Breve odisea hospitalaria

22/06/2012 - 12:02 am

He de reconocer que en algún momento de mi vida pensé que sería médico. Sólo porque se me hacía llamativo traer una bata blanca. En mi contra estaba que soy una ridícula para la sangre, las agujas, los olores; que tengo un muy bajo umbral del dolor, muy alto grado de dramatismo y que el día que mi papá nos llevó a mi hermano y a mi a una visita hospitalaria para compartirnos algo de su vida, al ver a un niño pequeño con una colostomía, una malformación ano rectal, me quedé impactada. Entendible a mis 4 años. Mi hermano de 2 años gritó cuando vio un caso de hidrocefalia.

Creo que en algún momento todos hemos tenido que estar en el hospital. De visitante o de enfermo.

Atraviesas el patio, donde enfermeras y doctores, familiares y vendedores conviven entre los improvisados puestos de fruta, papas fritas, tortas y dulces. Cruzas las puertas, sin ningún control, y te inunda ese aroma particular que tienen los hospitales. Filas de personas paradas, otras sentadas en unas sillas de plástico, la mayoría rotas. Es decir, que el culo de uno siente los fierros.

Personas mayores, menores, padres y madres, de clase social media baja o muy baja, huicholes con ropas de colores brillantes, gente enferma, familiares con cara de cansados. “Tome su turno para la consulta de las 12”, –y son las 7.30 am–. No queda de otra en los hospitales, mas que ser “pacientes”.

El Hospital General de Occidente, en Zapopan. Bastante viejo, con pocos recursos, muchos problemas internos, supongo que como cualquier otro hospital u organización.

El único piso que ha sufrido una remodelación en los últimos años fue por dedazo de la esposa del entonces Secretario de Salud. Y zaz, Pediatría se encontró con una decoración estilo CRIT.

Pero no todos van a Pediatría. Van a consulta general. Está en el primer piso y consiste en una serie de cubículos grises, uno por especialidad. En el pasillo de baldosas frías están las sillas azules que describo y un par de módulos donde si tienes suerte te atienden.

Pues ahí llegué yo, no por alguna enfermedad tremenda. No tenía gota, como la señora sentada junto a mí, que me platicaba cómo le había afectado su vida. No tenía tres hijos a los cuales había que llevar con el pediatra. Tampoco tenía un problema de diálisis o diabetes.

Tenía un defecto menor de desgarradura de oreja. Congénito porque literalmente, como a las mujeres Masai, las féminas de mi familia, entre otras enfermedades, se nos desgarra la oreja. Sí, donde te pones el arete. Yo ya no uso aretes. Me resigné.

Ahí estaba esperando mi turno cuando de repente, y para mis pulgas, se le rompe la fuente a una señora. Me salpicó y me tragué mi asco porque creo que no es correcto tener asco ante el milagro de dar a luz. Me paré, fui al baño y sequé mi zapato.

Volví a sentarme, esta vez en el suelo, ya que me habían robado mi lugar. Robado es un término poco apropiado. Una señora mayor lo ocupó y a mi realmente no me molestaba estar en el piso. Total, yo por qué sufría, si había gente que duerme en el hospital por días o semanas enteros. No puedo quejarme. Yo sólo tenía la oreja desgarrada. Había gente ahí con cáncer, niños con leucemia, obesidad mórbida, hijos desnutridos, abusados, y un largo etcétera.

Entonces, después de un par de horas, por fin llamaron mi turno. El doctor había llegado tarde ese día, y todos sus pacientes con papeleta teníamos que ajustarnos a su calendario. Suena mi nombre y entro al pequeño y precario espacio del consultorio.

Saludo protocolario. Me examinan, me ponen anestesia y se ponen a trabajar con mi oreja rota. Al doctor por supuesto no le faltó la delicadeza de decirme que si ya estaba ahí, por qué no consideraba operarme la nariz, que la veía un poco particular, por no decir prominente. También me hizo el favor de comentar que había yo engordado de “la caderita”, así muy mono y delicado el doctor.

Me quedé callada, aunque le quise gritar todo lo que pensaba de lo poco agraciado que era él mismo, pero me sentía bastante vulnerable con el bisturí en su mano cerca de mi cuello.

Salí después de 15 minutos de intervención, un par de recetas que te surten ahí mismo, al costo, y no volví ni para que me quitaran los puntos.

Desgraciadamente no es el caso del resto de las personas que van ahí. Hay niños que prácticamente crecen en el hospital, o personas que entran por un diagnóstico y salen con otro. O no salen. La ruleta de la vida.

Tengo suerte. La única vez que me han hecho dormir en un hospital fue para quitarme la amígdalas, bajo el engaño de que podría tomar todo el helado de chocochips que quisiera, cosa que no sucedió, porque a pesar de que sí me compraron el bote de a litro –que era un sueño dorado para mí–, del puro dolor no pude ni pasar dos cucharadas.

Hay odiseas de dioses, las de hospitales son más bien odiosas.

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