Él me nombró Malala , el cine que nos salva

22/11/2015 - 12:01 am

“No soy una voz, soy muchas”, proclama Malala, la adolescente paquistaní que ha guiado la atención del mundo hacia millones de niñas privadas de la educación que habitan los cinco continentes. Su mensaje a favor la paz y a este indiscutible derecho de la infancia ha resonado en los principales foros mundiales convirtiéndola en la ganadora más joven del Premio Nobel de la Paz.

El reciente documental del estadounidense Davis Guggenheim: Él me nombró Malala (2015), sigue los pasos de esta joven activista y su extraordinaria aventura de vida. Desde el atentado sufrido en 2012, a manos de miembros del Talibán hasta su encumbramiento como adalid estudiantil y embajadora de la paz. “¿Cómo serías ahora si fueses una chica normal del valle de Swat?”, la cuestiona en el filme una periodista, “Sigo siendo una chica normal, pero si hubiera tenido un padre y una madre normales, ahora tendría dos hijos”, responde.

Pero se trata de Malala Yousafzai, y ya saben como transcurren sus días como chica normal: entre el examen de biología y su presencia en los conflictos de Siria; entre su afición a devorar libros a entrevistarse y brindar apoyo solidario a los familiares de las estudiantes secuestradas por Boko Haram. De la devoción a sus estrellas deportivas a estrechar la mano de la Reina Isabel o Bono, el líder de la banda de rock irlandesa. De disfrutar su refrigerio en el colegio a subirse al podio de Naciones Unidas en su lucha sin tregua contra el estado dictatorial en su pueblo natal.

Él me nombró Malala se estrenó días previos a los atentados terroristas ocurridos en París. En ese sensible contexto, el llamado pacifista de la valiente jovencita cobra una fuerza inmensa y convoca a mirar esa región del planeta, a esos países, en donde la violación a los derechos humanos se realiza de manera sistemática. Con esta realización, el activista que vive bajo la piel de Guggenheim prosigue su trabajo de destacar a personalidades y temas de trascendencia mundial como son el deterioro ambiental y lo escencial de la educación.

En el 2006, su realización Una verdad incómoda, se anunciaba como “la película más aterradora que verá jamás”; en ella, el político y ecologista estadounidense, Al Gore, advertía sobre el cambio climático, el impacto negativo de la industria en la naturaleza y alertaba sobre los efectos devastadores que sufriría el planeta. En el 2010, en Esperando a Superman, el realizador enfocaba su lente en las disparidades y deficiencias del sistema educativo de Estados Unidos. Su preocupación por el tema encuentra continuidad en la voz de la protagonista de Él me nombró Malala.

 

En el descubrimiento de cómo nace una heroína, Guggenheim plantea en el prólogo del filme la predestinación y la magia del nombre. “Malala” es una variación de “Malalai” cuyo significado en pastún es “triste, melancólico”. Es también el nombre de una mártir venerada en esas tierras. En 1880, Malala, mujer de origen pastún, alentaba a las tropas afganas a resistir el embate de las fuerzas británicas en la Batalla de Maiwand, una provincia al sur de Kandahar. La joven de 19 años, al igual que decenas de mujeres de su pueblo, había acudido al campo de batalla a asistir a los heridos. Al ver que su ejército flaqueaba, Malala izó la bandera afgana y animó a sus compatriotas. Un disparo procedente de las huestes inglesas cegó su vida. En ese momento, la animación que recrea este pasaje histórico en el documental se hila con las imágenes-documento del atentado que sufrió Malala Yousafzai y que casi le cuesta la vida. Así, Guggenheim enlaza el destino de estas dos mujeres y su lucha en paralelo.

 

A partir de ese punto, el documentalista plantea los polos distantes entre los que transita lo cotidiano en la vida de la ganadora del Nobel. Una historia que comenzó tiempo atrás: desde los trece años, Malala escribía un blog para la BBC en donde denunciaba de manera frontal las opresiones de los talibanes, la destrucción de escuelas, la condena a las mujeres que sólo eran merecedoras de instrucción religiosa y la amenaza permanente a la paz.

El ataque cobarde a su integridad, el disparo en el rostro, los días en que se debatió entre la vida y la muerte, la placa metálica que llevará en su cabeza por el resto de sus días. El exilio forzado, la intimidación de la que es objeto por parte de la facción Talibán, la integración a otro país, a otro idioma y cultura. La añoranza de lo que dejó atrás: su hogar, sus amigas, sus recuerdos. Y el presente, el convivio con sus dos hermanos, el cariño de su madre y la extraordinaria relación que guarda con su padre, Ziauddin Yousafzai, con quien comparte la batalla por los derechos civiles.

A ratos somos testigos de la simpatía natural de una jovencita que bromea con su familia o de la timidez con la que nos muestra sus exámenes escolares en los que ha pasado de panzazo. En otro, vemos a la pacifista de pensamiento centrado, a la activista valiente y firme en la misión que ha asumido y los planteamientos que le han valido la admiración en todo el orbe: “Un niño, un profesor, un libro y una pluma pueden cambiar al mundo.”

Un documental que conquista por su sencillez, cualidad que comparte con la personalidad de Malala. Improbable no sentirse tocado, conmovido y dispuesto a unirse a su cruzada por lo justo y lo bueno. Después de todo, como ella lo afirma, “Nuestras voces son nuestras armas más poderosas”.

Rosalina Piñera
Periodista egresada de la UNAM. En su pesquisa sobre el cine ha recorrido radio, televisión y publicaciones como El Universal. Fue titular del programa Música de fondo en Código DF Radio y, actualmente, conduce Cine Congreso en el Canal del Congreso.
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