Teresa y el joven inspector Massimo Marini deberán adentrase a un infierno que aún sigue latiendo. Será la investigación más importante de sus vidas. Ilaria Tuti te llevará con ellos en el aclamado thriller Flores sobre el infierno.
Ciudad de México, 19 de febrero (SinEmbargo).– El primer cadáver es el de un hombre desnudo, con la cara desfigurada y los ojos arrancados. Algo aterrador está ocurriendo en las montañas: un recién nacido ha desaparecido y una sombra misteriosa vaga por los bosques. El caso requiere de todas las habilidades de Teresa Battaglia, comisaria de policía especializada en perfiles criminales que, todos los días, camina sobre el infierno. Su mejor arma es la mente, pero últimamente la está engañando; su lucidez está en riesgo y la investigación, por tanto, también. Por primera vez en su vida, tiene miedo.
Teresa y el joven inspector Massimo Marini, llegado desde hace poco de la ciudad a este enclave montañoso, deberán llevar a cabo la investigación más difícil a la que se han enfrentado jamás: un caso que hunde sus raíces en los episodios más oscuros y estremecedores de la historia de este rincón milenario del norte de Italia: un infierno que aún sigue latiendo.
Los párrafos anteriores forman la reseña que Alfaguara realiza de Flores sobre el infierno, de Ilaria Tuti. Con el permiso de la editorial, SinEmbargo comparte a sus lectores un fragmento del thriller.
***
Austria, 1978
Una leyenda gravitaba alrededor de aquel sitio. Una de esas que se adhieren a los lugares igual que un olor persistente. Se decía que a finales del otoño, antes de que las lluvias se convirtieran en nieve, el lago alpino exhalaba siniestras emanaciones.
Surgían del agua como vapor y ascendían por la ladera junto con la bruma de la mañana, cuando el agua estancada reflejaba el cielo. Era el paraíso que se miraba en el espejo del infierno.
Entonces se podían oír silbidos largos como aullidos, que rodeaban el edificio de finales del xix en la orilla oriental.
La Escuela. Así era como lo llamaban en el pueblo, pero con el tiempo aquellas paredes habían cambiado su destino y su nombre varias veces: Pabellón de Caza Imperial, Comandancia de los Nazis, Preventorio Antituberculoso Infantil.
Ahora en los pasillos solo había silencio y paredes desconchadas, estucos descoloridos y ecos de pasos solitarios. Y luego, en noviembre, esos aullidos que brotaban de la niebla y que, trepando por las ventanas de los pisos superiores, llegaban hasta el techo inclinado, que brillaba por la escarcha.
Las leyendas, sin embargo, solo son adecuadas para los niños y los ancianos melancólicos, para corazones demasiado tiernos. Agnes Braun lo sabía bien: la Escuela llevaba siendo su casa demasiado tiempo para dejarse impresionar con un gorgoteo nocturno. Conocía el crujido de cada tablón, de cada cañería oxidada que corría por los intersticios de las paredes, aunque la mayor parte de las plantas permanecían ahora cerradas y las puertas de las habitaciones, atrancadas con listones de madera y clavos.
Desde que el edificio se había convertido en un orfanato, los fondos del Estado se habían vuelto cada vez más exiguos y ningún particular había dado un paso al frente para realizar donación alguna.
Agnes atravesó la cocina que estaba en el sótano, entre las estancias utilizadas como despensa y la lavandería. Iba empujando un carrito, sorteando hábilmente los contenedores que en unas pocas horas soltarían vapores grasientos. Estaba sola, a esa hora en que no es de noche ni tampoco de día. Haciéndole compañía, solo la sombra furtiva de una rata y las siluetas de los cuerpos colgados para macerar en la que había sido la nevera.
Utilizó el montacargas para llegar al primer piso, el ala de la que era responsable. Desde hacía cierto tiempo, esa tarea le ocasionaba una incomodidad indefinida, como un malestar latente que se resistía a estallar.
El montacargas crujió al recibir su peso y el del carro. Las cadenas y las sogas comenzaron a chirriar. La jaula vibró y empezó a subir para detenerse pocos metros después con una sacudida. Agnes abrió la malla metálica. El pasillo del primer piso era una larga cinta de un color azul polvoriento, manchado de humedad y tachonado en uno de los flancos con ventanales cuadriculados.
