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Antonio María Calera-Grobet

21/04/2018 - 12:00 am

La vida en francachela

Hace unos días, salí de casa de unos amigos y me puse a caminar por la colonia Nueva Santa Anita, unas calles en las que se todavía respira un ambiente de barrio que otras zonas han ido perdiendo. Mis pasos me llevaron, como siempre, a deambular por el mercado de la colonia. Me dispuse a explorar. Dentro de él, lo habitual y necesario en cualquier centro de abasto inmediato para los habitantes cercanos: pollerías, verdulerías, abarrotes, carnicerías y demás comercios para surtir las necesidades que surgen en el transcurso de la vida diaria. El recaudo, la canasta, el mandado esencial. Nada más. 

Francachela: f. col. Reunión de varias personas para comer, beber y divertirse desordenadamente

Ojalá todas las colonias contaran con al menos un lugar así. Foto: Especial.

Hace unos días, salí de casa de unos amigos y me puse a caminar por la colonia Nueva Santa Anita, unas calles en las que se todavía respira un ambiente de barrio que otras zonas han ido perdiendo. Mis pasos me llevaron, como siempre, a deambular por el mercado de la colonia. Me dispuse a explorar. Dentro de él, lo habitual y necesario en cualquier centro de abasto inmediato para los habitantes cercanos: pollerías, verdulerías, abarrotes, carnicerías y demás comercios para surtir las necesidades que surgen en el transcurso de la vida diaria. El recaudo, la canasta, el mandado esencial. Nada más.

Caminaba distraído por el túnel de las frutas cuando me di cuenta que andaba ya, no por culpa del mercado sino del calor infame que hacía, con sed, un tanto torpe, sudoroso, embotado. Y ya me estaba yo hasta inquietando, haciéndome a la idea de que mi paseo terminaría en un fracaso, cuando me topé con un oasis, un pequeño restaurante que, se notaba desde la puerta, había sido levantado con especial cuidado por parte de sus propietarios: “Francachela”.

Para que lo ubique le explico. Son varias maneras de llegar al lugar. Tome el Metrobús en la línea 2 (la morada), baje en la estación Andrés Molina y estará usted a una cuadra, o bien descienda en la estación Viaducto del metro y estará igualmente cerca. Es un lugar de muy fácil acceso: si usted hace un viaje en taxi de 10 minutos desde el centro de la ciudad, pídale al conductor que lo baje en la Calle Tizoc, esquina con Calzada Santa Anita, pegad al mercado del que le hablaba hace un momento.

Y es que habría que comenzar a subrayar la importancia de ciertos lugares cuya singular presencia en un entorno los convierte en epicentros sociales por excelencia. Es ahí, en esos surtidores de placer y felicidad, que los habitantes de una colonia se dejan ver y conocer, se permiten trabar ya no una relación meramente vecinal sino de camaradería y fraternidad, en que los ciudadanos se descubren en el mismo barco (la manzana, la colonia, el barrio), y realizando el mismo viaje (la vida misma dentro de una colectividad), y se reconocen como apoyadores naturales y complementarios en las tareas y quehaceres cotidianos que se lleguen a vivir al interior de su comunidad.

Tal vez este sea la clave de la fortaleza, el ingrediente fundamental para cualquier empresa que se haya metido al maravilloso mundo de la cocina, brindar los servicios ya sea en una fonda, un restaurante o una taberna. O vamos, un puesto de quesadillas, una panadería. Que sienta el comensal que lo que ahí se ofrece va más allá de un servicio, que es más que un espacio para alimentarse, sino que, por unas horas, se convierte en un templo para la belleza, que estará protegido ahí por el mimo de sus dueños, podrá al menos un rato vivir en serenidad, fuera del trabajo y las normas de la modernidad, podrá darse el regalo más grande que hay: juntar los placeres del cuerpo con los del espíritu, conocer a otros que, como él o ella, requieren de saberse en alegría con sus pares, olvidarse de las tribulaciones y vicisitudes de la existencia. Y eso es lo que sentí apenas entre a “Francachela”. Un espacio discreto y acogedor, cuyas señas de identidad hablan de que fue levantado con esfuerzo y cariño desde que comenzó su vida en el 2015.

