Julieta Cardona
21/03/2015 - 12:00 am
Prolapso
Mis manos no aguantan el peso. Estoy a punto de caer de un acantilado. Pero no estoy sola; con la fuerza de un brazo sostengo el antebrazo de Clem, la mujer que amo, y con la fuerza del otro, sostengo el antebrazo de Lana, la otra mujer que amo. El peso de ambas va jalándome […]
Mis manos no aguantan el peso. Estoy a punto de caer de un acantilado. Pero no estoy sola; con la fuerza de un brazo sostengo el antebrazo de Clem, la mujer que amo, y con la fuerza del otro, sostengo el antebrazo de Lana, la otra mujer que amo. El peso de ambas va jalándome al vacío y, por más que babee, jadee, apriete y me rompa los dientes por el esfuerzo sobrehumano al que me someto, no consigo jalarlas a tierra firme. Llena de rabia y desespero, comienzo a gritar buscando en el coraje del grito la garra necesaria para liberarme de la peor escena de la película de mi vida que no es un sueño, pero no puedo porque no poseo la fuerza de algún semidios mitológico. No puedo porque mi fuerza finita me permite salvar a una sola. Entonces, mirándolas con el reloj de arena a punto de reventar, pienso en dejarme caer con ellas deseando que la caída sepulte para siempre lo único infinito que sí poseo: el amor. Pero no, sabiendo que la vida se trata de decisiones condenatorias que te zambullen a una paz intermitente o a un arrepentimiento perpetuo, elijo vivir y elijo a una de las dos.
Clem es una mujer muy singular: tan atormentada, tan bella, tan amorosa. La conocí y quise estar con ella eternamente. Embonamos como un rompecabezas pulcramente armado porque como felinas lamíamos las heridas que la otra no podía. Y su cabello, en serio que si se revolcaran en él, sabrían lo que es el cielo. Clem es inasible, una maldita nereida. Y es también como un ángel tan inquieto como ambiguo aquí en la tierra.
Lana es hermosa hasta cuando se empeña en no entender nada. Es la mujer a quien quieres contestarle cualquier cosa con dos mil besos no porque sus ojos sean la entrada al paraíso sino porque sus ojos son la entrada al paraíso. Su sensatez, como pocas cosas que un humano puede presumir, es recia: no le cierres la puerta a todo lo que te rompe el corazón por qué si sí, por dónde entraré yo, me dijo alguna vez sin saber que todo lo dicho se me había clavado en lo más hondo.
No tengo más tiempo y el sudor de nuestras manos comienza a estrujarme el alma. Miro a Clem y, atestada de ráfagas que son memorias, veo cómo alguna vez nos aferramos a estar juntas transgrediendo toda regla, veo que la única manera de hendirnos fue queriéndonos todavía y, en ese momento, nos perdono.
Miro a Lana, miro su antebrazo resbalándose por el mío, veo sus manos que fueron mi paracaídas, veo su boca que tantas veces chupó mi boca, mi ansiedad, mis actos deshonestos, mi insomnio, mi efímera bondad, mi dolor, mi boca, mi boca, mi boca.
Inútilmente intento una vez más jalar a ambas tratando de probar cualquier cosa, incluso que no tengo miedo, que no me rindo, pero no puedo y hago lo único que me queda por hacer: llorar, desbordarme; entonces, dejo caer a Clem y jalo, con todo lo que me quedaba y con mis dos manos, a Lana.
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