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Antonio Calera

22/08/2020 - 12:01 am

Arde

. Podríamos dejar lo que estamos haciendo justo en este momento. No comprar más cosas para que digan que somos muy guapos y muy modernos. Ocupemos de una vez las servilletas que limpian nuestro aliento por dentro.

Vamos a llenar a los otros de estrellas. Y le agradeceré a quien me deje sentarme a su lado por salvarme de ser un humano que ya no ve a otros humanos, de esos que ya no ven más por el otro, que no se atreven ni siquiera a verlos a los ojos. Foto: Saúl López, Cuartoscuro.

Una sopa aguada, así, como se decía antes (de coditos, letras, corbatas), pongamos una crema de zanahoria o calabaza, una sopa de papa como ejemplo, o bien un fideo seco con su Cotija o queso fresco (si debe llevar o no crema, aguacate o chipotle eso lo de menos), significó y aún, algo más allá que una sopa. Era materia aglutinante de lo familiar, carta de amor de una madre a sus hijos, una manera de habitar no sólo la cocina sino el mundo. Desde esa sopa, nosotros fuimos. Y vimos, y vencimos.

Arde esa sopa en el centro de nuestro pecho como también nos constituye y representa una tortilla. Una tortilla llevemos quizá por corazón los que nacimos en esta tierra. La tortilla, por supuesto, que cada quien quiera. Tortilla de la forma de su comal, tortilla como un planeta y sus cráteres, tortilla como una suerte de centro de la realidad, y que en concatenación con las miles o millones que en ese momento se llevan a las manos o la boca los mexicanos, componen las sinfonías, las músicas que hacemos al vivir. Son las tortillas, sin darnos cuenta mucho, redondas sobre los pentagramas de la mesa, lunares de luz en las genealogías, las memorias, tachuelas con las que fijamos las fotografías de nuestros álbumes familiares. Poner una tortilla en el centro de la mesa o mejor aún un tortillero: ver lo que pasa. Un salero de costado. Un aguacate. Eso es hacer magia blanca, amarilla o azul: somos hombres de ese maíz.  En caso de haber maíz, sal, sopa aguada, aguacate. En caso de haber eso en nuestra viña, en caso de haber familia.

Hay otro mundo además de este. Se trata de lo que no está bien. Por ejemplo el mundo de lo que se mosquea. Lo que se mosquea llevará una mugre, lo que se cae: las babas del diablo, lo que se endureció, lo que burbujea: demasiado tiempo. Todo esto se ha echado a perder. No hubo conexión entre la gente con hambre y esos alimentos, o una desviación del camino que los llevaría a encontrarse. Algo así pasa también en el terreno de lo que se ha dado como comida y no lo es. La comida que se da para marcar que uno (el que da) tiene y el otro (el que la recibe), no. Que el que tiene comida para dar es superior. Ese mundo también está mosqueado, echado a perder. Y lo peor es que también nos representa y constituye como una tortilla. Lo dado no como dádiva lo dado sin misericordia, lo dado para marcar que se dio, representa la mezquindad de los hombres. No hagas eso. Mejor da de comer. Da de comer no sólo a los famélicos sino a los necesitados, no sólo a los necesitados sino también a quien te lo pida con amor. Y lo darás caliente, para atender al otro dignamente, y será parte de ese alimento tanto el amor del que lo solicitó (sin mentiras y sin vergüenza), como el amor encarnado en el que dio alimento a su semejante, sin miramientos ni prebendas. Comer es amar y amar es vivir. Amar y vivir así, con el otro sentado a la mesa de nuestro mundo, es vivir en libertad.