Una puerta daba golpes a intervalos regulares. La mujer se alejó del carro para ir a cerrarla. El cristal estaba frío y empañado. Lo limpió con una mano, dibujando una especie de ojo de buey. El amanecer iluminaba el pueblo, valle abajo. Los tejados de las casas eran como pequeñas teselas de color plomo. Más arriba, a mil setecientos metros sobre el nivel del mar, entre la población y la Escuela, la extensión inmóvil del lago se teñía de rosa entre la bruma. El cielo, en cambio, era claro. Agnes sabía, sin embargo, que ese día el sol no iba a calentar el claro escarpado. Ahora ya era capaz de vislumbrarlo en cuanto ponía un pie en el suelo y se sentía asaltada por la migraña.
La niebla se estaba levantando para tragarse todas las cosas: la luz, los sonidos, incluso los olores se impregnaban con su humor estancado, que olía a hueso. Y de sus espiras, que encaramándose sobre la hierba quemada por el hielo parecían cobrar vida, se levantaron los lamentos.
Es la respiración de los muertos, pensó Agnes.
Era el viento, el burán, que soplaba con virulencia desde el noreste. Nacido en lejanas estepas, había recorrido miles de kilómetros hasta meterse en el desfiladero del valle, gruñir contra las orillas del río, bajo la línea del bosque, agitarse en las zonas inundables y volver a salir silbando, para luego romper contra la pared de roca.
Era solo el viento, se repitió la mujer.
El reloj de péndulo de la entrada dio seis toques. Se había hecho tarde, pero Agnes no se movió. Sabía que estaba haciendo tiempo. Y también sabía por qué.
Sugestión, se dijo. Es solo sugestión.
Apretó las manos alrededor del acero del carrito de las comidas. Los recipientes tintinearon cuando se decidió a dar unos pasos hacia la puerta al final del pasillo.
El Nido.
Un pensamiento imprevisto le provocó un espasmo en el estómago: realmente se trataba de un nido. Se había convertido en eso durante las últimas semanas. Era un hervidero de actividad queda, misteriosa. Como un insecto industrioso que prepara la muda. Agnes estaba segura de ello, aunque no habría sabido explicar qué estaba sucediendo en esa habitación. No había hablado del tema con nadie, ni siquiera con el director: la habría tomado por loca.
Metió una mano en el bolsillo del uniforme. Sus dedos rozaron la tela áspera de la capucha. La sacó y se la caló sobre el rostro. Una delgada rejilla le cubría también los ojos, velando el mundo exterior. Era la norma.
Entró.
La habitación estaba sumida en el silencio. La gran estufa de hierro fundido junto a la entrada todavía conservaba algunas brasas y proporcionaba un agradable calor. Los puestos se alineaban en cuatro filas de diez. No había ningún nombre en las placas identificativas, tan solo números.
No se oían ni llantos ni quejas. Agnes sabía lo que iba a ver en caso de que mirara: ojos inexpresivos, apagados.
En todos los puestos, excepto en uno.
Ahora que se había acostumbrado al silencio, podía oírlo: correteaba allí abajo, adquiría fuerza. Se estaba preparando. No podría haber dicho para qué. Tal vez realmente estaba loca.
Un paso tras otro, se acercó al puesto número 39.
Contrariamente a los demás, el individuo palpitaba de vida. Sus ojos, tan particulares, estaban alerta, se deslizaban siguiendo sus movimientos. Agnes sabía que el individuo estaba buscando su mirada por debajo de la rejilla de la capucha. Ella la apartaba, incómoda. El individuo número 39 era consciente de su presencia, aunque no debería ser así.
La mujer verificó que ningún asistente se hubiera asomado por la puerta y tendió un dedo. Y el individuo mordió, apretó la carne entre las encías, con fuerza. En los ojos, una mirada distinta: enérgica. Un breve gemido nervioso se le escapó de los labios cuando Agnes se retiró con una imprecación.
Aquí está su verdadera naturaleza, pensó. Carnívora. Fue lo que sucedió un momento después lo que la convenció de que ya no podía guardarse ciertas cosas para ella sola.
Los puestos que quedaban al lado del número 39 ya no permanecían en silencio. Las respiraciones se habían agitado, como si los individuos estuvieran respondiendo a una llamada. El Nido era un hervidero.
