¿Para qué leemos?

23/01/2013 - 12:02 am

Leer la mente

Había una caguama a medias y un par de ojos solos en cada mesa: mirando hacia adentro, mirando sin ver la tres equis en los televisores. Afuera: 40ºC a la sombra. Yo tenía 18 o 19 años, estudiaba ingeniería física en el Tecnológico de Monterrey y me moría de sed. Entré. Por supuesto que me dio miedo. No quería ver a nadie a los ojos y sentía que todos me observaban. Peor aún, en un momento dado escuché un sonido sordo y al relojear vi un cuchillo cebollero marca Llorarás clavado sobre la tabla de la mesa de un sombrerudo ahí atrasito, aún bamboleándose. Sudé. Y luego otra vez el sonido sordo, otra vez, repetido: tac tac tac tac. Pensé en Alien, el octavo pasajero. Pensé en acabarme la cheve lo más rápido posible: era caguama, nomás servían caguama. Luego escuché:

– ¡Güero!

Y sentí que servía para pura chingada saber resolver ecuaciones diferenciales con transformadas de Fourier, o saber qué jais con la interpretación de Copenhague sobre la mecánica cuántica.

– Te estoy hablando, güero.

Jorge Volpi

Jorge es mi compa. Lo digo para que usted, querido lector, pondere que en este texto un compa estará hablando de libros de otro compa; y no se vaya a ir con la finta de que esta es una reseña crítica, sesuda e imparcial (si es que es reseña). A Jorge lo conocí también en Monterrey cuando yo no andaba en jauja y me propusieron presentarle un libro: no En busca de Klingsor, por ser físico, sino El final de la locura. Y, como yo nunca había presentado un libro, decidí continuar la ficción que él allí proponía: la existencia de un psicoanalista, un tal Aníbal Quevedo, que a según había conocido a todos los personajes importantes de la segunda mitad del siglo XX: Barthes, Lacan, Foucault, Allende, Castro, etcétera. Jorge continuó el juego y al final, sin querer queriendo, buena parte del público estaba convencida de la existencia de Aníbal Quevedo.

Es decir, el “experimento” fue un éxito: una ficción bien contada se parece tanto a la realidad que creemos que es real. No importa que todos hayan ido al evento a sabiendas de que iban a la presentación de un libro de ficción. No había truco. O, mejor dicho, el truco era el mismo que el de cualquier novela: te digo que lo que viene aquí es mentira pero después intentaré, por todos los medios, que te la creas.

Y nos la creemos. Nos gusta creérnosla. Es lo que los griegos llamaban catarsis. Pero ¿por qué?

Mentiras contagiosas

Ése es el título del libro que más me gusta de Jorge. Ahí, a manera de ensayos, hay textos que van desde la disertación más o menos clásica (aunque compara al Gabo y a Fuentes con Pinky y Cerebro), pasan por la posibilidad de que una metáfora sea una explicación (la teoría de la evolución darwiniana aplicada a la literatura), y llegan hasta la propuesta de mentiras rotundas como verdades: la novela de El Quijote es una novela basada en hechos reales.

Que un libro que dice que El Quijote era un vato de carne y hueso se llame “Mentiras contagiosas” tiene todo el sentido del mundo: quien quite es chicle y pega. ¿Pero que se titule así un libro que también incluye ensayos “verdaderos”? ¿Por qué un autor de ensayos, digamos un filósofo, diría que su libro trata de “mentiras”?

He ahí el detalle.

Hace unos 50 años, Paul Feyerabend se dio cuenta, mientras estudiaba teatro en la República Democrática Alemana, que las obras dramáticas que elogiaban al comunismo tenían la misma estructura que las que elogiaban a Hitler y que las que elogiaban a la democracia. Es decir, la estructura que funcionaba para una cosa podía funcionar para su opuesto.

¿Y si todas las “mentiras y verdades” que nos creemos tuvieran las mismas características? Eso, precisamente, es lo que parece haberse estado preguntando Jorge, desde antes de En busca de Klíngsor, y que ahora expone en su ensayo Leer la mente.

