el primer año de preparatoria. Recuerdo con incredulidad algunos de los cuentos, la sorpresa alzándose como un mazo demoledor para atizarme en la credulidad. Supongo que releí algunos, fascinado por ese nuevo mundo. La decepción vino ahora acompañada por la dictadura de la academia: en el examen contesté mal algunas preguntas a juicio de la maestra. Yo estaba convencido de que mis respuestas eran válidas, lo sigo estando, pero en ese momento no hubo cabida para los argumentos. Pese a ello, una sospecha se acunó en mi interior, una sospecha que sigo cargando y que casi se ha vuelto certeza: cuando hay una buena intención, no hay lecturas mejores que otras. Mucho menos las que busca imponer la autoridad.

         Siguieron más cuentos, alguna novela. A estas alturas confundo el orden de los libros, la claridad inicial ya no me asiste. Sé, sin embargo, que Rayuela llegó antes de que acabara la prepa. Y llegó para quedarse. Sin hacer consideraciones morales (ésas las haría mucho más tarde) supe que era lo más cercano a la perfección. Insisto: era joven, era ingenuo. Hoy no podría sostener ese postulado pero no me importa. Lo que es relevante para mí, para mi historia personal, es que hubo alguna vez una novela (en realidad varias pero estoy hablando de Cortázar) que me pareció perfecta; una novela tras la que me dije, convencido por completo: “algún día quiero escribir así”. Ojalá cada tanto ese entusiasmo lector me invadiera de la forma que posibilitó Rayuela: un virus contagioso, con el poder de infectar cada una de mis células. La lectura a partir de ese momento se volvió otra cosa.

         Varios años más tarde, con muchos más libros a cuestas, inscribí una materia de la maestría que me provocaba dudas. Sólo se llamaba “Cuento latinoamericano. Julio Cortázar”. La duda se basaba en mi experiencia previa con la maestra de preparatoria. No quería que alguien me echara a perder a un autor al que recurría cada tanto. No fue así ni mucho menos. Con un rigor rayano en la esquizofrenia, analizamos un par de cuentos durante todo el semestre. A veces íbamos palabra por palabra. Otras buscábamos el sentido en la estructura. Deconstruíamos en grados obsesivos. Fue entonces, y sólo entonces, que entendí parte de la magia de Cortázar. Sus cuentos del límite funcionan como mecanismos de relojería, en los que es imposible identificar a cabalidad en qué momento se pasa de un lado al otro porque el cuento es justo el balanceo entre ambos. Fue la época de La noche boca arriba y Vientos alisios, por cierto.

         Más tarde llegaron pláticas con amigos, verdaderas encerronas en las que discutíamos autores y libros. A veces también cuentos, sin el fin específico de hacerlo. En otras palabras, no es que nos reuniéramos para hablar de literatura. Al contrario, en ocasiones sólo aprovechábamos el sendero en medio de un parque o una mesa de dominó. El caso es que llegamos a Continuidad de los parques y a El perseguidor. Descubrí entonces que la amistad también es eso: la posibilidad de platicar de nuestras querencias con el otro, abrir cauces, compartir gustos y, por qué no, disentir.

         A esas alturas de mi vida ya había entendido que existía una diferencia sustancial entre lo que consideraba bueno y lo que me gustaba. No tenía problema en aceptar esos placeres culpables. A fin de cuentas, para mí, la lectura siempre había sido un gozo. Descubrir, entonces, que podía darse el maravilloso acontecimiento de su coincidencia no hizo sino incrementar el placer.

         El resto de la historia es más mundano: he utilizado media docena de cuentos de Cortázar para dar clase de una u otra cosa; he descubierto que la maravilla se puede contagiar aunque sea a unos cuantos; he visto cómo los lectores nóveles abren los ojos incrédulos; y me he emocionado con ellos. También he tenido alejamientos, pausas vitales, olvidos e, incluso, enojos. No me encanta la idea de que cada tanto se publique un libro nuevo, un inédito. Y no porque se rompa mi idea de que lo he leído todo (insisto, no soy un especialista) sino porque hay muchas cosas que Cortázar escribió sin la intención de que se publicaran.

         Más allá de esos desencuentros, la historia de mi lectura de Cortázar es dichosa (tengo un amigo que viaja por doquier y, sabedor de mi entusiasmo, me trae ejemplares en idiomas que no sé leer). Estoy convencido de que, cuando esto sucede, cuando una novela, un cuento o un poema han sido capaces de hacernos ver las cosas de una manera diferente, entonces han valido la pena. Cortázar es uno de esos autores, de los que me han mostrado que la literatura va más allá de lo que he creído en algunos momentos de mi vida. Se ha vuelto, pues, un autor querido pero, a diferencia de muchos, no por su persona (que no es poca cosa) sino sólo por su  escritura. Así pues, aprovecho este siglo de forma tramposa. Hablo de Cortázar y de sus libros aunque, en realidad, hablo de mí a partir de mis afectos. Y Cortázar, sin duda, es uno de ellos.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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