García Márquez y Neruda, nuestra inspiración

22/04/2014 - 12:00 am

A Gabriel García Márquez muchos lo encontraron y admiraron como escritor, su dimensión ubicua, pero quienes éramos jóvenes en los sesentas lo conocimos en la lucha por la libertad y contra las dictaduras de la época.

La primera vez que leí su nombre fue en un folletón periodístico, “Relato de un Náufrago”; más tarde en una película impresionante, “En este pueblo no hay ladrones”, una obra con gran cantidad de mensajes cifrados, dirigidos a quienes buscábamos una salida justa a la vida en nuestra patria pero, al reconocer que la corrupción y la injusticia en México son sistémicas, veíamos la necesidad (aún presente) de una revolución. Atentos a cualquier frase o palabra que albergará esperanzas de algún cambio profundo, leímos sus artículos periodísticos de cuando trabajó en Colombia, durante la década de los cincuentas.

Después aparecieron algunos cuentos, como “Ojos de Perro Azul”, que realmente eran incomprensibles para los que buscábamos mensajes cifrados de la revolución social. En esos casos Pablo Neruda fue más directo, con su monumental obra “Canto General”, publicada en 1950. Así fue cómo descubrimos que Neruda y García Márquez tenían las frases mágicas que abrían las puertas a otra realidad.

Neruda, sin embargo, era contemporáneo de nuestros padres ya viejos, y la guerra generacional se negaba a reconocer excepciones, en cambio a García Márquez lo imaginamos como una especie de hermano mayor, sólo dos décadas más grande.

Sus artículos en Prensa Latina (ya atrasados), circulaban en México de mano en mano, revelando a la Cuba prometedora y la Colombia colonizada en momentos que éramos acérrimos enemigos de los dictadores y por otro lado, admiradores de la revolución cubana. Debido a esto, cuando aparece Cien Años de Soledad en el 67 y llega a Chihuahua en los primeros meses del 68, su nombre ya era conocido y lo identificábamos como una especie de cómplice mayor o casi compañero de lucha.

Cien años de Soledad estremeció al mundo intelectual, el nombre de Gabo hizo eco miles de veces y se consagró en México entre los estudiantes, casi como Los Beatles. Todo mundo tenía que haberlo leído, y ahí fue cuando sentimos que nos lo empezaban a robar, antes García Márquez sólo pertenecía a los activistas por un México más justo pero ahora era de todo el mundo, incluso de los “snobs”, diletantes de la postmodernidad.

Debo reconocer que cuando leí Cien años de soledad, junto con las noticias de la ofensiva del Tet en Vietnam, me pareció demasiado mágico y muy poco realista. Aunque realizamos un gran esfuerzo para encontrar las claves del mensaje y poder encuadrarlo en el materialismo histórico, resultaba imposible porque no había buenos ni malos, ni proletarios ni burgueses, simplemente seres irreales, demasiado humanos. Tal vez entonces tuvimos el insight: la revolución es tarea de seres humanos tocados por la magia de la justicia social y la necesidad de los vulnerables.

Después, todo el país se estremeció en el verano del 68 y entramos en una especie de frenesí político del cual sólo bajábamos para leer a Neruda y traducciones viejas de Faulkner, mencionado por el mismo García Márquez. Conocimos “El Ruido y la Furia”, el condado de Yoknapatawpha, la bonanza y decadencia de los Compson, tal vez como Macondo y los Buendía, pero en inglés y pintados de blanco y negro.

En el 71 concedieron el premio Nobel a Neruda y nosotros, aún maniqueos, nos atrevimos a atacar a Borges, acusándolo de reaccionario aunque en el fondo nos conquistara su prosa y sus puntos de vista cultos, interesantes e inteligentes. Pero no era nuestro compañero de lucha, como García Márquez.

También expulsamos del paraíso de la revolución a Vargas Llosa y más tarde a Octavio Paz, cuando empezó a dictar consejos de hermano sabihondo desde Televisa.

Neruda murió y nos quedamos huérfanos aunque la figura de García Márquez creció, particularmente todo en la cotidianeidad de sus artículos de Proceso, donde escribió sobre palabras, aviones, viajes a Europa, o a Colombia. Sobre el vallenato y la cumbia, sobre su mujer, los escritores, los periodistas. Así nos reencontramos y convivimos con nuestro hermano mayor, disfrutando cada semana de su escritura exacta, ni “fuera de la vanguardia ni evidente panfleto”, como dice Silvio Rodríguez.

Luego vino el Nobel en los primeros ochentas, diez años después de Neruda. Volvimos a discutir y luchar contra Vargas Llosa y Paz. Eso debe sonarles surrealista a ustedes capitalinos y puntos circunvecinos: gente perdida en el desierto desde la expedición de Alvar Núñez peleando casi a golpes por los méritos de García Márquez para el Nobel.

Vino entonces la duda de cómo vestiría en la ceremonia; cuando prefirió la guayabera y escribió un artículo explicándolo, lanzamos un hurra contra el perfumado de Octavio Paz. Recibir el Nobel vistiendo una guayabera era tener sangre latina, compartir nuestra emoción, vivir la irreverencia. Fuimos dignamente representados.

La siguiente discusión nunca anunciada fue ¿cómo sería el discurso? Mientras los intelectuales esperaban el cuento estrella del realismo mágico, nosotros deseamos una crónica de la revolución latinoamericana. Otra vez ganamos cuando resultó ser una obra de arte periodística sobre la difícil vida de Latinoamérica y un grito de auxilio para la vida que surge y avanza a pesar de todas las dificultades con millones de nuevos latinos que nacen para construir un nuevo futuro; no habló de revolución pero sí de la necesaria transformación hacia la democracia y el desarrollo progresivo.

Les dijo envejecidos en su cara a los europeos, y sólo pidió que voltearan su vista con ánimos de comprensión hacia esta gran potencia llamada América Latina. Ese discurso debería ser honrado por nosotros como el sueño de Luther King, pero no lo hacemos porque los negros norteamericanos reconocieron que eran esclavos y se propusieron remontar la cuesta racial mientras los latinos seguimos creyendo que el pobre es más feliz que el rico. Y así nosotros somos inmensamente felices con un dólar por hora trabajada.

García Márquez siguió siendo centro de la polémica por su naturaleza de hombre libre, siguió representándonos mientras envejecíamos, polemizó con la gramática, bailó vallenato en la casa blanca. Pero él también envejecía, y lo advertimos en su novela, “Memoria de mis putas tristes” donde da tantos detalles de la ancianidad que realmente se confiesa viejo y, como todos nosotros, nostálgico y enamorado de la juventud representada por una adolescente virginal. Por andar diciendo lo que sentimos y soñamos los ancianos, se le lanzaron al cuello quienes fueron incapaces de aceptar la magia de sus imágenes literarias. Pienso que lo lastimaron innecesariamente.

Ese es el García Márquez que murió para nosotros, a lo mejor el plural no me viene bien pero espero que más de uno que haya leído esto hasta el final sintiera nostalgia al leer mis líneas. Con Neruda se fue nuestro padre, con García Márquez nuestro hermano mayor y ahora nosotros no tenemos salvación.

Gustavo De la Rosa
Es director del Despacho Obrero y Derechos Humanos desde 1974 y profesor investigador en educacion, de la UACJ en Ciudad Juárez.
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