En cuanto a su carta hay que decir que nadie imaginaría que se halla uno en las entrañas de una ballena gigante porque nos lleva por cualquier cantidad de sabores y tradiciones. Siéntese en sus mesas pronto para elegir su viaje: ya verá todo lo que le contará su carta al leerla. ¿Quiere pasear por la Unión Americana? Puede empezar con unas alitas, seguir con un meatball sándwich y acompañarlo con una malteada o, si se siente más aventurado, con un Tom Collins o un té helado al mejor estilo Long Island. ¿Siente que tiene ganas de un tour más italiano o argentino? Puede decantarse por una pasta (hay 3 propuestas disponibles y ninguna se ve menos potente que las otras), y luego elegir una pizza (yo probé la clásica Margherita), o bien crear la suya a su antojo. Hay varias carnes y quesos, vegetales para poder inventar una con gracia, para luego pasarla con una buena sangría o un clericot, una copa de vino de la casa. Puede abrir también la mesa con un chorizo argentino en choripán, o como yo picar algo de pepperoni o salami, echarse una chistorrita a todo dar. Y hay pastas variadas, desde una bolognesa hasta algunas de creación: la “Abruzzo”, la “Fénix” son tan recomendables como las crepas y ensaladas. Y bueno, se puede viajar por España, cosa que a mí no sólo me gusta sino que hace que se me caiga la baba. Vi por una mesa una sopa de ajo, una tortilla con chorizo de pamplona, pero lo que en verdad sorprendió fue la calidad de su paella, entre las mejores que haya comido en la ciudad en honor a la verdad, hecha con detenimiento y por todo lo alto, muy bien servida y presentada. Su abundancia, color y presentación son excelsos, y todo en ella se realiza con el cocimiento justo: el arroz, el pollo, los camarones, el cerdo. De primera.

Ahora bien que si tiene usted ganas de olvidarse de la comida extranjera y comer algo con el toque nacional las opciones son varias. Creo que son imperdibles los “Toritos” (chiles cuaresmeños fritos, rellenos de queso y envueltos en lonchas de tocino).  Probé también unas enchiladas verdes de gran nivel. Las hay rojas también como los molletes o chilaquiles, y hay igual enfrijoladas y enchipotladas. Los fines de semana hacen unos tacos especiales de cecina, longaniza y chicharrón, estilo “Villamelón”, pero con una salsa increíble, receta confidencial de la casa, que ayudaría a bajar la cruda de algún dios de la buena vida. También hay unos camarones rebosados a la perfección, con un rebosado ligero y mucho sabor. Pedí unos de esos y un caldo de camarón. Le recomiendo particularmente un plato de carne de res que lleva por nombre “Los Andes”. le guarda una deliciosa y delicada sorpresa.

Hace unos días, salí de casa de unos amigos y me puse a caminar por la colonia Nueva Santa Anita. Foto: Especial.
Recuerdo mi visita con mucho gusto. Foto: Especial.
Toda la energía era contagiada por los comensales de las mesas de a un lado. Foto: Especial.
En “Francachela”, cocinar y servirle es un placer. Foto: Especial.

Recuerdo mi visita con mucho gusto. Me puso de ánimo y buen humor. Toda la energía era contagiada por los comensales de las mesas de a un lado. Todos ahí contentos por la música y la tarde soleada, con algunos tragos encima, de lo más relajados de la vida. Y como el lugar está casi en la esquina de una calle por donde no pasan casi autos (de hecho uno podría llegar en auto y dejarlo sin costo en la calle frente al negocio), sólo se escuchaba el barullo de los comensales y la música del lugar: música vernácula un rato pero luego una buena mezcla de pop, varios estilos para llevarnos por los oídos hacia diversos viajes. Increíble que exista, recuerdo que me decía, en pleno barrio de la nueva Santa Anita, este centro de salud, hospital de las almas, una cueva para olvidarnos de los establecimientos uniformes y aburridos, cada vez más iguales en su imagen y lo que hacen, casi copias uno del otro, impersonales y por ello distantes.

Los dueños me cobijaron desde el primer momento. Gente muy cálida y efusiva que, pese a estar en el ajo, tuvieron tiempo de platicar conmigo y hasta ponerme un delantal e invitarme a ver cómo se cocinaban algunos platillos. El pequeño “Francachela” es administrado por la familia Hernández Flores. En el centro de las comandancias los hermanos Estefanía y Omar, como apoyo permanente sus padres, Patricia y Margarito, y como apoyo vital y absolutamente entrañable, la bella sonrisa de la abuela Juana que, desde una mesa, vigila lo que hace falta, ayuda a los meseros a saber qué hace falta y a dónde llevarlo. En gran medida, Estefanía es la líder de los sabores: lleva tiempo en esto y sabe perfectamente cómo cocinar y hacer que todo salga a pedir de boca. Omar es un especialista con estudios en coctelería. Su barra maneja los clásicos pero también copas de autor de alta magia. Y bueno, al platicar con ellos la cosa quedó clara. Se busca que en “Francachela” las cocinas conviven una junto a la otra, paralelas pero también a veces abrazadas para inventar sabores nuevos, queridos por nosotros por tratarse de nuestra tradición. En dos palabras, se cocina ahí la que es para mí la mejor cocina: la comida mestiza. Y la idea ha quedado perfecta. Es exquisita.