Aunque tal vez fuera solo una sugestión.
1.
Hoy
El cuervo yacía a un lado del sendero, con las plumas de reflejos morados en desorden y el pico abierto de par en par. Una mancha de sangre había impregnado la tierra debajo de su vientre hinchado, pero ya estaba seca, a pesar de la humedad de la tarde.
Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí el animal, un ojo vidrioso mirando al cielo que prometía nieve, el otro perdido quién sabe dónde.
Mathias llevaba un rato observándolo, con las rodillas dobladas. Se había preguntado si las pulgas habrían abandonado el cuerpo en cuanto el corazón dejó de latir. Un día se lo oyó decir a un cazador y ese detalle estuvo atormentándolo largo tiempo. Lo encontraba impresionante y asombroso al mismo tiempo.
Tocó el cuervo con la punta de un dedo. Era un ejemplar viejo. Se percató de ello por el pico, desnudo y blanco. Las patitas estaban rígidas, sus robustas garras aferraban la nada.
Se limpió de inmediato el guante sobre los pantalones. De haberlo sabido su padre, le habría soltado un bofetón. Lo había sorprendido varias veces observando los cadáveres de los pequeños animales que encontraba en el jardín o en la pineda de detrás de la casa y lo había regañado, utilizando una palabra que Mathias no conocía, pero que le hacía pensar en algo malo. Había buscado el significado en el diccionario. No la recordaba, pero tenía algo que ver con la locura.
De mayor, Mathias quería ser veterinario y toda oportunidad era buena para aprender. La observación —le dijo una vez el abuelo— ya es medio aprendizaje. El resto consiste en ensayar una y otra vez.
El niño se levantó, con los ojos clavados en el animal. Habría querido enterrarlo, pero luego se dijo que lo justo era aquello: la naturaleza era carnívora, tenía hambre de esos restos, que no serían desperdiciados.
Las campanas de la catedral, en el pueblo, dieron dos toques y medio. Era tarde, los demás estaban esperándolo en el lugar secreto.
Se encaminó por el sendero helado. La localidad de Travenì se había despertado esa mañana bajo una capa de nieve. Un blanqueamiento ligero, que se deshizo demasiado pronto, pero que era un buen augurio para la temporada de esquí que estaba al caer.
Llegó al promontorio a las afueras del pueblo. El monumento a los caídos de las guerras napoleónicas destacaba entre los bosques más bajos de píceas y pinos. El granadero de bronce escrutaba el horizonte con ceño fruncido, el largo bigote hacia arriba. En la bayoneta se agitaba una bufanda azul, señalando que alguien del grupo ya había trepado hasta allí para colgar la señal.
Mathias aceleró el paso. Esa mañana en la escuela la maestra había explicado el significado de la palabra «líder». Él se había quedado fascinado. Le gustaba cómo sonaba —tenía un no sé qué de definitivo—, pero sobre todo le gustó la idea de ser un guía para los demás.
Un líder protege a sus compañeros, había dicho la maestra, y era exactamente así como se sentía Mathias. Era consciente de que, para sus amigos, él era el jefe del grupo y no solo porque fuera el mayor —diez años, dos meses y una semana, ese día—, sino también porque se podía contar con él.
Por eso mismo, la bufanda que colgaba de la estatua debería haber sido la suya, y no la de Diego. Tendría que haber llegado antes y abrir camino a sus compañeros, aun que a esas alturas debían de haberlo recorrido quién sabe cuántas veces. En cambio, se había demorado escudriñando restos de animales al borde de una carretera. Tal vez su padre tuviera razón.
El promontorio del granadero estaba rodeado de paredes rocosas y empinadas que se cernían sobre el lecho de un arroyo. Algunas decenas de metros más abajo, el agua gorgoteaba entre las oscuras frondas.
Mathias comenzó a bajar por las empinadas curvas del sendero, saltando para ganar algo de tiempo y aferrándose a la estacada que delimitaba el camino cuando las piedras resbalaban bajo las suelas de sus zapatillas de deporte. Llegó al lecho de grava sin aliento, con las rodillas temblorosas y el rostro ardiendo. Siguió el discurrir de la garganta excavada durante milenios. Pasos en voladizo sobre el agua se alternaban con escaleras de hierro y de madera sujetadas a las rocas. Entre las rejillas, el arroyo tenía reflejos de color esmeralda y olía a hielo. La luz y el calor del sol casi nunca llegaban hasta el fondo de ese abismo. Mathias podía oír el sonido de su propia respiración y el del corazón en su pecho, y de repente se dio cuenta de que estaba solo. En esa época del año, los turistas preferían las pistas de esquí: demasiado frío allí abajo, además del riesgo de caerse.
