“No podía dejar de mirarlas, deslumbrado por su elegancia y por sus esculturales cuerpos cubiertos por un escueto vestuario que dejaba poco o nada a la imaginación. Llevaban bodies de lencería fina, muy ceñidos al cuerpo, de colores brillantes, acompañados por medias transparentes y preciosos zapatos con tacones de aguja altísimos”. Lo anterior forma parte de la crónica con la que Mabel Lozano, directora de cine y escritora, muestra el oscuro mundo de los proxenetas.
Ciudad de México, 23 de febrero (SinEmbargo).– Mabel Lozano, directora de cine y escritora, asegura que el anonimato es lo más importante para un proxeneta, pues así consigue estar impune.
La autora de El proxeneta, libro que ya dio paso a un documental, aboga por señalar y “poner a los hombres frente a la prostitución”. “Sin demanda, no hay oferta“, asevera.
A través de su trabajo, el escrito y el audiovisual, Lozano muestra los abusos que sufren las mujeres que son obligadas a prostituirse. Pone el dedo sobre los agresores, esos que intentan ocultarse entre las sombras.
Con el permiso de Grupo Planeta México y en exclusiva para los lectores de SinEmbargo, se presentan a continuación los fragmentos Catedrático para la explotación sexual, El músico y Una noche se convirtió en todas las noches, de El proxeneta.
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CATEDRÁTICO PARA LA EXPLOTACIÓN SEXUAL
La primera vez me quedé callado. De mi garganta, seca, no salió sonido alguno. Aunque lo deseaba con todas mis fuerzas, no conseguí articular palabra ni negarme ni pedir ayuda. El miedo y la culpa me cerraron la boca. Sobre todo la culpa. El creer que era yo quien provocaba todo aquello. Yo, que no era más que un muchacho de trece años, solo y asustado…
Por mucho que te lo imagines —y lo había imaginado muchas noches al apagarse las luces, mientras escuchaba los murmullos, las leves y ahogadas protestas y los jadeos y los llantos que, al día siguiente, en las regaderas, se convertían en bochorno y silencio—, cuando llega tu momento no estás preparado para afrontarlo, para reaccionar como crees que debes hacerlo. Sabía lo que ocurría en el orfanato casi cada noche. Nadie hablaba de ello, pero lo sabíamos todos. Por eso intuía y temía que también me pasaría a mí; sólo que pensé que, cuando me tocara, gritaría, correría y pediría ayuda. Pero llegó el día, y el miedo y la angustia me traicionaron. Y un cuerpo desertor e inerte, que no parecía mío, me impidió rebelarme contra quien ejercía su inmenso poder sobre mí, sin compasión.
Fue todo muy lento. Primero una conversación banal, casi sin sentido, luego una frase que lleva a otra, una pregunta, otra… Y, desde el principio, las ganas de decir no con rotundidad y el notar que ese no, por más que sonara nítido y real en mi cabeza, no se escuchaba, porque se quedaba ahogado en mi garganta.
A partir de ese instante ya no hay salida. Y lo sabes. Estás solo y nadie te ayudará. Así que…, te resignas y te dejas hacer, esperando que todo aquello termine cuanto antes. Cierras los ojos, aprietas los puños e intentas pensar en otra cosa para que el tiempo, que parece detenido, pase con mayor rapidez; pero es imposible: los minutos se multiplican y se vuelven eternos mientras te invaden un dolor y un asco que no se irán nunca. De pronto, cuando sientes que ya no puedes más, él, por fin, termina y se va.
Entonces, en silencio, recoges tu pantalón de pijama del suelo. Y aceptas que nada volverá a ser igual.
Fue en esta última etapa en el orfanato cuando descubrí que los maltratos previos a este episodio de agresión sexual eran lo mejor que me podía pasar. Comprendí que el dolor de los castigos físicos infligidos hasta entonces era efímero. Mera preparación para esa otra tortura que estaba por llegar.
De las palizas recibidas apenas me quedan recuerdos. El daño físico es pasajero. Después del dolor no hay más dolor, o es una continuación del mismo que ya conoces. La pena del alma es otra cosa. Se queda para toda la vida. Como una cicatriz. Te corroe por dentro. Y te deja sin voluntad.
Nunca antes conté lo que viví en el orfanato. Aquellas visitas nocturnas de los curas que paseaban arriba y abajo por el dormitorio común, como si velaran por nosotros, mientras elegían a su presa y la devoraban, o las mañanas siguientes al horror, recorriendo el pasillo del dormitorio, con las sábanas de la vergüenza en la mano, a la vista de todos, siempre fueron mi secreto mejor guardado. Un oscuro secreto que debía descubrir para entender algunas claves de mi comportamiento posterior. Porque mi pasado —que no mi infancia, si es que alguna vez la tuve— fue el que me condujo a muchas de mis más crueles decisiones…
Yo no me licencié en Educación General Básica, sino en una disciplina que haría de mí un catedrático para la explotación sexual, sin yo saberlo, pues realmente viví, desde pequeño, todo lo que una víctima de trata siente y padece.
