HIRIART: 70 AÑOS DE ESCRIBIR SIN INTENTARLO

28/04/2012 - 12:00 am


Pareciera que Hugo Hiriart, quien este 28 de abril cumple 70 años, escribiera contra el sentido común. Su obra —que abarca el ensayo, las artes plásticas, la novela y el teatro— intenta una y otra vez, suplantar al hombre vulgar y dominante que nos atenaza en la vida diaria con personajes raros y excelsos, en cierto modo, recuerda lo que Witold Gombrowicz escribiera su diario: “De modo que de nuevo sufrió una derrota. De nuevo interrumpió la maldita normalidad, cuando él ya tenía un drama preparado”. La obra de Hiriart irrumpe en la “normalidad” de la literatura mexicana con un aerolito en una fiesta de quince años. Profundo snob y derrochador de talentos, Hiriart pertenece a una estirpe acaso agotada de la literatura mexicana, es heredero de Julio Torri, de Juan José Arreola y Tito Monterroso, (entre los vivos, sólo Sergio Pitol y Francisco Hinojosa parecen venir del mismo mundo literario que Hiriart). Por eso, en la república de las letras es un sospechoso, no se amolda a las modas, no atiende corrientes, incluso le pesa ser entrevistado… Y sin embargo, a regañadientes, concede una entrevista.

Cuando llego a casa del escritor, me recibe una señora del servicio y me pregunta, ¿a qué hora le dijo? A las 11, contesto. A ver, pásele me dice con desconfianza, y luego me señala un punto justo después de cruzar la puerta y me ordena, “quédese aquí, voy a avisar”. La escucho subir unas escaleras, se queda un momento y luego baja y me dice, ya más confiada, que puedo pasar al estudio. Me acompaña mientras recorremos un pequeño laberinto de habitaciones, la casa parece estar hecha para que los que están en el comedor no puedan darse cuenta siquiera que existe una sala, y los que están en la sala no puedan ver a quienes se encuentran en el estudio. La mujer me ofrece un café y me dice que el señor se va a tardar un poquito, contesto que no tengo prisa, sabiendo que es mi oportunidad para revisar su biblioteca. Wittgestein en inglés, Flaubert en español, Homero, Joyce… Me sorprende no encontrar poesía ni teatro, aunque tal vez sencillamente no logro verlos, la biblioteca es amplia, llena dos muros de piso a techo y el tercero es un ventanal que da un pequeño jardín donde hay una mesa y un par de sillas, sobre un pedestal está un aro de juego de pelota prehispánico. Me pregunto si puedo salir a verlo de cerca y justo cuando intento abrir la puerta que da al jardín escucho el ruido de alguien que baja una escalera. Es Hugo Hiriart, viene caminando despacio, trae un chaleco a medio poner, y un cd en la mano. Me acerco, lo saludo y le agradezco la entrevista. Hiriart comenta, “no sé por qué te la di, me molesta mucho la dizque fama de los escritores, todo lo que tiene que ver con publicidad es inmundo, ¿no?”.

Entonces, ¿para qué se escribe?, digo comenzando la entrevista, pongo a funcionar la grabadora de mi iPad, objeto que Hiriart mira con desconfianza y luego me hace señas para que me siente a la mesa donde, supongo, escribe; deja el cd en cualquier lado, se baja la parte del chaleco que le faltaba acomodar y se siente frente a mí.

“Uno escribe movido por una necesidad interna que no comprende, que proviene generalmente de un gusto exacerbado por leer. La escritura deriva de la lectura. Cuando a alguien le gusta desorbitadamente leer, y es para él una vía de escape indispensable, es muy fácil que dé el brinco y se pase al otro lado y quiera escribir”, dice.

Hace un silencio, me da la impresión de que le cansa hablar, se sofoca.

¿Escribir y leer son formas de la evasión?, pregunto. “Sí, por supuesto”, contesta dando un manotazo en la mesa, “la vida es horrible. Si no existirá eso, ¡imagínate! Un artista no entiende a una persona que no tiene esa obsesión semipatológica, no sabe cómo alguien puede levantarse e ir a trabajar, como burócrata por ejemplo, salir, trabajar, y regresar a su casa… eso no lo entiende, le parece una vida vacía, hueca. Claro que lo que no entiende el artista es que quien está mal no es el otro, sino él, que tiene una patología o se tragó un demonio que lo ha esclavizado, lo ha hecho envidioso, rencoroso, malo”.