Aceleró el paso, sin saber por qué.
Por encima de su cabeza, entre las puntiagudas cúspides de los abetos, el escorzo del cielo se veía cruzado por el puente de la antigua línea ferroviaria, ya clausurada, a más de sesenta metros de altura. El abuelo de su abuelo había participado en los trabajos de construcción, un siglo y medio antes.
Mathias, con la nariz hacia arriba, resbaló sobre una piedra cubierta de hielo y golpeó con la rodilla en el suelo. A su exclamación de sorpresa siguió un ruido en el bosque. Un grito amortiguado. Se volvió, con el aliento entrecortado.
El bosque no es un lugar para niños.
Las palabras de su madre comenzaron a bailar en su mente.
Se levantó, sin comprobar el daño en sus vaqueros y en las palmas de las manos, que ardían bajo la lana de los guantes. Cruzó una pasarela que rodeaba una roca que sobresalía. Musgo por un lado, remolinos de agua por el otro. El sendero proseguía a través de una pequeña cueva. Mathias superó esos pocos metros de oscuridad corriendo, diciéndose que era la prisa lo que movía sus piernas y no el miedo. Cuando apareció al otro lado, se detuvo. Un rayo de sol atravesaba el verde e incendiaba de oro la maleza. La cascada que alimentaba el arroyo caía en un salto aterrador, salpicando minúsculas gotas de agua que en verano, cuando la luz lograba llegar hasta el fondo, adquirían el color del arcoíris.
En la playa de guijarros, sus amigos lo esperaban sentados en círculo. Lucia, Diego y Oliver.
Esta visión bastó para ahuyentar los miedos. Una sonrisa asomó a sus labios. No había nadie detrás de él. Nadie había seguido sus pasos.
Observó la oscuridad de la cueva de nuevo, como para desafiarla. Había ganado él, era realmente un líder. Pero entonces su sonrisa se desvaneció hasta desaparecer.
De repente, tuvo la certeza.
Había alguien escondido en las tinieblas, y estaba mirándolo.
2.
El cuerpo yacía sobre la hierba, cubierto de escarcha. La palidez de la piel contrastaba con la oscuridad del pelo de la cabeza y del pubis. Al fondo, el verde oscuro de la naturaleza de la montaña. Algunas manchas de nieve persistían en las áreas más umbrosas, cercanas al bosque. Durante la noche habían caído algunos copos y un cristal se había quedado prendido entre las pestañas del cadáver.
El hombre estaba acostado en posición supina, los brazos en los costados, las manos posadas sobre cojines de musgo. No había arañazos. Entre los dedos sobresalía alguna flor invernal, de pétalos pálidos y transparentes.
Parecía un cuadro. Los colores eran los de la sangre ya fría, de las venas vacías, de las extremidades rígidas. El hielo lo había conservado. No tenía olor, excepto el del boscaje: tierra húmeda y hojas podridas.
Alguien se había ocupado de él.
En el suelo, alrededor del cuerpo, habían sido colocadas algunas trampas rudimentarias, hechas con cuerdas y nudos corredizos.
—Para mantener a los animales alejados del cuerpo. Quería que lo encontráramos intacto —dijo una voz ronca. Los labios se movían cerca del micrófono del móvil, desplazando en el aire palabras y vaho. Alrededor, todo era un ajetreo susurrante, monos blancos, flashes y luces de emergencia.
—No realizaba ningún trabajo manual. Tiene las manos tersas y el oro del anillo no presenta arañazos. Las uñas están cuidadas. No parece haber suciedad.
La alianza del anular de la mano izquierda brillaba también a la lívida luz de diciembre. Nubes planas cubrían de sombra ese rincón del mundo.
El hombre había sufrido una agresión violenta en el rostro, pero el resto del cuerpo aparecía ileso. La epidermis en los lados del cuello estaba estriada con el azul profundo de los vasos sanguíneos. Se había afeitado cuidadosamente antes de morir. La leve sombra de barba era consecuencia de la retracción de la piel post mortem.
