Amor jodido

21/06/2013 - 12:01 am

En febrero les avisamos a mis papás y a mi familia, incluso a una de mis abuelas, que vendrías a vivir conmigo. Que lo habíamos pensado bien y que estábamos hechos el uno para el otro. La verdad es que ya teníamos tiempo viviendo juntos. Años. Años de secretos, de inventos. De simulaciones clandestinas, en ocasiones gozosas

A veces me hacías sufrir muchísimo, sobre todo antes, cuando era más joven. No es que sea una vieja, pero hace 12 años no sabía bien quién eras tú; y de mí, ni qué decir. Mucho mayor, más experimentado, más vivido.

Me enamoré de ti porque tenías los ojos negros más profundos del mundo.

Siempre supiste hacerme sentir como cucaracha aplastada. Tocar la llaga, hacer que me retorciera de dolor, como ostión con limón en una playa sin nombre. Como si yo fuera un manjar delicioso de succionar; una fuente de placer que disfrutabas indiferente al dolor que infligías. Tú a la tuyo: pedías una docena de ostras diarias.

Y yo callada. De hecho, jamás te cuestioné. Simplemente me dejé guiar por ti. Varios aspectos de mi vida se vieron gobernados. Eras el señor feudal. Dictaminabas qué estaba bien y qué estaba mal. Cómo debía vestirme, qué palabras tenía que utilizar, con quién debía juntarme, qué debía tomar, qué tenía que ser y hacer. Y yo ni en cuenta. Quizá en alguna ocasión sentía opresiones en el pecho, a veces corría a la ventana para respirar, aunque la casa estuviera inundada de corrientes.

Un día me dijiste qué era lo que tenía que comer. Y te hice caso. Tonta de mi. Dejé de comer cosas que me gustaban. Dejé de hacer muchas cosas que me gustaban o que en todo caso me gustaría haber probado.

Hasta que de repente me empecé a rebelar, a salir del “huacal”, como algún día le dijo mi abuelo a mi abuela – de lo cual estoy muy orgullosa–. Quería explorar, y cuando regresaba a casa, cansada, me esperabas, serio. Sabía que estabas sentado en el sillón café de tres plazas. Me hacías la ley del hielo.

Odio ese sillón. Cuando me tomo una siesta, en estos días, procuro que no sea ahí porque odiabas que tomara siestas. De hecho no sé por qué estabas conmigo, si odiabas tantas cosas de mi. Te parecía exasperante la manera de decir las cosas que pienso, mi indecisión, mis inseguridades, mis depresiones, mis euforias.

Amor tóxico le llaman algunos. Amor jodido le llamo yo.

Y sí, estábamos hechos el uno para el otro. O estamos. Ya no sé en qué tiempo conjugar mi vida. Estoy, estaba, estaré. No sé con cuál quedarme. Me confunde. Yo pensé que eras el amor de mi vida, y tú viste en mi alguien a quien cuidar. O regañar. No sé. No sé qué habremos sentido el uno por el otro, el caso es que seguimos juntos.

Un día, me acuerdo, tenía una boda a la cual asistir. Había ahorrado dinero. Me sentía triste esos días, como muchos otros. Y fui y vi un vestido maravilloso. Era color azul, con una mezcla en el pecho de flores. Ese color azul tan de moda estos días. No sé mucho de tonalidades, no puedo decir exactamente qué tipo de azul es. Sería más fácil el color coral, porque ese lo conozco bien. De ese color me gusta pintarme las uñas.

Me lo probé y parecía que estaba hecho para mí. O por lo menos eso dijo la señorita que me chuleaba, no sé si por la comisión o porque en realidad las dos nos sorprendimos. ¿O es que quise entender que ella también estaba sorprendida?

Es lo de menos. Saqué una parte de mis ahorros y lo compré. Caminé a la casa, eran casi las ocho de la noche. Me fumé un cigarro afuera. Obviamente te repatea que fume. Y te repatea que tome y te repatea que tenga amigos pachecos, y te repatean mil cosas más que no puedes controlar totalmente.

Me tomé dos pastillas Halls y entré al departamento. Todo estaba oscuro. Tú leías en la cama. Murmuré un saludo, es que ya casi no me dan ganas de saludarte, ¿sabes? Qué raro. Yo pensé que vivir con alguien sería así como súper agradable, beso de buenos días, alguien pone la cafetera, otro cocina, no sé. Puros inventos.

Puse agua a hervir y me hice un par de quesadillas con esas tortillas azules tan deliciosas que venden en el mercado. Maíz real, pienso cada vez que les doy una mordida. Me encantan así, crujientes o blanditas. Serví el té y me senté en el sillón café de tres plazas. Iba a leer algunas cosas que tenía pendientes del trabajo. Porque aparte siempre te da por preguntarme cómo voy, si estoy vendiendo o no. Ahí con tu cara de pepino arrugado. Me gustaría decirte eso, que tienes cara de pedo. O cara de pepino arrugado, pero no me animo.

De repente oí pasos. Te asomaste desde el pasillo y me recorriste el cuerpo con una mirada lasciva y reprobatoria. Pero de inmediato tu atención captó una bolsa blanca que se me olvidó esconder. En cuanto vi esa chispa de furia en tus ojos sabía que me esperaba una noche larga.

Fuiste por la bolsa y la abriste, extendiste el vestido frente a ti y soltaste una carcajada.

¿Cuánto te costó esta mierda?, me preguntaste. Yo te inventé que 600 pesos, trescientos menos. Al cabo había quitado la etiqueta.

¿Y a dónde piensas ir con ella? ¿Al festival de las putas?

En ese momento te odié. En ese momento me dejé ir sobre ti y te arañé, te golpeé como pude, rompimos el vestido en medio de la pelea. Forcejeamos. Me diste una cachetada, me enojé más. Eso me disipó el miedo; se esfumó el susto asustarme, de pronto cobré una fuerza impresionante. De mis labios salió una sola palabra: lárgate.

Luego, cómo no, le agregué “y no vuelvas”. Pero el lárgate fue tan seco, tan duro que entendí que te ibas a ir. Fuiste por tu maleta y me dijiste que ya te rogaría que volvieras. Algo dentro de mi se rompió.

Estrellaste la puerta y me quedé en el sillón de tres plazas, con el vestido roto y dos mil suspiros contenidos en la garganta.

Cuando estuve más tranquila, cogí el teléfono y marqué el número de Viridiana.

Viridiana, dije, la culpa se fue. Y no sé qué mierda voy a hacer sola.

Y me solté a llorar.

@mariagpalacios

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