LECTURAS | La sed de la venganza en “Medici. Un hombre al poder”, de Matteo Strukul

21/07/2018 - 12:03 am

Segunda parte de la saga histórica que recrea la historia de la familia más poderosa del Renacimiento: los Médici.

Ciudad de México, 21 de julio (SinEmbargo).-Florencia, 1469. Lorenzo de Médici está ganando el torneo en honor de su esposa, Clarice Orsini, apenas llegada a Florencia para su boda con el hombre que se convertirá en el Magnífico.

Este matrimonio no es un paso fácil para Lorenzo: su corazón -está convencido- pertenece y siempre pertenecerá a Lucrezia Donati, mujer fascinante y de extraordinaria belleza. Sin embargo, se avendrá a la voluntad de su madre y reforzará la alianza con una poderosa familia romana.

Llamado a gobernar la ciudad y aceptar los costes y los compromisos de la política, dividido entre amor y poder, Lorenzo subestima a los formidables adversarios que están tramando contra él para arrancarle el liderazgo de Florencia, Girolamo Riario, sobrino del papa Sixto IV, concibe una conjura cuyo resultado será terrible para Lorenzo.

Y desde ese momento comenzará un período de violencia y venganza de suyas consecuencias muy pocos se librarán…

El lado 2 de una historia fascinante. Foto: Especial

Fragmento de Medici. Un hombre al poder, de Matteo Strukul, con autorización de Ediciones B

1 El torneo

El aire era frío. Lorenzo inspiró profundamente. Montado en Folgore sentía crecer la tensión. Su querido corcel, de lomos color carbón, lustroso y brillante, traicionaba su nerviosismo golpeando con los cascos el pavimento de la plaza. Giraba sobre sí mismo y Lorenzo lo contenía con esfuerzo.

Un murmullo se elevó como una plegaria desde las gradas y desde los palcos de madera. Los suspiros llovían desde las galerías y los balcones, desde las ventanas y los porches. Los ojos de Lorenzo buscaron los de Lucrecia. Ese día, la noble Donati llevaba un atuendo magnífico: el sobreveste era de color añil y parecía difuminarse en sus iris de obsidiana. La gamurra de color gris perla estaba salpicada de gemas e insinuaba con vehemencia la curva del pecho. Envuelta en una estola de piel de zorro blanca que le rodeaba los hermosos hombros claros, Lucrecia lucía en un peinado bellísimo la masa rebelde de cabellos negros que parecían olas de un mar nocturno.

Lorenzo se preguntó si ese día lograría rendirle honores.

Se llevó la mano al echarpe que le rodeaba el cuello. Lucrecia lo había bordado para él con sus propias manos. Inspiró el perfume de aciano y le pareció un abrazo celestial.

Por un momento, su mente corrió hacia los instantes anteriores: la llegada al torneo; su hermano Giuliano, espléndido con su jubón verde, y por último su compañía de doscientos hombres, vestidos con los colores de la primavera como si quisieran apaciguar el ánimo guerrero de una ciudad que hasta el día anterior estaba anegada de sangre y corrupción. Una ciudad que Piero de Médici, su padre, aunque con la salud socavada y devorado por la gota, había logrado, con esfuerzo y admirable compromiso, salvar de las familias rebeldes, aquellas que conspiraban en la sombra contra los Médici y que, en varias ocasiones, habían tendido trampas y emboscadas. Había entregado a Lorenzo una república cansada, agotada, al borde del colapso, que luchaba por encontrarse a sí misma.

Pero ese día, suspendida entre la sangre y el tormento, había llegado la fiesta de la justa, el torneo celebrado en honor a los esponsales de Braccio Martelli, buen amigo de Lorenzo; un evento que había costado la fortuna de diez mil florines, que lavarían temores y resentimientos al menos por algún tiempo.

Lorenzo miró ante sí: vio la barrera de madera que corría hasta el lado opuesto de la plaza. Y al fondo, encerrado en su armadura de placas metálicas, Pier Soderini. La estrecha celada pareció aún más amenazante con la visera ya caída. El brazo se inclinó para sostener la larga lanza de madera de fresno.