La sal y el azúcar, los aceites y las especias que se plantan sobre una mesa, representan las tribulaciones, gozos, éxitos y alegrías de nuestra vida. Nada de lo que ahí se brinda, nada de lo que la vida nos ha brindado para “sabrosear” nuestra vida nos la ha quitado. No. Solamente nos la ha hecho mejor. Más concentrada en sus colores, densidades, sabores. Somos como una compota, un potaje, un caldo  de vivencias, hecho de días soleados y lluviosos: en ocasiones hemos chisporroteado de dicha en los calderos, en otras nos hemos sentido como un plato sucio, untados de restos de carne y hueso, miseria, abandonados en un fregadero. Por ahora sazona, sazónate, sácale sabores a tu olla de vida. Que no se seque, que no se queme, que no te deje la sensación de que no sabrá a nada, de que viniste a este planeta a saber nada, que ni tú ni nadie querrá probar algo de eso que has cocinado de ti, a lo largo de los años. Sazona pero no demás. No des al traste con tu vida por hacerla muy refulgente. Porque hay que saber equilibrar. Por ejemplo, sabemos que las servilletas limpian, que siempre hay que limpiarse la boca. Por afuera pero también por dentro. Por lo demás, de nada servirán los dulces de menta al salir del restaurante de la vida, en nuestro funeral quiero decir, si todo lo que dijimos, todo lo que salió de nuestro adentro  hedía a cloaca.

La comida. Lo importante de ella como metáfora de nuestras vidas. En donde el arroz, el frijol, el maíz y el trigo (cada quien podrá proponer los granos que se quieran), nunca han sido en verdad meros alimentos. Representan la memoria, la historia de los que sembraron nuestras culturas. Así pues, una milpa bien pudiera representar nuestra vida en conjunto, cientos de miles, millones de vidas en un terreno sujeto a la suerte de los tiempos. Los alimentos que ahí nacen, en una milpa bella y suelta, llamada a ser una milpa como se debe, por nuestras manos y las deidades de la tierra, bien pudieran representar quizá los valores que exaltamos en quienes han hecho de comer y comido de ella. Granos que pudieran ser los utensilios, las herramientas que necesitamos para poder vivir, para nutrir no sólo nuestro cuerpo sino nuestro espíritu: la experiencia, la voluntad del deseo, la argamasa de  armonía entre quienes nos amamos. Los cuatro puntos cardinales son otros: la vida, la muerte, el trabajo y la búsqueda de la alegría. ¿El agua sería la alegría?  ¿Así lo crees? ¿Así podría ser?

Las vacas y su alegría. Deberíamos amar más a las vacas. Tener una cerca de nosotros. Amemos a las vacas y a las ovejas, a las cabras. Su ser nos brinda la crema y la nata de la existencia.  Hay en los niños y en las niñas alegría por su sabiduría. La mantequilla, es un mimo, una alegría. Esos animales educan a nuestros niños. Como el pan. La leche dulce y tibia de la vida. Cuando veas a un niño que no ha comido en mucho tiempo: dale de beber un vaso de leche. No es necesario rezar hasta que lo beba. Eso es lo hará él o ella al beberla: cada trago de ellos es una suerte de salmo. Y se llenarán los que beban. Se llenarán el estómago de estrellas.

Y para llenarnos de mantequilla, de crema y de nata en nuestra vida. Habremos de beber todos de esas leches. Por ello hay que dar de comer a los enfermos. Da de comer a los enfermos y a los viejos, me digo. A los enfermos y a los viejos, me digo. A los que como tú no pueden mover su cuerpo para ir a trabajar. Su cuerpo no sirve como el tuyo. Alienta a los que no pueden pensar, a los que nacieron con sus ideas en otra parte, para que no cedan. Eres humano, me digo y repito, una y otra vez, para ayudar. Ayudar a todos aquellos que lo necesitan. No todo en la vida es lo que sueñas. No todo es una pizza o una hamburguesa. “Bimbuñuelos”. Repite esa palabra. No buñuelos, “Bimbuñuelos”. No todo es eso. O un auto más nuevo, o ser feliz con ponerte una chamarra de marca, usar un mejor teléfono, “Bimbuñuelos”, tomarte fotos en tus mejores ángulos y así, de pronto, por tu belleza de carne, conocer al humano de tus sueños (“Bimbuñuelos”), por cómo se ve y cuánto dinero ha podido acumular en el tiempo. “Bimbuñuelos”.  Poderoso caballero. No todo lo que estás llamado a ser es pobre, no todo lo que puedes desear son bagatelas: no eres solamente un ser de ambición. Socorre a quien lo necesita. Y si no lo dices a nadie, si no lo pregonas, si lo haces de manera en que sólo a ese necesitado te brindes sin miramientos ni especulaciones, mucho menos prejuicios, mejor. Te estarás reconociendo, recuperando, rescatando al mismo tiempo.