Y bueno, como si hiciera falta, ya entregado por entero, brindando y abierto de capa con los que ahí se agasajaban, mientras estuve ahí tuve la oportunidad de comprobar que se trata de un lugar con ángel, magnético para los coterráneos. Llegó el señor que vende hielos a beber un mojito, el mecánico de la cuadra a comer unos pulpos en su tinta, los taqueros de al lado a echarse tragos subrepticios para aguantar la jornada, una señora y sus hijas al salir de trabajar a unas cuadras. Y no sé usted pero para mí esto es algo bello. Por cierto, por honesto. Y una forma de entender las cosas en peligro de extinción porque nos estamos olvidando de los merenderos del barrio, esos que pertenecen más a lo que en él viven y lo cuidan con celo, esos lugares que hacen comunidad y que están y estarán ahí siempre y cuando los apoyemos,  leales y voluntariosos, para cuando uno lo necesite. Y  para distraernos con familia y amigos sin tener que gastar el doble o triple en un descafeinado restaurante de cadena, un triste comedor hipster idéntico a los otros 214534 comedores hipsters de esta ciudad, en los que se come congelado, feo y caro, y los meseros atienden a los visitantes como si fueran no deseados. No amigos. En “Franchachela” pasa todo al revés: se cocina al momento y con productos frescos, una comida que ya quisieran otros lugares más famosos, con trato de amigos y realmente con precios económicos. Porque podría decirse que el lugar es hasta barato. Pareciera la reinvención de una fonda que pudo haber existido hace décadas, mezclada con un mesón de película en donde los propietarios atienden a los parroquianos que son los vecinos y los nuevos amigos, no como robots sino como lo que son ambos: humanos que quieren pasarla bien.

La decoración del lugar es muy sencilla y funcional. Todas las mesas fueron hechas por ellos mismos y en las paredes hay carteles y fotografías de muy diversa índole. La verdad es que han logrado generar un ambiente casero, sin pretensiones artificiales, donde uno puede explayarse, dejarse ir y quedar fuera del tiempo, a la suerte de los tragos y la comida, los tratos de la familia.

Hablando de tragos, me sorprendió la variedad de lo que uno puede beber en el lugar. Luego de cervezas y tintos planeaba pedir un ron, pero al final me animé por probar los tragos mágicos que me ofreció Omar: el “Elixir” (con whisky, pera, manzana, angostura y jengibre), el “Cuernavaca Punch” (ron, tequila, limón, jugo de toronja y jarabe de canela) y uno que no a la fuerza sino todo lo contrario, terminó acompañándome un buen rato: el “San Pedro” (mezcal, mermelada de frutos del bosque hecha ahí mismo, cítricos y hierbabuena), que por lo que alcancé a ver hace las veces de trago mandamás del lugar. Pero vamos, las posibilidades son todas: hay mojitos, piñas coladas, daiquirís. Los Bloody Mary se ven espectaculares. Esto para los más deshidratados, pero también hay coctelería de abolengo: Cosmopolitan, Manhattan, Martinis para los esófagos más sofisticados. En fin, creo que usted podrá pedir lo que sea y seguro lo habrá. O pídale a Omar le haga algo a la medida. Se las sabe como bar tender.

La propuesta del lugar se ve beneficiado por dos cosas más: es pet friendly, por lo que no es raro encontrar parejas o grupos de amigos que hayan invitado a sus amigos cuadrúpedos. La otra es que es un lugar comprometido con la ecología: procuran producir la menor cantidad de desecho posible, incluso en los embalajes para servicio a domicilio en las cercanías, e invitan a los vecinos a llevar sus contenedores cuando piden comida de llevar. Me contó Estefanía que con frecuencia se organizan eventos de flamenco o pequeñas exposiciones de fotografía, invitando así a los vecinos a acercarse a expresiones que no se ven mucho por el rumbo.

Por su parte, Patricia y Margarito, los padres de Estefanía y Omar, me dicen que la mancuerna entre establecimiento y barrio garantizan, apenas a tres años de su nacimiento, una buena afluencia. Por eso le aconsejaría que anticipara su visita con una reservación. Si usted vive cerca, también puede pedir para llevar al teléfono: 11145947.  “Francachela”, puerta abierta para los comedores apasionados, pequeño gigante para el paseante gastronómico de la metrópoli, se encuentra en la calle Tizoc, esquina con Calzada de Santa Anita, en la colonia Nueva Santa Anita de la delegación Iztacalco, Ciudad de México. Su carta dice: “Ofrecemos a nuestros amigos visitantes un lugar para comer rico, tranquilamente y a un buen precio. En “Francachela”, cocinar y servirle es un placer, así como como conocerlos y divertirnos juntos”. Y vaya que la familia Hernández Flores logra ese objetivo se logra con creces. Ojalá todas las colonias contaran con al menos un lugar así. Para entregarnos a una tarea que en muchas ocasiones se antoja de las más complejas: volver a sonreír.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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