¿Todos los artistas son malas personas?, pregunto. “Creo que sí”, contesta Hiriart rascándose la papada, “porque hay algo que lo tiene en un perpetuo estado de inquietud, tratando de llegar más allá de lo que su propia naturaleza le permite, más allá de su propia capacidad y talento. No hay ningún artista que no tenga esa desgracia de la que hablaba Ibsen, cada uno concibe algo mucho mejor y más alto de lo que hace, y no lo puede alcanzar. Esa obsesión hace a los escritores, a los artistas, gente mala, incapaz de generosidad. Es muy raro que un escritor se haga amigo de otro”.

Me da la impresión de que no habla de un artista, sino de sí mismo.

–¿Usted tiene amigos?

–Yo sí, porque esa cosa la tengo disminuida razonablemente. Yo no le doy esa importancia a lo que hago, a nada de lo que hago, yo nunca me he privado de nada por escribir, lo que más me gusta es estar totalmente ocioso, leyendo. A veces escribía porque vivía de eso, pero lo hacía lo más sencillito y lo más rápido que podía y vámonos, a otra cosa.

Sin embargo, adelanto, hay críticos, lectores, escritores que lo admiran. Hiriart hace una mueca, suspira y contesta: “Yo lo que he hecho es una cosa chiquita, no muy importante ni mucho menos, pero mía. Mi obra señala un pequeño nicho que es el que yo ocupo y ya, estoy completamente seguro que aunque me desvele como loco no voy a subir más, ese es mi nicho, mi autenticidad”.

¿Y cuál diría que es su nicho? Ante mi pregunta hace un gesto con la mano como si quisiera espantar una mosca: “No lo conozco, uno no debe hurgar demasiado en lo que uno escribe”.

¿Ha tenido dificultades para escribir alguno de sus libros? “Ninguna”, contesta de inmediato, “mi mujer dice… ¿puedo decir algo?” Puede decir lo que usted quiera, contesto. “Dice que soy muy guevón” y le divierte decir la mala palabra como un niño que dice su primera grosería, “que nunca me esfuerzo, que escribo lo que sea y ya lo dejo y no estoy dale y dale como debía estar”.

–Entonces, no deben agradarle esos escritores que dicen levantarse a las siete y escriben hasta las doce o dos de la tarde…

–Un escritor es escritor por la disciplina, pero no burocráticamente. Un escritor es una persona que se sienta y escribe cuando le habla la musa, hay otros que se sienten y escriben ocho horas diarias, esos no sé qué sean.

Río con franqueza, pero él no me sigue, y me doy cuenta que, como le pasaba a Jorge Ibargüengoitia, cuando uno cree que está siendo gracioso, en realidad es cuando más serio quiere ser.

–Pero entonces, ¿qué hace usted, cómo escribe?

–Uno no escribe pensando, no escribe planeando, uno escribe imaginando, es decir descontrolándose. Lo que necesita alguien para escribir, un poeta, un narrador, es descontrolarse, es desgobernarse, es permitir que la parte no gobernada de la mente trabaje y haga las cosas. Pongamos que tu quieres escribir un soneto y ya tienes el primer verso, ¿qué haces después?, el peor error sería ponerte a pensar ‘qué haré qué haré’, tú debes esperarte a que algo dentro de ti se mueva y haga el verso y te lo de. Escribir, crear, consiste esencialmente en esperar”.
Sé que quiso ser músico, comento. “Quise ser tantas cosas”, dice, “pienso en Baudelaire cuando dice que los padres tienen razón al tratar de disuadir a sus hijos de que se conviertan en pintor o en poeta”. Pero Baudelaire se convirtió en poeta y crítico de arte, replico, y se la pasó pidiéndole dinero a su madre en cada una de sus cartas. “¿Ya lo ves?”, contesta con sorna, “yo creo que por eso lo decía”.

–Empecemos por la música, ¿cuándo la descubrió?

–A los ocho años de edad, vivía en la Colonia del Valle y a esa edad me pasó todo lo importante que me podía pasar. A mí papá le gustaba mucho la música clásica y se juntaba con amigos para escucharla y un día entré a la biblioteca y me detuve de pronto y dije ‘¿qué es esto?’: era Bach y pensé que era una maravilla; recuerdo que tomé el disco, un disco chiquito, y se lo llevé a mi novia y se lo puse, y ella se quedó oyendo un rato y luego me dijo, ‘¿y eso qué?’”
–¿Intentó tocar algún instrumento?

