Cuando me preguntan por qué escribo novelas o cuando yo le pregunto a los demás, las respuestas siempre son vacilantes, prefiguran una angustia profunda, un temor a no tener ninguna razón importante que poner delante.
Por Carlos González Muñiz
Ciudad de México, 23 de febrero (La vida en la atmósfera/SinEmbargo).– La primera pregunta siempre es ¿por qué? ¿Por qué torturarse durante meses intentando inventar una historia que antes no existía y que nadie necesitaba? ¿Por qué estudiar tramas, construcción de personajes, uso de narradores en sesiones extenuantes en donde nada parece tener sentido o, si lo tiene, es algo que nunca será posible abarcar-comprender-reproducir? ¿Por qué parece imposible que la técnica sea fuente de placer, que la disciplina de cinco cuartillas diarias se traduzca en una forma de la iluminación? ¿Es factible que, al final de todo esto, de las dudas sobre el tema elegido, de la relevancia o insustancialidad de las peripecias que inventamos, aún tenga sentido lo que previmos cuando empezamos? ¿Y si todo cambió desde entonces? ¿Y si nos ocurre como al héroe de Arthur Machen y, luego de un delirio que parece interminable nos convencemos de que hemos escrito una obra definitiva pero, en realidad, nuestros amigos sólo encuentran hojas y hojas de palabras incomprensibles?
Cuando me preguntan por qué escribo novelas o cuando yo le pregunto a los demás, las respuestas siempre son vacilantes, prefiguran una angustia profunda, un temor a no tener ninguna razón importante que poner delante. Y si algo peca de no ser relevante en este mundo en donde nos atrevemos a ser valientes sólo si hemos proyectado grandes hazañas (y no empeños dudosos y alucinados), entonces además de las complicaciones naturales de la creación nos enfrentamos también a las tribulaciones de la culpa que siente la persona improductiva frente a la voracidad de los mercados.
Luego de ese conglomerado de ideas confusas, en esa región abismal e inexplorada e inexplicable, que es en donde reside la verdad de la experiencia creativa (según yo), vienen las razones estructuradas, que le dan sentido temporal a nuestra locura:
¿Por qué escribir una novela?
-las razones místicas, metasensoriales, trans-racionales: porque no puedo evitarlo, porque si no lo hago me muero, porque la novela me eligió a mí, porque las palabras me saltan encima y yo acepto ese dolor aunque no quiero, porque soy un iluminado, porque alguien me dicta en sueños.
-las razones identitarias, existenciales: porque sólo así voy a saber quién soy, porque quiero entender mi infancia, porque hay algo más en mí de lo que soy capaz de decir en mi vida diaria, porque es terapia, porque me prende y me vuelve loco, porque me apaga y me vuelve un responsable padre de familia.
-las razones cínicas: porque puedo, porque quiero, porque siempre soñé con ser un escritor, porque quiero ser famoso, porque me sale bien.
-las razones artísticas, conceptuales: porque sé cómo renovar la tradición latinoamericana del realismo social, porque tengo una propuesta que combina el expresionismo kafkiano con el costumbrismo fantástico de Tolkien, porque la literatura esta en crisis y necesita una voz nueva, porque voy con todo, porque escribiré lo inimaginable.
-las razones del realismo: porque esto pasó así (o le pasó a mi abuela o le pasó a Don Porfirio) y ni modo que no lo cuente.
-las razones de lo fantástico: porque esto lo inventé yo (este mundo, esta criatura mitad lobo mitad físico-matemático) y ni modo que no lo cuente.
Y la verdad es que todas esas razones son ciertas pero hay algo más simple detrás de cualquier empeño de este tipo, desde el amateur hasta el profesional más pulido: escribimos porque la materia de la escritura es nuestra desde hace muchos años, las palabras son ese territorio libre para el que no hay que tener más que un lápiz y una servilleta. O nada. Masticamos las historias en la caminata. Las machacamos antes de conciliar el sueño. No podemos improvisar una sinfonía ni un cuadro figurativo ni un paso de danza ni un edificio vanguardista sin haber estudiado antes un poco. Pero vaya que podemos inventar una historia. Las mejores y las peores personas de este mundo han proyectado su vida como si fuera parte de un libro. Entramos y salimos de la vida de los otros en tramas que podemos reconstruir, reinventar, y a ese entrecruzamiento le llamamos memoria. Y la memoria es una forma finísima de la ficción.
Entonces escribimos novelas porque es un pulso, es la tentación de repetir lo que hemos visto pasar muchas veces frente a nuestros ojos: todo lo que suma y todo lo que termina, todo lo que nos hace felices y miserables. Las novelas crecen, decaen, confrontan y son habitables durante un tiempo. De alguna manera, entendemos que en ese tramar y seguir adelante en una nebulosa que solo cobrará forma cuando seamos capaces de conectar los puntos, de hallar los pliegues correctos, estamos intentando entender el instructivo de la existencia. Y para tremenda búsqueda autoimpuesta no hay razones que alcancen a ser explicadas. El resultado puede ser malo o tremenda porquería, legible o intratable, ¿pero de qué otro modo puede acceder el ciudadano -no iniciado- a la creación artística si no es escribiendo un libro? Sí, ya hay muchos, tal vez debería haber menos. Pero eso se arregla con un cajón muy grande y un poco de vergüenza y autocontención. Y si no, la dificilísima tarea de publicar hará el resto y evitará que todo libro escrito pueda ser publicado.
Escribe un libro. Termínalo. Entonces habrás recorrido un camino que nadie ha caminado, habrás ido a donde nadie fue jamás. Y será la mejor cosa que hayas hecho en el mundo.
Carlos González Muñiz (México, 1980), escritor y editor de La Cifra. Más sobre el autor en www.carlosgonzalezmuniz.com; y sobre la editorial: www.lacifraeditorial.com.mx.