—Rastros mínimos de sangre, incompatibles con las heridas sufridas. Probablemente la sangre sea más abundante en la ropa. Se la quitaron más tarde.
Una pausa.
—El asesino desnudó a la víctima, la preparó.
A pesar de esa escrupulosa preparación, había numerosas huellas de pisadas, tanto en el cuerpo como en el suelo, una mezcla de barro y de hielo, como si el autor se hubiera olvidado de repente de los detalles. Además de las de la víctima, había huellas pertenecientes a una única persona, un hombre, a juzgar por el número de pie detectado, el cuarenta y cinco.
En los brazos, las muñecas y los tobillos del cadáver no se veían marcas de ataduras. La víctima tenía un físico robusto, era alto y con una musculatura bastante desarrollada, y, a pesar de ello, el asesino había conseguido reducirlo. Lo había atacado con una violencia animal.
Conocías al asesino, por eso no reaccionaste de inmediato para defenderte. ¿Qué debiste de pensar en ese momento, cuando te diste cuenta de que ibas a morir?
Era algo que se apreciaba con claridad en la expresión del cadáver. Sus labios estaban cerrados, y los ojos...
El cuerpo había sido abandonado entre un canal de desagüe natural y un camino transitado por turistas la mayor parte del año. Un excursionista lo había localizado unas horas antes. No era una coincidencia, ni un error: el asesino optó por no ocultarlo.
—No aprecio intención sexual, a pesar de que lo ha desnudado.
El jefe de policía local había explicado que se trataba de un padre de familia que había desaparecido hacía dos días, después de haber llevado a su hijo al colegio. El coche estaba a unos cien metros del cuerpo, en un barranco, escondido por los árboles. Lo habían empujado. En el suelo, huellas de neumáticos y de zapatos.
—El asesino se movió a pie. Las huellas continúan en el bosque.
La comisaria Battaglia interrumpió la grabación y levantó la vista al cielo. Algún cuervo graznaba, pasando sobre sus cabezas. Las nubes amenazaban con una nevada inminente.
No había tiempo. Debían ser más rápidos, más eficientes.
La comisaria se levantó y notó cómo le crujían las articulaciones. Demasiados días de su vida pasados de rodillas. O demasiados años sobre sus hombros, pensó. Demasiados kilos de los que liberarse.
—Espabilad con las tareas de reconocimiento —ordenó. Los hombres de la Policía Científica eran sombras blancas y silenciosas, agachadas sobre detalles que solo unos ojos entrenados podían captar. Fotografiaban, recogían, clasificaban. La cadena de custodia del ADN acababa de comenzar. Llegaría a su término horas más tarde, en un laboratorio del Instituto de Medicina Forense, en la ciudad, a unos cien kilómetros de allí.
Algunos curiosos se habían sentido convocados por la llegada de la policía. Un grupo de turistas y de lugareños estaba parado bajo el cartel de madera que indicaba el camino para llegar al pueblo más cercano, Travenì. A solo cuatro kilómetros. Resultaba fácil distinguir a los autóctonos: tenían rostros salvajes y rubicundos. No había signos del bronceado uniforme de las pistas de esquí, sino teces oscurecidas por la oscilación térmica, quemadas por el viento.
—¡Hemos encontrado la ropa! —gritó una voz, desde el bosque.
Un espantapájaros, ese fue el primer pensamiento de la comisaria Battaglia.
Entre las zarzas, la figura surgía de la maleza como un detalle desentonado, incongruente. Estaba hecha con ramas y cuerdas, algunas frondas y ropa ensangrentada.
La cabeza era la camiseta interior de la víctima, rellena con hojas y paja, dos bayas moradas en lugar de ojos. Chaqueta y pantalones colgaban del esqueleto de madera, el reloj estaba atado a la rama que hacía las veces de muñeca. La camisa embadurnada de sangre estaba endurecida. Resultaba imposible decir cuál era el color original de la tela. Un agente se acercó.
—Las huellas desaparecen a unos cien metros al norte, entre las rocas —le informó.
El asesino sabía cómo moverse. Era del lugar o lo conocía muy bien.