La multitud rugía ahora; las voces sonaban ensordecedoras en el embudo de la plaza Santa Croce.

Lorenzo comprobó una última vez su escudo. Vio, reflejados en un charco, los colores de los Médici que adornaban la gualdrapa de su corcel: los cinco roeles rojos, y un sexto en lo alto con el lirio, concesión del rey de Francia como símbolo de nobleza. Campaban amenazadores como un estandarte infernal.

Toda aquella responsabilidad y aquella espera lo estaban haciendo enloquecer.

Se encajó la visera mientras el mundo frente a él se transformaba en una línea gélida. Puso lanza en ristre y picó espuelas.

Sin dilación, su caballo partió más veloz que un vendaval y se arrojó como una marea palpitante y viva contra Pier Soderini.

Lorenzo sentía los poderosos músculos del caballo agitarse, la gualdrapa salpicada de barro sacudiéndose en el aire. Apuntó con la lanza. Soderini apenas acababa de salir cuando él ya había recorrido casi la mitad de la distancia. Levantó el escudo para protegerse mejor y cruzó la larga lanza de madera de fresno esperando dar en el blanco.

La multitud contenía el aliento.

Desde el palco de madera, Lucrecia clavaba sus ojos en Lorenzo. No tenía miedo; solo quería grabar en su mente ese momento. Sabía cuánto se había preparado su amado para aquel torneo y conocía su extraordinario valor. Lo había demostrado ya. Y aunque se había prometido a Clarice Orsini, la noble dama romana que su madre había elegido para él, aquel día no le importaba en absoluto. No se preocupaba tampoco de esconder su pasión por él.

Como tampoco se preocupaban ni Florencia ni su gente, que miraban a la pareja de amantes con indulgencia, si no con alegría, porque no podían soportar que el hombre designado para dirigir el señorío, con la complicidad de su madre hubiera elegido como esposa a una romana, aunque fuera de noble linaje.

Pero ese día no había tiempo para perderse en tales argumentos. Las fosas nasales de los caballos desprendían vapor azul en el aire helado, las placas de acero templado de las armaduras resplandecían, banderines y banderas se agitaban en un derroche de color.

Y, finalmente, llegó el impacto.

Fue un fragor de trueno, una embestida de madera y acero. La lanza de Lorenzo halló una fisura invisible en la guardia de Pier Soderini y lo golpeó en la placa pectoral de la coraza. La lanza de fresno se hizo pedazos y, por efecto del golpe, Soderini se vio lanzado hacia atrás y arrancado de la silla de montar.

Aterrizó con gran estruendo en la plaza mientras Lorenzo proseguía su carrera. Folgore galopó indómito para luego detenerse en el límite de su trayectoria, encabritándose y agitando las patas en una tempestad de bufidos.

Cuando Lorenzo llegó al final del recorrido, la gente estalló en un grito de estupor con un instante de retraso, como si Folgore les hubiera robado tiempo a todos gracias a su proverbial velocidad. Inmediatamente después, la multitud rugió de entusiasmo y lanzó gritos de júbilo. Los partidarios de Médici chillaron hasta partirse la garganta, los hombres le dedicaron un atronador aplauso y las mujeres se deshicieron en sonrisas y suspiros.

Lorenzo todavía no daba crédito. No se había dado cuenta de lo que había ocurrido, puesto que todo había sucedido con tal rapidez que los había tomado por sorpresa a todos, y a él el primero.

Asistentes y escuderos se estaban ya apresurando a prestar los primeros auxilios a Pier Soderini, quien, por otro lado, debía de hallarse aún entero, puesto que se estaba poniendo en pie. Se había quitado el casco y, con el rostro colorado, meneaba la cabeza, un poco por incomodidad y otro tanto por incredulidad.

¡Lo había golpeado de lleno!

Lucrecia se llevó al pecho la mano y su hermoso rostro se iluminó con una sonrisa resplandeciente.

