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Julieta Cardona

23/05/2015 - 12:00 am

Beber para aplacar el alma

Los viernes me despierto un poco más tarde de lo normal –digamos a las 09:00– porque así comienza mi ritual de preparación para escribir la columna en la que me dirán lesbiana resentida y otros calificativos que utilizan, muy correctamente, mis detractores. En fin, lo anterior para decirles que los viernes por la mañana bebo […]

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Los viernes me despierto un poco más tarde de lo normal –digamos a las 09:00– porque así comienza mi ritual de preparación para escribir la columna en la que me dirán lesbiana resentida y otros calificativos que utilizan, muy correctamente, mis detractores.

En fin, lo anterior para decirles que los viernes por la mañana bebo lo que creo, me asienta el alma: café. Me gusta pensar que así funcionamos muchos: bebiendo lo que creemos que asienta mejor a los infiernos que traemos atravesados. Ya se acabó el café que fue mi favorito mientras duró, uno de un empaque azul eléctrico muy bonito que mi hermana me trajo de Chiapas, así que abro la bolsita metálica de un veracruzano que tengo en mi haber y le pongo un par de cucharadas al depósito de la cafetera que mi madre me compró en una tienda de caridad por cuatro dólares. Me gusta mucho esa cafetera por tres cosas: porque mi madre me la regaló, porque me hace imaginar a mi bella madre en esas tiendas buscando las mejores cositas a cambio del menor dinero posible y porque alguien la dejó en gran estado para que la utilizara otro alguien que resulté ser yo.

El clima en mis adentros y el de la ciudad de México han estado para acompañarlos con muchas tazas de café, mucho vino, mucho coñac y para hacer listas de música: Para tardes lluviosas; Para beber café mientras llueve; Para besar bajo la lluvia; Para caminar mientras llueve; Para beberte un tinto mientras llora Dios; Para mentar madres en el tráfico porque la lluvia, y listas del tipo mientras, mayormente, tenga la palabra “lluvia” pretendiendo ser medianamente creativo. Y porque no pasa nada cuando por fin asumes –y, sobre todo, comprendes– que la vida se trata de pretender. El clima ha estado, pues, para hablar de él un poquito. Recuerdo que hace unos meses salió una investigación que decía que no puedes sostener una conversación sensata sobre el clima durante más de dos minutos. Haberlo sabido antes y me ahorraba momentos incómodos por culpa de mis conversaciones aburridas: oye, ¿sabías que en México llueve seis veces más que en Londres? Pobres mujeres, me reconforta saber que algo hicieron muy mal antes de conocerme para haberles yo pagado con semejante diálogo tan poco sofisticado. Es en serio: inmediato a mi pregunta, ellas exclamaban –para después callarse un buen rato–: ¡¿Neta?!

Pero regresemos a las bebidas que acompañan los estados de ánimo. Ya es viernes por la tarde y mi nuevo proyecto de vida comprende buscarme una roomie, así que me sirvo una copa de vino tinto y cuelgo lo siguiente en todas mis redes sociales:

Busco roomie (es en serio). Especificaciones:

Mujer;

que sea solvente o hija consentida;

que esté guapa (nocierto, sicierto, nocierto);

que sea limpia;

no mascotas (peces sí, jijí);

con sentido común, o sea, atea;

que tenga una vida sexual activa (porque las personas que tienen sexo son más felices);

que no tome café soluble;

no importa si bebe, fuma o se droga con otra cosa mientras no me chingue.

Nota al pie: soy gay, me gusta la pizza, el amaretto y la guanábana; hoy cumplí 21 días de no fumar; trabajo en todo el rollo digital entre lectores y escritores; escribo para no volverme loca y, no contenta con ser una ridícula, lo publico; no me gusta ir de antro; no veo la tele; no le encuentro sentido al soccer; amo el cine y también amo el brandy. Me gusta caminar, no me gusta reírme por compromiso y le voy a los Ravens.

Por supuesto, la tarea de la roomie se pone difícil cuando comienzan a llegarme solicitudes de mujeres que pueden no tener idea de en qué se metieron, entonces, me acabo la botellita de tinto, releo lo que colgué en mis redes y me parece muy pertinente agregarle otros requisitos:

Si está metida en el mame artístico y cultural, mejor;

si es gay, mejor;

si tiene el cabello largo, mejor;

si le gusta el chocolate amargo, uuuffff;

si no me presentará a su familia, excelente.

Entonces, paro y borro el complemento de la lista de requisitos cuando caigo en la cuenta de que no estoy buscando una esposa. Ya llegó la noche y afuera cae una brisa muy gentil; me sirvo un poco de coñac y le doy play a la lista de Dios y del tinto, esa que hice cuando pensé que la lluvia se debía a que Dios está triste porque dejamos de creer en él. Suena mi teléfono y para ese momento mi bebedera ya superó cualquier trago asumido como almático; en fin, es Amelia, la muchacha que conocí hace un par de semanas en una exposición fotográfica de la manera más cliché: la seguí por la galería y, cuando lo encontré pertinente, la abordé diciéndole algo muy premeditado y muy poco sesudo (como cuando lo del clima): yo creo que en esta foto sí aplicaba el ojo de pez. Ella me perdonó, dice, porque le pareció lo más estúpido del mundo y porque, también dice, las cosas más estúpidas del mundo salen de la parte más hermosa e infantiloide del ser. Yo digo que me perdonó porque ella ya había bebido cuatro copas de aquel horrible vino blanco que nos dieron en la exposición. Y cuando estás ebria –o loca de amor–, hasta lo más estúpido te resulta hermoso.

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