La legendaria y misteriosa China, de Edgardo Bermejo

22/11/2013 - 12:00 am

Si usted ha estado en China, le va a encantar el libro. Si no, pero le interesa el tema (lo apuesto, pues usted está leyendo esta columna), le arrojará varias pistas para reinterpretar los textos que ya ha leído. Y es que, como me dijera un amigo que ha vivido los suficientes años en China, como para imitar los acentos de las diferentes regiones, “todo lo que se publica en Occidente, sigue siendo tan veraz como los textos de Marco Polo”.

Me imagino su cara. Una afirmación categórica como ésa, difícilmente no levanta una ceja. Por lo menos. Si es que no le sale a uno un mexicanísimo: “no mames”. Yo mismo lo pensé cuando me lo dijo, pero como estaba a punto de cruzar el Pacífico y bien decía mi madre que “calladito me veo menos feo”, me lo aguanté. Estuve casi tres meses entre Shanghai, Pekín, Taipei y Hsinchu. Y no entendí absolutamente nada.

Pero, ojo, entender que uno no entiende cosa alguna, ya es un gran avance. Cuantimás, porque por lo general uno está como el Tío Lolo: tratando de que encaje lo inencajable en los dos o tres esquemas “teóricos” que se tienen de China.

Empecemos con el paisaje para terminar con el paisaje. Si usted mira las imágenes de ciudades como Shanghai o Pekín que aparecen en los diarios mexicanos, europeos o estadounidenses, se encontrará con una China pobre, contaminada, hacinada, una mole de concreto sin vida. Pero si usted escribe “Shanghai” en el buscador de imágenes de Google, se encontrará una ciudad que hace parecer a Manhattan como un arrabal de pepenadores. Mejor aún, si usted busca “Pekín”, encontrará imágenes cliché de la China ancestral y milenaria, y le aparecerá la opción de “Pekín contaminación” con fotografías atroces. En cambio, si usted busca “Beijing” (que sería la forma de escribir el nombre de la capital en pinyin), se encontrará otra vez con una ciudad impresionante. Así que este es el primer punto: la propaganda existe, sigue existiendo, y la imagen mental que tenemos de China, es producto de esta propaganda made in the US and their allies.

Artes de México acaba de publicar el libro Ciudad Prohibida, con fotografías de Ulises Castellanos y texto de Edgardo Bermejo. Ahí, Edgardo aborda los tres clichés del viajero occidental -si es que los latinoamericanos somos occidentales- que va a China: 1) aquel que se siente émulo de Marco Polo y va a buscar la cultura milenaria (y sí, para ellos hay sets y mercados “milenarios”), 2) aquel nostálgico comunista que va a buscar la China de Mao (y sí, también para ellos hay toda una parafernalia “maoísta” que puede comprar para sus amigos ex-guerrilleros) y, por último, 3) aquel que tiene corazoncito derechista u oenegero y va con su dedo flamígero para señalar las atrocidades de “la fábrica del mundo” y los “pobrecitos tibetanos” (entre paréntesis, nunca he entendido por qué los liberales y la izquierda occidental apoyan la creación de una teocracia, si alguien me puede explicar eso, que en mi ignorancia me parece una contradicción: se lo agradecería mucho).

Para estos últimos la sorpresa es aún mayor, no porque en una megalópolis como Pekín o Shanghai uno no pueda toparse con escenas atroces, sino porque el viajero sabe, aunque no quiera aceptarlo, que ha visto más pordioseros en París o Wáshington, que ha visto más miseria en su propia ciudad. Eso fue lo primero que me reclamaron cuando yo volví de China: que yo no había ido a la “verdadera China”. Es decir, como mis relatos no encajaban en ninguno de los tres estereotipos anteriores, yo era un pelmazo.

Chuang-Tzu, nos dice Edgardo, escribió que “el gran viajero no sabe a dónde va. El que de verdad contempla, ignora lo que ve”. Ésa es la gran lección para mirar China: despejarnos de todas las interpretaciones, poner la mente en blanco, esperar la luz. Y nos lo recuerda alguien que no estuvo tres meses, como yo, sino quien fuera el agregado cultural de la Embajada de México en Pekín por más de un lustro, uno de los primeros traductores de Mo Yan (cuando aún no tenía un Nobel y, por lo mismo, pocos mexicanos habíamos oído hablar de él). Esperar la luz, como quien se sienta a pensar o, claro, como un fotógrafo que quiere capturar en un instante la increíble movilidad del paisaje de una urbe. La empresa es imposible. Pero la lente de Ulises logra, a cabalidad, retratar el desasosiego que una ciudad como Pekín  causa a ojos “occidentales”: ¿Qué es eso que estoy viendo, no entiendo?

Éstas y otras claves podrá hallar en Ciudad Prohibida.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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