Jaime García Chávez
21/12/2020 - 12:05 am
Se va Bárcena y llega Salinas Pliego, perdón, Esteban Moctezuma
En política interior un tercio del gobierno de Andrés Manuel López Obrador ya marcó tendencia, lo que permite balances que ya empiezan a brotar y provocarán –así lo creo– una deliberación de fondo sobre el destino de la república. Ese balance hoy se hace desde afuera de los partidos, ocupados como están en salir del hoyo en el que se encuentran, luego de la elección de 2018, por un par de razones: los que perdieron, porque perdieron; los que ganaron, porque ganaron.
En política interior un tercio del gobierno de Andrés Manuel López Obrador ya marcó tendencia, lo que permite balances que ya empiezan a brotar y provocarán –así lo creo– una deliberación de fondo sobre el destino de la república. Ese balance hoy se hace desde afuera de los partidos, ocupados como están en salir del hoyo en el que se encuentran, luego de la elección de 2018, por un par de razones: los que perdieron, porque perdieron; los que ganaron, porque ganaron.
Pero la política exterior es asunto diferente y tiene que ver con variables que lejos están de controlarse desde el Palacio Nacional, más si se trata de las complejas relaciones de México con su vecino norteamericano, la principal potencia mundial hasta ahora y con la cual tenemos profundas asimetrías, determinismos geográficos y, como dijeron autores que hicieron fama hace varias décadas, “amistad distante”.
Como se sabe, la política exterior la decide el presidente de la república, tradicionalmente con una pálida intervención senatorial, que ahora está más descolorida por la mayoría pro morenista en eso que por un eufemismo llamamos “Cámara Alta”. La reciente dimisión a la embajada norteamericana de la profesional y notable Martha Bárcena Ebergenyi, abrió una polémica sobre lo que se hace en esta esfera de nuestro Estado y cómo nos puede ir si la improvisación y los intereses creados siguen dominando las decisiones, donde por necesidad no se pueden cometer errores ni desatinos.
Aunque no estoy muy convencido de estimar al servicio exterior mexicano como una excelencia de excelencias, reconozco que la cancillería en diversos momentos de su historia ha tenido diplomáticos notables, de talla, sobre todo cuando los mismos son de carrera, profesionales y con todas las dotes que la tarea impone. Nicolás Maquiavelo, que en su tiempo fue embajador, afirmó: “El enviado que cumple bien esta misión se honra a sí mismo y presta un buen servicio a su gobierno, sucediendo lo contrario cuando no muestra dicha habilidad”.
Parece ser que la señora Bárcena Ebergenyi, si la medimos bajo esa divisa, cumplió bien con la encomienda; a la hora de la inauguración de esta administración la hizo lucir, pero el mal estaba en otra parte. Quiero decir que mostró las habilidades para el cargo, pero no así el que expidió su nombramiento y se empeña en dar muestras –forzadas en ocasiones– de que es diferente, de que busca la riña, de que quiere hacer historia sin escribirla antes, sin saber que su conducta lo único que puede traer es perjuicios y problemas con una potencia con la que se está obligado a tratar con una diplomacia de altísimo nivel.
La embajada en los Estados Unidos ha sido ocupada, no siempre por estrellas, pero recordemos que por allá anduvieron en sus tiempos Matías Romero Avendaño, Federico Gamboa, Antonio Carrillo Flores y Hugo B. Margain. Está la negra presencia de Eduardo Medina Mora, impresentable. Pero la señora que dimitió recientemente lucía con brillo propio y ofrecía las pulidas herramientas de su profesionalismo. ¿Qué pasó? No lo sabremos a detalle a este momento, aunque se adujo una jubilación, pero detrás está la obcecación de López Obrador por apostar a la continuidad del trumpismo, a no conceder un saludo, que en diplomacia no es mas que un saludo; enviar una carta a Joe Biden que mejor debió reservarse, y en fin, acciones que poco o nada tienen que ver con el arte diplomático, cuyo abandono atiza los diferendos y sólo acarrea la creación de problemas donde no los hay.
Pero si la dimisión de la embajadora de por sí preocupa, el nombramiento de Esteban Moctezuma trae mal sabor de boca para los mexicanos. En primer lugar, por su pasado priísta, que es la credencial que mejor le queda y por eso la conserva. En segunda, porque tras de sí deja un fracaso en la SEP a donde llegó sin explicación plausible. Con su nuevo nombramiento se tapa un hoyo haciendo otro.
Pero todo eso es poco frente al poderío que cada vez más se deja sentir de Ricardo Salinas Pliego, el empresario mediático neoliberal que se pasa por el arco del triunfo la política sanitaria nacional, se empodera en el mundo de las finanzas con la anunciada reforma a la Ley Orgánica del Banco de México y su autonomía, y ahora, con Moctezuma en el juego bilateral, se abren para él las puertas de la embajada que México tiene en Washington en la famosa avenida Pensilvania.
El presidente, no sin costos, puede hacer y deshacer aquí en el que el concibe como su solar; pero que no comprometa tan delicada relación con sus caprichos y frivolidades, que, dicho sea de paso, le corrige de vez en cuando el canciller, que un día asume, aparte de su cartera, la de otros y otras que no dan el ancho.
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