Una tradición milenaria sostiene el ímpetu japonés por preservar sus más sagradas tradiciones: el sumo

21/09/2013 - 1:00 am
Estadio Ryogoku Kokugikan. Foto: commons.org
Estadio Ryogoku Kokugikan. Foto: commons.org

Ciudad de México, 21 de septiembre (SinEmbargo).- Tras comer una discada con carne de pollo, res, buey, cerdo y pescado, toman una larga siesta para que el cuerpo agarre el volumen deseado. Por las mañanas, todo es entrenamiento. Ejercicios de relajación para estimular el sistema nervioso, otros para la buena digestión y muchos más para ejercitar el cerebro. Al luchador profesional de sumo se le dan herramientas para recuperarse rápido del cansancio, reducir el estrés y fortaleces las piernas. A diferencia de lo que se aprecia a simple vista, son personas consideradas sanas.

Según la leyenda, el dios Takemikazuchi ayudó a que la supremacía japonesa se estableciera en las islas tras ganar un combate de sumo frente a un rival de otra tribu. La práctica de esta disciplina tiene su origen 1500 años atrás, independientemente de la leyenda. La corte imperial organizaba un torneo con miles de luchadores de todo el país para celebrar la paz en la tierra. En medio de rituales, los peleadores ofrecían un espectáculo espiritual con dos cuerpos moviéndose tras un pacto de honorabilidad para pelear limpio.

Los orígenes fueron de carácter religioso. Como un ritual para los dioses por todo lo que les proveía. Una dictadura se estableció en 1192 provocando cientos de años de conflicto. El sumo fue utilizado como arma militar. Los samurais se entrenaban con los luchadores profesionales que combinaban bien la fuerza con la velocidad. A principios del siglo XV, la paz se estableció en la isla. Los luchadores comenzaron a entretener a la clase media japonesa que no sabía cómo vivir aquella transición. Pronto se convertiría en el deporte nacional.

Foto: Twitter
Foto: Twitter

Japón lucha por mantener vivas sus tradiciones en medio de un bombardeo tecnológico. Un país conocido por su tenacidad y disciplina, muestra tener una memoria histórica. Un suelo perseverante ve al año seis competencias de sumo. Con el mismo ritual, el mismo fervor y las mismas reglas, 15 días de competencia paralizan a un puñado de gente fiel a sus cimientos ideológicos. En septiembre, Tokio se viste de gala. La capital nipona recibe sin miramientos a nacionales y turistas ávidos de ser parte de uno de los deportes más añejos en la historia.

A principios del siglo XX, el estadio Ryogoku Kokugikan se convirtió en el recinto oficial donde se celebran los combates con sus 13,000 localidades agotadas cada jornada. Todo un día de competencia, empezando por los principiantes de bajo peso, hasta la tarde donde los pesos pesados ambientan como pocos el aire que se respira. En una ciudad que vive la modernidad, la tradición ancestral se planta para hacerle frente a una realidad distinta a la de sus orígenes. Durante horas, todo rememora al pasado. Los sumotoris (luchadores), entran en busca del honor, ese distinto que solo da el triunfo.

Hakuhō Shō nació en Mongolia hace 28 años, en una familia de luchadores. Su padre ganó medalla de oro en los juegos olímpicos de México 68 en lucha libre. Hoy es la figura principal de la temporada tras ganar tres de los cuatro torneos que se han llevado a cabo en el transcurso del año. Profesional desde los 15 años, arribó a Japón pesando 62 kilos. En la actualidad, sus 153 kilogramos y su 195 centímetros, lo convierten en un portavoz de una disciplina ancestral, que hace recordar a un país sus orígenes y el por qué nunca hay que olvidarlos.

Hakuhō Shō (derecha), con un novato. Foto: Twitter
Hakuhō Shō (derecha), con un novato. Foto: Twitter

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas