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Jorge Alberto Gudiño Hernández

21/03/2015 - 12:02 am

Poder decir

La discusión en torno a la libertad de expresión está más viva que nunca. No sólo por el caso emblemático de Charlie Hebdó sino por uno que nos resulta mucho más cercano, el de Carmen Aristegui. En este texto no haré una exposición de motivos sobre el mismo. Baste decir que estoy a favor de […]

La discusión en torno a la libertad de expresión está más viva que nunca. No sólo por el caso emblemático de Charlie Hebdó sino por uno que nos resulta mucho más cercano, el de Carmen Aristegui. En este texto no haré una exposición de motivos sobre el mismo. Baste decir que estoy a favor de Carmen y sólo eso.

         El asunto que me ocupa, entonces, es el de la libertad de expresión. Conforme las discusiones se prolongaban, mientras algunos fanáticos tomaban partido de manera radical por la forma de actuar de unos y otros, al tiempo en que los argumentos iban y venían sin tiempo para asentarse, quedé con muchas más dudas que respuestas. Esto no es tan complicado como parece. Supongo que a la mayoría de las personas les sucede algo similar. Estamos tan acostumbrados a la existencia de ciertos temas y etiquetas que los asumimos como válidos sin profundizar en ellos. Eso me pasaba con la libertad de expresión. Me parecía algo tan natural que ni me daba tiempo de cuestionarla.

         Ahora lo hago. O le doy varias vueltas al tema.

         Parto de algunas ideas que tengo más o menos claras. La libertad de expresión es un derecho. Como tal, quien nos lo puede quitar es sólo una autoridad. La censura no puede provenir de abajo hacia arriba salvo en el caso de la prudencia pero, entonces, no habría pérdida de la libertad sino ejercicio de la misma en un sentido diferente al original. Así pues, el gobierno puede intentar acallar ciertas voces, algún mafioso puede amenazar a quienes revelan sus secretos, un jefe puede exigir que no se toquen ciertos temas dentro de su empresa. En cualquiera de los casos, es un asunto de autoritarismo al margen de su legitimidad. Quizá por eso sea que duele tanto: decir lo que deseamos sin tener que pasar por el filtro de la censura es un poder que vale la pena utilizar.

         Ahora bien, me queda claro que es la autoridad quien censura, quien coarta la libertad de expresión. Para ponerlo en términos muy simples: es el gobierno, el estado o el autoritarismo emanado de los mismos. Las razones que motivan al gobierno a acallar ciertas voces son muy claras. A nadie le gusta que exhiban comportamientos poco honorables aunque, a decir verdad, las consecuencias reales en este país sean ínfimas. A nadie le gusta ser exhibido, es cierto, pero un gobernante debería ser probo y no dar pie a tales exhibicionismos. Dejemos de lado el mundo ideal. Se censura para callar, esconder, marcar las líneas editoriales. Sólo eso.

         Y hasta aquí, todo suena muy lógico. El problema viene al cuestionarse esa libertad. ¿En verdad tenemos el derecho de decir lo que queramos, en el tono que mejor nos convenga, sin importarnos nada más que el dicho mismo? Si buscáramos una respuesta fácil tendríamos que decir que la libertad de expresión podría estar delimitada por algunas condiciones de lo que se dice. Entre otras, que sea verdadero, que no resulte ofensivo, que no tenga una intención lábil, que no busque dañar.

         También suena bien pero una respuesta como la anterior genera muchos problemas. Charlie Hebdó era claramente ofensivo. Ahí el asunto quizá no giraba en torno a esa libertad sino a que una persona, por ofendida que se sienta, no tiene derecho a agarrar a balazos a otra. El homicidio y el asesinato son delitos. Insultar, en su cara, las creencias más profundas del presidente de una república verdaderamente democrática, podría ni siquiera significar una falta administrativa.

         ¿Entonces? Entonces se le pueden dar muchas más vueltas al asunto. Desde mi perspectiva, cualquiera tiene el derecho de decir lo que le venga en gana; la libertad de expresión es una garantía para ello. Eso no significa, sin embargo, que no existan consecuencias. Y no sólo al nivel de la autoridad. Si uno miente puede ser acusado. Si uno ofende puede ser ofendido. Me parece que la idea de la libertad de expresión se suma al conjunto de todos esos ideales que delimitan la noción de modernidad: en la teoría. Pero nosotros no vivimos ahí. Así que la libertad de expresión es un ideal por el que vale la pena la lucha. También su contraparte: la responsabilidad del que dice. Es tan fácil exigir un derecho cuando no se está dispuesto a pensar un poco en las palabras, en sus significados y sus alcances.

         Digamos pues, digamos todos. Hagámoslo conscientes del peso específico de nuestro decir. En la medida en la que nos hagamos responsables de éste, la libertad también se irá ampliando. En la medida en la que seamos más quienes ejerzamos el derecho, será más difícil que la autoridad censure. Digamos, entonces, para ganarnos el derecho.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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