Lorenzo se quitó el yelmo y los guantes de hierro. Tocó casi instintivamente el echarpe. Sintió el perfume de ella, embriagador y ligero, y, sin embargo, lleno de promesas.

Sentía hacia aquella mujer un amor ardiente, una pasión que intentaba expresar a través de torpes sonetos. Muchos juzgaban que aquellas composiciones eran magníficas, pero él sabía que ni todas las palabras del mundo serían capaces de hacer justicia a lo que albergaba su pecho. Se sentía tan vivo…

Cuando los ojos de Lucrecia se posaron en él, le pareció que lo bendecían aquellas largas pestañas de color ónice y aquellos iris que parecían querer atrapar la sombra. No había nada más hermoso. Nada de lo que él tuviera memoria.

La gente pareció captar aquel sutil juego de miradas y gestos y estalló en un segundo aplauso todavía más abrumador que el primero.

Florencia lo amaba. Y también Lucrecia. Ella no le dedicó más que un instante, pero Lorenzo se sumergió en aquel suspiro de infinito que era su mirada, y comprendió. Comprendió que la amaría solamente a ella y que, aunque su madre ya hubiera elegido para él a una esposa romana, una dama noble que garantizaría alianzas y acuerdos útiles para la familia, él guardaría su corazón para una sola mujer: Lucrecia.

Mientras estaba absorto en tales pensamientos, el heraldo comunicó el resultado de la batalla.

Con aquel éxito, obtenido de manera tan evidente, Lorenzo era proclamado vencedor del torneo. Nobles amigos y dignatarios parecían no esperar otra cosa. Braccio Martelli fue el primero en saltar del palco y felicitarlo. Corrió hasta el lugar en que los escuderos lo ayudaban a bajar del caballo y le retiraban el peto y los quijotes, preparándolo para recoger el aplauso que la multitud le otorgaba.

Braccio estaba tan contento que empezó a cantar su nombre. La multitud respondió.

Giuliano, el menor de los dos Médici, sonreía desde la tribuna más alta. Era alto y elegante, de rasgos sutiles y refinados, bien diferentes de los de su hermano mayor, más fuertes y marcados.

Lucrecia dejó escapar un grito de admiración y, aún no satisfecha de haber causado suficiente escándalo, simuló un beso y lanzó a su campeón un pañuelito de lino finísimo.

Lorenzo lo tomó en sus manos. La esencia de aciano casi lo embargaba. La ciudad se cerró en un abrazo en torno a su hijo predilecto.

Sin embargo, en toda aquella animada multitud, una extraña figura se sacudía, oscilante como la antena de un insecto.

Tenía la figura y las facciones cambiantes de un joven, de hermoso aspecto por añadidura. Pero algo en la sonrisa que le curvaba los labios sutiles y rojos de sangre desentonaba de modo horrible.

Pronto, pensaba aquel espectador silencioso, toda aquella armonía terminaría hecha pedazos.

2 Riario

Su tío tenía toda la razón.

Y su tío pronto se convertiría en papa. No había duda alguna al respecto: era solo cuestión de tiempo.

Girolamo Riario miró al muchacho. Tenía unos profundos ojos azules y el pelo de color caoba. Dos labios sutiles dibujaban una sonrisa cruel en su rostro.

Intuía en él una pérfida crueldad, apenas oculta en rasgos atractivos, pero afilados hasta el punto de resultar cortantes.

Suspiró.

La sombra de un proyecto le consumía la mente: no estaba totalmente concebido y, en realidad, tenía mucho de hipótesis incierta, apenas anhelada y, con toda probabilidad, de difícil implementación. Aun así, no desesperaba.

La motivación era lo más importante que un hombre podría tener. Y el joven que estaba enfrente de él ya tenía bastante. Y de probada seriedad.

Girolamo se apartó un largo mechón de pelo. Sus ojos grises brillaron. Sabía que aquella pequeña serpiente poseía una inteligencia diabólica, y él no quería cometer ningún error por imprudencia excesiva.

—¿Estás seguro de todo lo que afirmas?