EL MÚSICO
Nací un 10 de septiembre de 1963, en las Ramblas barcelonesas, en pleno corazón del famoso barrio Chino. La mía era una familia de inmigrantes cordobeses que llegó a la Ciudad Condal, como tantas otras familias andaluzas, buscando una oportunidad, un trabajo, una vida mejor.
No conocí a mi padre, y mi madre no pudo criarme, no por ser soltera, sino por ser pobre. A los cuatro años me entregaron a un orfanato, como antes habían hecho con mis dos hermanos: mi hermano mayor y mi hermana melliza, Ana. Recuerdo que el primero en desaparecer de mis juegos, por sorpresa, fue mi hermano; un poco más tarde lo hizo mi hermana. Yo sabía que los llevaban a un orfanato, y tenía previsto esconderme bajo la cama, o detrás del mueble que presidía el comedor, cuando vinieran a buscarme, para que no me encontraran. Pero nadie vino por mí: me llevaron mi madre y mi tía, de la mano. Imagino que la razón de esta fatídica decisión no era otra que las lentejas alcanzaran más allá de los miércoles, que era hasta donde llegaba el menú de la semana; pero fueron ellas las que me dejaron allí.
Corría el invierno del 67 cuando mi madre, mi tía y yo llegamos a la que sería mi nueva casa y nos sentamos a esperar a que nos recibieran en un viejo banco de madera, situado en un rincón del hall del orfanato. Al poco salió una monja, que saludó amablemente a las dos mujeres que me acompañaban y después me miró a mí y me sonrió, mientras abría su mano para ofrecerme dos quesitos de La Vaca que ríe. Nunca pude olvidar aquellas palabras de mi madre, con las que me despedí de mi infancia…
«¡Miguelín, ahora vete con esta monja!», dijo muy seria. Años después pensé que eso de que los quesitos fueran de La Vaca que ríe era pura ironía de la vida, porque aquella situación no le hubiera hecho gracia ni a una maldita vaca.
Me levanté y, con la mano que tenía libre, me agarré a la de la monja. Y me fui con ella.
Ingresé en ese primer orfanato con tan sólo cuatro años y salí del tercero con catorce recién cumplidos. Fue este último el que dejó una huella imborrable, una marca indeleble que todavía hoy me atrapa y me somete.
Al salir, y después de tantos años, volví a reunirme con mi hermano mayor y mi hermana melliza. Apenas recordaba cómo eran sus rostros, pero no había olvidado sus nombres. El mío, sin embargo, podría haberse desvanecido en mi memoria, porque desde adolescente me conocen por otro.
* * *
Me llamo Miguel, pero me apodan el Músico. El mote viene de lejos, y no fue cosa del azar. Recién salido del orfanato vivía en el Besós, un barrio obrero muy conflictivo a las afueras de Barcelona, donde había mucha delincuencia. Era un mundo aparte, peligroso y salvaje, donde las redadas de la policía estaban a la orden del día. En una de ellas me detuvieron por primera vez. Tomaba algo en un bar, con unos colegas, cuando llegó la policía y nos invitó a todos a salir a la calle. Nos montaron en el gran furgón policial, y desde allí, directos al cuartelillo. Como era menor de edad, me llevaron a la comisaría de Pueblo Nuevo —Grupo de menores—, y fue entonces cuando, a la hora de interrogarme para ficharme, les contesté con una máxima del barrio: «Yo no sé nada. Soy músico, y me acuesto a las ocho de la tarde».
Los propios policías me adjudicaron el sobrenombre de Músico. Y desde entonces nunca me han llamado de otra manera.
Comencé a trabajar a los catorce años como mozo de los recados en una farmacia, y ya a los dieciséis encontré un puesto como guardia de seguridad en una empresa de vigilancia nocturna de fábricas y polígonos industriales. Un día, un compañero me pidió que lo supliera en otro trabajo muy distinto. «Sólo será una noche —me dijo—, la de fin de año». El trabajo era de portero en un club de carretera y hasta me pareció divertida la propuesta, aunque supuse que algo de peligro tendría cuando me advirtió, con insistencia, lo importante que era que no dijera mi edad —tenía diecisiete años—. No lo pensé mucho. Accedí, con la condición de que, más adelante, fuese él quien me relevara en nuestro trabajo común durante una noche entera. Esa decisión cambió mi destino y marcó el rumbo de mi vida…
UNA NOCHE SE CONVIRTIÓ EN TODAS LAS NOCHES
Era un club muy grande y conocido —de esto último me enteré más tarde, ya que jamás había entrado en uno de esos locales—. Estaba a las afueras de Barcelona y, por lo que luego me contaron, en aquella época se le consideraba el club más glamuroso y afamado de la ciudad. Al entrar había un pequeño tramo de escaleras que descendían hasta el gran salón, situado en un sótano sin ventanas. Era un espacio diáfano y lujoso, recorrido de un extremo al otro por una larguísima barra de cristal rojo, con más de veinte taburetes, tapizados en brillante terciopelo, también rojo. Las luces del techo simulaban constelaciones de estrellas, el suelo estaba cubierto por una alfombra color cereza y el aire olía a limpio. Todo era bonito y luminoso en ese salón. Además, los meseros, uniformados con elegantes esmóquines negros y con moño del mismo color, y los porteros, ataviados con elegantes levitas, conferían un aspecto impecable al club. Parecía un escenario de la película Casablanca, en el que Humphrey Bogart podía hacer su entrada en cualquier momento…
En una de las esquinas se veía un pasillo que llevaba a las habitaciones. En ellas todo cambiaba. No es que no estuvieran limpias, pero allí no cabía ni el brillo ni el lujo del salón, sólo la austeridad. Tenían las paredes pintadas en gotelé blanco, un armario empotrado y una pequeña cama de noventa centímetros. Eso sí, todas las habitaciones disponían de un pequeño baño con un bidé, y un lavamanos, todo un privilegio para aquella época.