La comisaria se acercó de nuevo el micrófono a la boca, los ojos fijos en el claro, donde el cadáver era un perfil blanco en el que se posaban los copos de nieve que desde hacía algunos minutos habían empezado a caer. Alguien estaba tendiendo una lona encima de él.
—Este fetiche representa al asesino —dijo—. Ha contemplado su propia obra y ha querido que lo supiéramos...
Un ruido repentino impidió la continuación de su análisis. Aguzó la vista, preguntándose si el espectáculo era real o no. Un hombre estaba avanzando por el claro, entre las patrullas y el bosque, hundiéndose de vez en cuando en los barrizales. Pero no se daba por vencido. La americana hecha a medida que ondeaba, la camisa manchada de barro y aguanieve, y nada más que pudiera defenderlo de la helada. Tenía una expresión combativa, acompañada por un rubor que denotaba cansancio. O tal vez incomodidad, vergüenza.
Cuando la comisaria intuyó de quién podía tratarse, una sola palabra le bastó para resumir su estado de ánimo.
—Mierda.
3.
Massimo estaba hundido hasta los tobillos en el lodazal. Una serie de emociones azotaba su rostro: ira, desaliento, incredulidad, pero sobre todo vergüenza. Avanzaba a duras penas entre penachos de hierbas insidiosas, que se hundían bajo sus pies dejando al descubierto una trampa de cieno.
Tenía los ojos de todos aquellos desconocidos encima de él: su nuevo grupo, después del traslado. Sabía que su superior estaba observándolo desde la linde del bosque.
Incierta al principio, ahora la nieve caía copiosamente. Le rozaba las mejillas calientes; su peso sobre la piel duraba un pestañeo.
Massimo se atrevió a levantar la mirada por un instante. El comisario Battaglia debía de ser ese tipo de unos cuarenta años, un poco menos alto que él, de tez oscura y con un cigarrillo entre los labios que lo escudriñaba con los ojos entrecerrados. Se lo había indicado un agente moviendo un brazo hacia él. Massimo no preguntó nada más y se encaminó, ignorando el grito de alarma de su compañero. No entendió su agitación hasta que se vio hundido en el barrizal, tras unos metros recorridos a paso de marcha, para ostentar desenvoltura.
Nunca olvidaría ese día. Había llegado a la oficina con algunos minutos de retraso y estuvo esperando en un pasillo de la comisaría más de media hora antes de que alguien se dignara decirle que su equipo no estaba allí: había sido alertado por un presunto caso de asesinato. Nadie se había preocupado de esperarlo o de informarle al respecto. Simplemente se habían olvidado de él.
Cinco minutos de retraso.
Massimo pensó en una broma, pero el compañero fue lapidario: Battaglia no tiene sentido del humor, le aseguró. Tampoco debía de tenerlo él, a juzgar por su cara.
Massimo solo tenía dos alternativas: esperar en una silla el regreso del equipo, o bien reunirse con ellos dondequiera que estuviesen. Desgraciadamente, eligió la segunda.
No se le había pasado por la cabeza tener que conducir casi dos horas bajo un diluvio que vertía murallas de agua sobre el asfalto, con el navegador enloquecido, los ojos pegados al parabrisas. Cuando llegó al valle, empezó entonces la pesadilla del hielo. Curvas cerradas y resbaladizas hacían que las ruedas patinaran y el corazón le diera más de un vuelco. Un par de veces el coche se quedó parado en medio de una subida, el neumático incapaz de adherirse a la superficie congelada. Un tractor que pasaba por allí se detuvo. El dueño, un anciano cuyo aliento olía a vino y con una locuacidad renqueante, insistió en ayudarlo. Decía que era algo que sucedía a menudo con los turistas en esa época del año y que para él no suponía un problema remolcarlo hasta la llanura.
—Troncos, estiércol o coches, ¿qué más da una cosa u otra? —dijo.
Massimo aceptó con un escalofrío. Una última mirada preocupada a su coche, antes de enganchar la cadena en el parachoques, subir y poner punto muerto.
Fue así como llegó a Travenì: remolcado por un tractor.