–Traté de tocar el piano y no avancé: tengo muy mal oído, hice esfuerzos que fueron considerables, y al final no pude hacer nada ni leer notas, ni tocar, una pena. Y me quedé como un consumidor encarnizado.

–Es usted muy bueno dibujando, ¿le interesó en algún momento la pintura?

–Mi papá era ingeniero y mi mamá era maestra, y mi papá era buen lector, mi mamá menos, pero en casa había libros de arte, no muy buenos, de esos que tienen todas las familias, de museos y eso, y yo empecé a verlos y me aficioné muchísimo. Luego, me metí a arquitectura, pero no tenía nada qué ver conmigo, y yo les decía a mi padres que estudiaba arquitectura, pero me iba a La Esmeralda para ser pintor y escultor, pero la enseñanza era pésima y me sentía solo y muy mal. Y nunca me inscribí, me parecía ridículo tener título de pintor.
–¿Y cómo llegó a la filosofía?

–Pues se me ocurrió estudiar historia del arte y ese fue mi error, pero lo recuerdo con mucho gusto, un día me metí a una clase de filosofía de la historia, yo ni sabía qué era eso, pero me sonó, y la clase la daba alguien que iba a ser muy amigo mío, el padre Gallegos Rocafull. Rocafull era lector de teología en el seminario de Madrid, un teólogo muy ameritado que había escrito muchas obras como un tratado de Cristología. La clase consistía en que ponía un tema, por ejemplo, el progreso y lo discutíamos mientras él guiaba la conversación. En esa época, todos los muchachos que estudiábamos teníamos opiniones políticas muy firmes, eso era muy importante para nosotros, yo tenía opiniones es marxistas mal asimiladas.
–Filosofía, pintura, música, ¿considera que tuvo una educación privilegiada?

Se echa a reír y luego dice:

–No, tuve una preparación muy irregular y en cierta manera pobre, que luego he ido supliendo como he podido, pero déjame decirte que de las limitaciones, de lo que uno tiene por defectos, se va determinando un modo de hacer, de escribir. Y fue estudiando filosofía cuando me di cuenta que tenía facilidad para escribir.

–También fue periodista, y ni más ni menos que en el Excélsior de Julio Scherer.

–No sé qué pensar de esa época, fue buena y mala. Scherer me dio trabajo, escribía artículos de fondo, malísimos; fue muy generoso conmigo y luego me puso a trabajar con Becerra Acosta y me iba a comer con él todos los días. Tenía una neurosis aguda, yo soy loco, angustiadísimo, fóbico y allí en esas comidas se abrió una rendijita donde entraba el alcohol.

–¿Y sigue sintiéndose así: angustiado, loco?

–No, llega un momento en que uno vive en una ansiedad controlada, en un pánico controlado.

Quiero soltar la risa, porque pienso que es una ironía, pero en cierto modo, también es tan terrible que espero a que él se ría primero y aligere su declaración, pero la risa no sucede, al contrario, Hiriart mete lo dedos en una grieta de la mesa y tira de ella provocando un chirrido. Así que de inmediato pregunto por otro arte en el que Hiriart es un maestro: la dramaturgia.

“En aquél momento yo estaba muy mal de dinero, Muñoz Ledo [Porfirio] me dio un trabajo en la Secretaría de la Presidencia. Muñoz Ledo era Subsecretario de la Presidencia, y tenía a su cargo, entre otras cosas, el informe presidencial y la documentación presidencial”.

–¿Le gustaba ese trabajo?

–Todas las veces que fui burócrata me la pasé muy bien.

–¿De verdad?

–Sí porque cuando llegas a una oficina, el trabajo lo desahogas en una hora y después te vas a comer, platicas, lees... Además te felicitan el día de tu cumpleaños y hay tandas. Yo trabajaba en Palacio Nacional, me salía a mediodía y me iba a las cantinas del Centro, decía que escribía pero no escribía nada. Hasta que un día le dije a mi hermana Bertha, ¿por qué no hacemos una obra de teatro? Le hablas a dos amigas y ensayamos en tu casa. Quitábamos la mesa y allí ensayábamos, escribí dos escenas y entonces la empezábamos a montar, y yo me daba cuenta qué funcionaba y qué no.

–¿No tenía la obra escrita?

–El teatro se hace en el escenario, no lo hace un señor en su casa pensando; lo puede hacer, pero es difícil que le quede bien, todos los grandes dramaturgos han sido gente de teatro: actores, directores, empresarios. Si no conoces bien el escenario no puedes escribir teatro. En el teatro el ojo es fuerte y el oído es débil.