Aquello me impresionó, pero no tanto como las mujeres que se encontraban dentro de esa larguísima barra, detrás de la línea de meseros, apoyadas contra las estanterías de cristal donde se apilaban cientos de botellas. Eran más de veinte prostitutas, colocadas en perfecta fila india… ¡Y eran impresionantes!
Casi todas eran españolas y portuguesas, aunque también había alguna que otra de nacionalidad argentina… No podía dejar de mirarlas, deslumbrado por su elegancia y por sus esculturales cuerpos cubiertos por un escueto vestuario que dejaba poco o nada a la imaginación. Llevaban bodies de lencería fina, muy ceñidos al cuerpo, de colores brillantes, acompañados por medias transparentes y preciosos zapatos con tacones de aguja altísimos. Todas completaban el ligero vestuario con un cinturón, unas veces pequeño, tipo cadenita, otras de cuero, ceñido a la cintura, ancho y de fieltro… Parecía casi un distintivo. En cuanto a sus cabellos, sueltos y ondulados o en preciosos chongos de corte español, dejaban ver el brillo de los pendientes que adornaban sus rostros maquillados y sonrientes.
Mantenían esa fila con el propósito de que, una vez servida la copa al cliente, se le acercara la primera mujer alineada y, durante un máximo de cinco minutos, intentara que el hombre le invitara una copa o cerraran el trato. De no ser así, el mesero, discretamente, por debajo de la barra y lejos de la vista del cliente, le haría un gesto con el dedo pulgar hacia abajo, o bien, por si la mujer no veía el gesto anterior al estar de espaldas, le daría un pequeño tironcito del cinturón —la razón por la que todas llevaban este accesorio encima del body—. Estas serían las dos señales para que la mujer abandonara el lugar de la barra frente al cliente, regresara al final de la fila y dejara el puesto a la siguiente compañera para que probara suerte. Así con todos los clientes, y todas las mujeres.
Esa noche era especial. La última del año. Así que también los clientes iban vestidos para la ocasión. Con traje y corbata o incluso algunos con esmoquin.
Sonaba la música de Tito Rojas, la Fania, Héctor Lavoe…, me encantaba. Todavía recuerdo la risa de los clientes, el descaro y las bromas de las mujeres coqueteando con ellos… El estilo de los macarras a la hora de hablar, incluso con palabras que yo no había escuchado antes, tales como lumy, boquerones, primos… Y su ropa, la ropa de los macarras, que no se parecía en nada a la que vestían los de las películas. Aquellos no eran los hombres musculosos y malencarados que veíamos en el cine y en la tele, ni iban con chamarras de cuero y pantalón de mezclilla. Todo lo contrario. Esa noche parecían elegantes hombres de negocios, con sus trajes impecables, sus camisas blancas y sus corbatas. Además, en su mayoría, eran muy apuestos. ¡Jamás los hubiera imaginado así!
Me sentí bien. Importante. Sobre todo por el respeto y la seriedad con la que me hablaban. Era la primera vez que alguien se dirigía a mí de aquella manera. A mí, que hasta entonces sólo había conocido la sumisión, el miedo y la represión del orfanato. Me pareció un mundo mágico, donde se respetaba la libertad. Así lo veía yo. O quizá así lo quería ver.
Esa primera noche, al terminar la jornada, que era de cinco de la tarde a cinco de la madrugada, el encargado del club me propuso quedarme para ocupar el puesto de portero. Estuve a punto de mentirle con mi edad, pero no me atreví y le confesé que tan sólo tenía diecisiete años.
A pesar de ser menor, ese hombre, el Flaco —ese era su apodo—, se las arregló para que me quedara, con la condición de que siempre estuviese un poco en la sombra y fuera otro portero quien diera la cara en caso de problemas con los clientes o con la policía hasta mi mayoría de edad. No sé por qué lo hizo. Tal vez le caí bien desde el primer momento, o le di pena… No lo sé. Pero sí que tuve la suerte de conocer al hombre que más sabía de la prostitución en aquellos tiempos, al Flaco, que llevaba desde los años cincuenta en este ambiente. Y, desde luego, no había nadie que supiera más de la noche, que es como nosotros llamamos al mundo de la prostitución.
-La entrada se construyó con información de EFE.
Fragmento del libro El Proxeneta, de Mabel Lozano. Planeta, © 2019. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.