Con los músculos de la espalda doloridos por la tensión y una furiosa migraña, pudo al final observar el paisaje. Era de una belleza primitiva que hacía perder referencias. Los picos nevados dominaban un bosque milenario, elevándose como cuchillas opacas desde una densa alfombra de vegetación. Recordaban a los gigantes de la mitología, y obligaban a mantener la nariz alzada, con una sensación de vértigo en el alma. En la maleza, entre pinos cembros y zarzas de arándanos, surgían cursos de aguas transparentes, discurriendo ágiles entre las rocas, estalactitas de hielo y musgo oloroso. En la nieve que bordeaba la carretera, Massimo había visto numerosas huellas de animales.
Era un mundo alejado de aquel al que estaba acostumbrado, un mundo que susurraba la pequeñez humana, que sugería hasta qué punto eran inútiles nuestros afanes. Un paraíso natural que estaba lejos, sin embargo, de permanecer incontaminado: parte de una ladera aparecía casi desnuda a la vista. Algunas excavadoras estaban aparcadas en una llanura ocupada por las casetas de unas obras y otras máquinas para los trasvases de tierra. Estaba en marcha una deforestación.
Massimo apartó la mirada, como molesto por una mancha en un hermoso cuadro.
El pueblo de Travenì apareció después de las últimas curvas de codo, sobre la llanura que se alzaba a pie de valle. Era una aldea arracimada en la cuenca que formaba una corona de montañas. Las casas de estilo alpino eran de piedra y madera. En el exterior de cada entrada, una pila de leña ordenada despedía aroma de pez. En el minúsculo centro, la arquitectura cambiaba: los edificios de varias plantas tenían revestimientos en colores pastel, tejados abuhardillados de estilo nórdico, decoraciones navideñas de acebo y lazos rojos en las terrazas. En la calle principal se apostaban tabernas y antiguas posadas, una tienda de comestibles y dos cafeterías. En el exterior de un pub, se agrupaban chicos con sus tablas de snowboard bajo el brazo y un vaso de vin brûlè en la mano; las pistas de esquí no quedaban muy lejos. Había también una farmacia y un par de tiendas a la moda para turistas.
El dueño del tractor dejó a Massimo y su coche en la plaza principal, rechazando el dinero que el forastero insistía en darle. Se marchó de allí despidiéndose con el brazo levantado y un toque de claxon. Massimo miró a su alrededor. El pueblo parecía un esbozo tomado de una postal.
Sin embargo, pegados con chinchetas en el tablón de anuncios del ayuntamiento, varios folletos convocaban a una reunión en el gimnasio del colegio esa noche: los habitantes del valle estaban llamados a asistir a una asamblea contra la construcción de la nueva estación de esquí. Massimo pensó en las obras que había visto al pie de la montaña y en los árboles talados. Tampoco allí, lejos de la ciudad, reinaba realmente la paz.
Encontrar a su equipo no le resultó difícil: el cuerpo de la víctima había sido localizado no lejos del pueblo, hacia la frontera. Se llegaba transitando por una pista sin asfaltar que discurría entre roquedales y bosques de pinos bajos. Los coches de la policía local habían limitado ya los accesos, formando un bloqueo a ambos lados de la calzada. Un policía iba anotando meticulosamente las matrículas de todos los vehículos que pasaban por allí y los datos de los curiosos que estiraban el cuello para captar algunos detalles.
Massimo le enseñó su placa y preguntó por el comisario Battaglia. Fue así como terminó en el barrizal por el que aún se arrastraba con dificultad.
Su superior, al menos, dejó de prestarle atención. Estaba hablando con una anciana embutida en un chaquetón que le llegaba casi hasta los pies. Era imposible no fijarse en ella: llevaba el cabello cortado en forma de casco, el flequillo largo hasta los ojos, de un rojo artificial que desentonaba entre aquella armonía natural de tonos delicados. Le estaba señalando algo en el canal que se internaba por entre la maleza, mientras él asentía.
La mujer debía de ser una testigo. Tal vez ella había encontrado el cuerpo.
Massimo dio los últimos pasos. Alguien le tendió una mano para que saliera del cenagal. Aceptó con un agradecimiento avergonzado, aunque le salió como un refunfuño.
Por primera vez desde que terminara la academia, se sentía sometido a examen. Le costaba respirar y tenía las [...].
Flores sobre el infierno fue traducido del italiano por Xavier González Rovira.
Fragmento del libro Flores sobre el infierno, de Ilaria Tuti. Alfaguara. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.