–¿Cómo piensa celebrar sus 70 años?

Me voy a ir de aquí, no quiero estar en México cuando eso suceda, no quiero que me llamen ni nada.

–Entonces, ¿qué quiere como escritor?

–Lo que quieren todos: perdurar.

–¿Y qué se necesita para perdurar?

–Necesitas ser muy peculiar, único, raro, lo que es muy común y muy razonable no lo ves. Una parte del mecanismo de la fama, sólo una parte, es que te singularices, y si lo haces por cosas adversas mejor, por ejemplo la locura de Van Gogh, Nerval suicidándose… aunque bueno no tienes que llegar a tanto, basta con que seas muy auténtico, y te singularices. Pero eso no lo puedes buscar, porque si un escritor busca algo no lo va a encontrar. No puedes buscar nada al escribir, tienes que esperar a que la escritura se componga como ella quiera. Es muy trágico, porque la voluntad tiene que ver muy poco. Yo estoy terminando una novela larga, que empecé y dejé; la volví a empezar y la volví a dejar, pero eso beneficia al libro porque en el trabajo lento la máquina imaginativa muele más fino.
–Entonces seguro que no le interesa el mundo contemporáneo que es muy veloz… las redes sociales, el Twitter.

–“Yo nunca he visto un Twitter”.

Contesta como si le hubiera preguntado si había visto fantasmas. “Pero la tecnología es muy buena porque me prepara par la salida, me hace pensar que este mundo ya no es el mío, todo ha cambiado y me interesa bastante poco. Un mundo en el que no haya libros no me interesa, tu aparatito inmundo” –dice y señala mi iPad–, “no me interesa”.

–¿Y entonces de este mundo qué le interesa?

–Ya casi nada, todo va cambiando y se va enrareciendo.

Se queda pensando, mira al techo y repite “se va enrareciendo...”, repite y luego me hace una señal de que hasta aquí llega la conversación, le pido que me firme uno de sus libros y además de autografiarlo, me hace un retrato: un círculo con lentes y un poco de barba en el mentón. Le agradezco la entrevista y me dice, ven, te quiero dar algo antes de que te vayas, me lleva hasta una pared donde tiene una discoteca muy amplia en cds, tiene un poco de todo: Stravinsky, Mozart, Bartók… él se pone a buscar algo y luego dice, “éste es el que quiero darte”: son los Conciertos para Piano y Orquesta de Prokofiev, al piano está Vladimir Ashkenazy y la orquesta la conduce André Previn. Le digo que me gusta mucho Prokofiev, y me dice, “lo sabía, lo sabía”. Pongo el disco en el auto y mientras escucho, pienso que, efectivamente, cuando uno conoce a Hiriart las cosas se enrarecen, se vuelven otras.

 


Busqué a un crítico y a dos escritores para que me dieran su opinión sobre Hugo Hiriart. Mi cuestionario solo tenía dos preguntas, las mismas para los tres, he aquí el resultado.

José Luis Trueba Lara (México, 1960) es editor, ensayista, escritor de novelas históricas, periodista y profesor universitario. Su novela más reciente es Conspiración. Las sociedades masónicas y el nacimiento de una nación.

–¿Qué lugar crees que ocupa Hugo Hiriart en la tradición literaria mexicana?
–Hugo Hiriart es escurridizo y no puede ser metido en un cajón. Él, a diferencia de otros, es muchas cosas: novelista, ensayista, autor de libros infantiles, dramaturgo, crítico de arte; y él, por si lo anterior no fuera suficiente, tiene la espléndida costumbre de ir contra la corriente: mientras estábamos fascinados con la "onda", el "realismo mágico" y la literatura "comprometida", Hiriart nos dio una novela de caballerías, y lo mismo ocurre casi con el resto de sus libros. Ese es el lugar de Hugo Hiriart, un sin sitio, una sin colocación, un sin cajón que inexorablemente nos hace volver la vista hacia lo que habíamos olvidado por andar embobados. Es muy probable que él no forme parte de ninguna tradición, pues casi todas las tradiciones forman parte de su obra.