—No tengo ninguna duda, mi señor —respondió el muchacho.

—¿Y los has visto?

—Como ahora os veo a vos. Toda Florencia ha aplaudido aquellas miradas.

¡Ya! El amor de Lorenzo de Médici por Lucrecia Donati no era ciertamente un secreto. Y aunque pudiera resultar un inconveniente, no era tan reprobable. No abiertamente, en todo caso. Desde luego, a su tío no le agradaría. Y quizá tampoco al papa, pero eso no era una novedad, y una mirada era demasiado poco para una excomunión. Además, los matrimonios de conveniencia eran una costumbre, y el hecho de que Lorenzo alimentara un amor, fuera cortés o carnal, por la joven Donati no significaba nada. De hecho, su ciudad apoyaba abiertamente aquella infidelidad virtual.

“Malditos florentinos”, pensó.

—¿Qué más has visto?

—Florencia, mi señor.

Girolamo enarcó una ceja. —¿Florencia?

—La ciudad venera a ese hombre.

—¿Lo dices en serio? —Me duele admitirlo, pero así es. Riario suspiró. De nuevo. Tenía que hacer algo. Sí, pero ¿qué? ¿Estaba seguro de que la idea que acariciaba era tan ingeniosa?

—Habla con Giovanni de Diotisalvi Neroni.

—¿El arzobispo de Florencia, mi señor?

—¿Quién, si no?

—Naturalmente. Pero, si me lo permitís… ¿Con qué objetivo? —dijo amagando una sonrisa de las suyas.

La pregunta, por otro lado, era legítima. Girolamo se lo habría comido crudo. ¿Cómo osaba? Por otra parte, quedaba la curiosidad. ¿Qué hubiera podido responderle? Se devanó los sesos. Esa dichosa manía suya de hablar demasiado. ¿Por qué había nombrado a Giovanni de Diotisalvi Neroni? Había dicho esas palabras en espera de una inspiración, una sugerencia, un destello de genialidad.

Nada.

Sentía muchísima energía dentro de sí, pero era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que las ideas brillantes no eran lo suyo. No como le habría gustado. Las mejores eran aquellas que procedían, providentes y puntuales, de la mente diabólica de aquel muchacho. Ya lo había comprobado en el pasado.

De todas formas, Neroni podría tomarle el pulso a la situación. Sin duda, mejor que él, que se hallaba entre Savona y Treviso en espera de que su tío ascendiera al trono papal.

—Por lo menos conocer mejor los estados de ánimo de la nobleza y lograr entender las frustraciones de los enemigos de los Médici. —Un pensamiento lúcido, perfecto, nítido como el filo de un cuchillo.

—¿Me permitís una sugerencia? —prosiguió aquel infernal muchacho.

Riario asintió.

No sabía hasta dónde lo llevaría esa conversación, pero si llegara a idear un plan para quitarse de en medio a los Médici, un plan perfecto, impecable, entonces aquel sería un momento para recordar, ya que, para ser sinceros, era justamente todo lo que andaba buscando.

—Te escucho —alentó.

El joven pareció concentrarse.

—Bien, la idea de tantear el terreno es fascinante, mi señor… Brillante, me atrevería a decir…

—¡Al grano! —atajó Riario.

—De acuerdo. Ahora bien, si, como vos justamente sostenéis, Giovanni de Diotisalvi Neroni, arzobispo de Florencia, está en condiciones de identificar la familia más potente y contraria a los partidarios de los Médici, podría entonces ser aconsejable azuzarlos para que se esfuercen en planificar una conspiración contra Lorenzo; un proyecto criminal para conseguir su exilio y el de su hermano. La sangre no es nunca una buena idea, pero el confinamiento, el alejamiento, como ya ocurrió con su abuelo Cosimo, podría ser la solución ideal.

—¿Estás convencido? —preguntó Girolamo.