Un poquito de filosofía de la ciencia

En física e ingeniería –y otras áreas– se trabaja con modelos matemáticos, como las mencionadas ecuaciones diferenciales. Un modelo matemático, como su nombre indica, no es la realidad misma sino una representación de ésta. Parte de supuestos (de lo que creemos que es la realidad), hace simplificaciones (de lo que consideramos que no es relevante para el fenómeno) y postula entidades y relaciones posibles (en algunos casos, entidades casi fantásticas como la entropía o la energía potencial que vimos en secundaria). Luego, para resolverlo, a veces se hace de forma analítica y directa. Pero en las más de las veces se hacen transformaciones, como las de Fourier, en las que se modifica aún más la representación, y/o se resuelve por métodos numéricos (otra modificación). Al final, tenemos el resultado de algo que se parece a algo que se parece a algo que, chicle y pega, se parece a la realidad.

Todos los que se dedican a esto lo saben y han ido aprendiendo a lidiar con el error, con modelar vacas esféricas, cuerdas infinitas y cosas inexistentes similares. Y al final funciona, entre otras cosas, porque la física y la ingeniería trata de asuntos simples: la caída de una piedra o la explosión de una bomba atómica.

¿Pero qué hay de los asuntos realmente complicados? ¿Esos que en verdad nos importan como el amor, la rabia, la muerte, la justicia, la libertad, etcétera?

Por qué, por ejemplo, nos enamoramos de una persona y no de otra. ¿Por qué el amor siempre se siente diferente? O cómo sabríamos qué hacer cuando entramos a una cantina por primera vez y alguien saca un cuchillo cebollero.

¿Para qué leemos?

Leer la mente es un libro atípico: es un libro de ensayo que busca responder no una sino varias preguntas. Una de ellas es ¿para qué leemos? Y la respuesta viene, por un lado, a partir de Octavio Paz (Para que pueda ser, he de ser otro) y, por otro, a partir de la negación del programa comtiano o positivista. Es decir, los mejores modelos de representación que tenemos para las cosas que importan no son los modelos matemáticos, son las artes y, en particular, la literatura (donde, si se releen los pasos del apartado anterior, el escritor opera más o menos de la misma manera que el matemático). Por eso todo autor es sus personajes –no sólo Flaubert– y también todo lector es los personajes de lo que lee, y de una forma mucho más intensa que cuando ve una película. Es decir, al leer vivimos lo que viven los personajes. Sabemos que es mentira, que es ficción, pero preferimos creérnosla para tener la experiencia y aprender de ella. Como dijera mi abuelita: sí es posible aprender en cabeza ajena. Y eso es lo que hacemos al leer.

Por supuesto, aquí no uso “aprender” en el sentido conservador de muchos profesores que confunden la promoción de la lectura con el catecismo. Sino que uno aprende lo que uno quiere: por ejemplo, a cómo ser un hijo de la fregada. Y sí, la literatura está llena de hijos de la fregada de los que se puede aprender mucho.

Otra de las preguntas que busca responder Jorge es por qué ciertas ideas, fantásticas, imposibles, no sólo permanecen y se transmiten de generación en generación sino que incluso se vuelven, digamos, más poderosas. Tome usted, por ejemplo, la idea del átomo. Sobrevivió por siglos sin que alguien pudiera siquiera atisbar cómo “verlo” y, luego, cuando hubo más tecnología, nos dimos cuenta de que el átomo no era á-tomo. Pero la idea continúa y se enseña en las primarias. Igual que continúa esa idea aún más rara, de la interpretación de Copenhague, de que las cosas chiquitas se comportan como ondas y como partículas.

La pregunta eje del libro es, por descontado, cómo funciona nuestra cabecita: los recuerdos, los olvidos, las asociaciones, las fantasías. Sobre este punto no ahondo para dejar el gusanito. Sólo diré que Jorge hace un repaso de las teorías existentes antes de proponer la suya. Y ésta es convincente.

Por ejemplo, en esa cantina de Monterrey, el sombrerudo del cuchillo cebollero marca Llorarás estaba partiendo una jícama. Y me hablaba para invitarme. Lo juro. ¿Por qué pensé otra cosa? ¿Por qué pensó usted lo mismo que yo? Eso, descúbralo en Leer la mente.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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