–¿Qué aprecias más de su obra: las novelas, nos ensayos, el teatro y por qué?
–A veces pienso que existe más de un Hugo Hiriart o que dentro de mi viven conviven distintos lectores de su obra. Hace tiempo, yo era un fanático de Galaor, de la novela de caballerías que desafiaba a todos con la idea de haber sido escrita a destiempo (lejos, bien lejos estamos de los amadises, los florandos y los otros caballeros andantes); después me atrapó su Disertación sobre las telarañas, su capacidad movediza que transforma los ensayos en cuentos es fascinante, lo mismo me pasó con Los dientes eran el piano, uno de los ensayos más provocadores que se han escrito en nuestro país. A fin de cuentas, creo que prefiero sus novelas y sus ensayos, pues —la verdad sea dicha— soy absolutamente analfabeta en cuestiones de dramaturgia.

Noé Cárdenas (Ciudad de México, 1964) es uno de los críticos más lúcidos de su generación, fue jefe de redacción de “El Semanario Cultural” del periódico Novedades; editor del Dominical de Crónica; y actualmente colabora en Nexos, donde ejerce, como pocos, el olvidado arte de la reseña literaria.

–¿Qué lugar crees que ocupa Hugo Hiriart en la tradición literaria mexicana?
–Con Hugo Hiriart, escritor al que admiro y respeto, me sucede algo curioso: no lo puedo situar dentro de una generación precisa sino como un planeta solitario, siempre visible, y del que acaso es posible decir que el sistema solar con el que mejor se le puede identificar fue la revista Vuelta y hoy la revista Letras Libres merced a sus asiduas colaboraciones, si bien también ha publicado otros foros prestigiosos. Por otra parte, el universo literario de Hiriart, su proclividad a un humor refinado y rayano en la disertación filosófica lo emparenta con filósofos escritores como Alejandro Rossi y con fabuladores de talento aéreo como Augusto Monterroso y Juan José Arreola, así como Italo Calvino, para mencionar a escritores de otras latitudes.
–¿Qué aprecias más de su obra: las novelas, nos ensayos, el teatro y por qué?
De su obra prefiero su narrativa y sus ensayos. Desde su primera novela, Galaor –concebida para estimular la imaginación de los niños pero que rebasó esa misión constituyendo un libro memorable de caballería para todos los públicos—, se halla la semilla del pensamiento literario de Hugo Hiriart, que continuó floreciendo en obras como Cuadernos de Gofa y La destrucción de todas las cosas, y también en el ensayo. Pienso en Disertación sobre las telarañas y en Sobre la naturaleza de los sueños: prosa que privilegia a la imaginación y a la fantasía preservándolas de la contaminación de otros modos de pensamiento.

–Jorge F. Hernández (Ciudad de México, 1962) es novelista, cuentista y ensayista, ha recibido los premios nacionales Efrén Hernández de cuento; el Anastasio G. Sarabia de Historia Regional; su novela Emperatriz de lavapiés quedó finalista en el Primer Premio Internacional Alfaguara.

¿Qué lugar crees que ocupa Hugo Hiriart en la tradición literaria mexicana?

–No soy muy bueno para pronosticar (o diagnosticar) el lugar que ocupan o deben ocupar los autores y su importancia dentro de la tradición o historia de la literatura mexicana, sin embargo tengo para mí que los autores que me son entrañables (y así, indispensables) son los que se mantienen honestos ante la página en blanco, claros en sus temas e intenciones, alejados de las grillas pendejas y los grupúsculos de ágrafos que se creen escritores:

Hugo Hiriart ha de quedar sembrado como un autor entrañable que además es maestro; enseñó a no pocas legiones de lectores y andantes a ser actores o poetas, escritores de guiones o cuentistas del diario vivir... su valiosa trayectoria como hombre letras y funcionario que ya lo deja cimentado para que nunca lo olvidemos.

–¿Qué aprecias más de su obra: las novelas, nos ensayos, el teatro y por qué?

–Aunque creo que la mayoría de sus lectores evocarán Galaor o las buenas columnas que ha publicado a lo largo del tiempo (más recientemente en Letras Libres), yo le quedo eternamente agradecido por Vivir y beber, un libro que ahonda en la literatura de Alcohólicos Anónimos y —dado que lo firma un autor de altura— rompe muchas ignorancias e imperdonables desconsideraciones en torno a la enfermedad del alcoholismo; con inteligencia no exenta de un dolor en vías de cicatrización, Hiriart escribió un luminoso mural de bolsillo tanto para los que padecemos esa enfermedad como para nuestros familiares y amigos. Por mi parte, me propongo siempre tener a la mano ejemplares de este libro que así pasen los años ha de servir incluso para salvar una vida.

 

 

 

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