—Totalmente. Ved, mi señor: Lorenzo es, en cierto sentido, inseparable de su propia ciudad. Si se le arrebata, se le arrebata todo el poder posible. Y luego, digamos la verdad: su padre, Piero, es un cobarde y ha debilitado mucho su posición. Lorenzo podría darnos problemas, pero si actuamos ahora que es joven e inexperto, nos podría dar bastante juego, y ello abriría camino a una familia que pueda prestar más atención a vuestras pretensiones y a las de los vuestros.

—Ingenioso, mi joven amigo. Ingenioso pero vago, puesto que, me pregunto, ¿cuáles podrían ser las acusaciones que podrían llevar al confinamiento del que hablas?

—En verdad, mi señor, las acusaciones podrían ser muchas, pero solo una estaría en condiciones de desacreditarlo hasta el punto de legitimar la aplicación de la pena.

—Aquel muchacho hablaba como un hábil político y causaba en Girolamo la desagradable sensación de que lo hubieran parido del vientre de una criatura demoníaca.

—¿Y cuál sería?

—Su voz traicionó la más incrédula impaciencia.

—Alta traición —respondió sin titubeos el muchacho.

Girolamo Riario levantó una ceja.

—Veréis, mi señor. Hay en Florencia un artista que aún no es famoso, pero que con certeza está dotado de un temperamento extraordinario. A decir verdad, también es ingeniero e inventor. No existe en el mundo un hombre de tales inteligencia e ingenio. Es aún muy joven, naturalmente, pero muy pronto dará que hablar. Si pudiéramos demostrar o, mejor, si pudiera hacerlo una familia aliada nuestra, que Lorenzo y ese hombre colaboran con la idea de inventar un arma de tal potencia que resulte letal para cualquier estado y que se podría utilizar para agredir los reinos circundantes y, en consecuencia, pusiera a la ciudad de Florencia en una posición tal que todos la odien y la teman… Pues bien, llegados a ese punto, creo que no tendremos dificultad alguna en arruinar a los Médici y hacernos con la ciudad mediante una familia amiga. Podremos, con toda probabilidad, acusar a Lorenzo de alta traición e incluso de herejía, por su ciega confianza en la guerra y en la ciencia en una medida que va más allá de los límites impuestos por la Iglesia.

En ese punto el muchacho se detuvo. Girolamo continuó mirándolo fijamente, con los ojos abiertos de par en par por el estupor. Luego dijo:

—¡Magnífico; magnífico, muchacho! Se trata, naturalmente de un plan complejo y lleno de incógnitas, pero que precisamente por eso al menos hay que considerarlo. Vete, pues, y pon en marcha nuestro proyecto. No tengas prisa. Tenemos tiempo. Los míos aún tienen que llegar al poder. Entretanto, busquemos a esa familia. Luego uniremos los elementos que nos permitan inmovilizar a los Médici. Cuando estemos en la cima de nuestro poder, entonces atacaremos. Y lo haremos de tal modo que los Médici no podrán volver a levantarse. Dile a tu madre que he apreciado mucho las sugerencias de su hijo. Y para refrendar esta afirmación mía, te ruego que aceptes una muestra de mi estima imperecedera.

—Y, así diciendo, Girolamo Riario extrajo del cajón de una mesa de caoba una bolsita de terciopelo de color azul violáceo y se la lanzó al muchacho. Ludovico Ricci la recogió al vuelo; un inconfundible tintineo sonó con claridad.

—Sois muy generoso, mi señor. Dicho esto, giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.

—Una última cosa, Ludovico. El muchacho se detuvo y se volvió hacia su señor.

—¿Cómo se llama el genio del que me hablaste?

—Leonardo da Vinci —respondió el joven Ricci.

Matteo Strukul. Foto: Especial

Matteo Strukul es novelista y dramaturgo. Vive entre Padua, Belín y Transilvania.Es licenciado en Derecho y doctor e investigador enDerecho Europeo. Ha publicado varias novelas históricas y thrillers en Italia, Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania. Dirige los festivales literarios Sugarpulp y Chronicae (Festival Internacional de Novela Histórica).Es docente en la Universidad de Roma y escribe en las páginas culturales de Venerdì di Repubblica.

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