Y confieso que todo esto que escribo ahora quizá lo esté haciendo con una buena cantidad de miramientos, especulaciones y prejuicios. Porque no veo a la mayoría de mis amigos o amigas ayudar a los demás. Ahora que lo pienso, ni siquiera los veo ayudándose a ellos mismos. Me pregunto incluso por qué somos amigos aún, si somos tan distintos. Nunca le han extendido la mano a quien no ha podido crecer. Los he escuchado decir: “Pobres, es una lástima. Casi muertos de hambre, que dios los ayude”. Dios, dicen. No sé bien a bien a qué dios se refieran pero no ellos. Ellos no ayudarán. Eso sí lo tengo claro. Ellos lo que desean es subir en la escala de sus oficinas. De puestos y honorarios. Honorarios no de honor sino de salario. Entonces pasa lo que ya sabemos. Que ese dios al que le dejaron la tarea de ayudar al herido no los bajará a ayudar y ellos tampoco. ¿Los padres de las iglesias, las madres de las iglesias, los emprendedores de las firmas, de quién, de qué? ¿Qué emprenden estos señores? Se necesitaría con urgencia hacer un ajuste de cuentas a la medida de sus maneras. Las iglesias deben de pedir menos y dar más. También los corporativos, las grandes empresas y sus honorables empresarios. Bimbuñuelos. Ya han espoliado a los más  pobres, los más ignorantes, los más desprevenidos por siglos. Los han usado y tirado. Y yo por eso ahora es que me digo: tú da de comer, enseña a quien lo necesite para que sepa cómo llevar un pan a su mesa. Ayúdalo y te estarás ayudando a ti mismo. Eso me digo y repito. Y siéntate con él, con ella. Al menos una vez. Sin cacarear ese huevo, con los suyos. Enséñale con tus manos y tus palabras que aún hay belleza en este mundo.

En este momento voy a dejar de escribir. Podríamos dejar lo que estamos haciendo justo en este momento. No comprar más cosas para que digan que somos muy guapos y muy modernos. Ocupemos de una vez las servilletas que limpian nuestro aliento por dentro. Pararé de escribir y saldré a la calle con panes y frutos. Los pondré en las manos de quien me lo pida, se los brindaré con una sonrisa a quien sienta yo le vendría bien llevar, al fin, algo  de comida a sus huecos. Vamos a llenar a los otros de estrellas. Y le agradeceré a quien me deje sentarme a su lado por salvarme de ser un humano que ya no ve a otros humanos, de esos que ya no ven más por el otro, que no se atreven ni siquiera a verlos a los ojos.  Yo no quiero ser un Bimbuñuelo que olvide a sus seres queridos, famélico de humanidad, con una camioneta blanca estacionada afuera de mi tristeza. Quiero ser un caldo hirviendo. Y por ello daré de comer. Y comeré con ellos, agradecido con ellos, por hacerme de nuevo caminar erguido, no como tantos cojos.  Porque venimos a arder, a qué más. Entre tizones somos tortillas-corazones. Somos un puñado de arroz, un pan bolillo, un aguacate con sal, granos entre las milpas, platos de frijoles en la olla de los días.

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