Desde hace más de una década, como resultado de la guerra contra las drogas, México se ha ido desintegrando como Estado soberano en muchas partes del país; este fue el mes más violento en el país desde que se tienen datos accesibles: fueron asesinadas 2 mil 186 personas. Muchas de ellas, en el marco de la guerra contra los cárteles de la droga pero muchas otras, víctimas de esa violencia casi rutinaria. Después de Siria, México es hoy el país más violento del mundo, afirma un análisis publicado en Open Democracy.
Por Eldad Levy *
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Ciudad de México, 20 de julio (OpenSociety/SinEmbargo).- En Mayo del 2017, en la carretera que va de la Ciudad de México a Puebla, una familia de cuatro integrantes viaja a bordo de una camioneta Ford Ranger. Hacen una parada casual al borde del camino que resulta ser un terrible error. Dos vehículos se detienen detrás de ellos, un grupo de ocho forajidos exige la camioneta a punta de pistola, el padre vacila y una bala se dispara, matando a su hijo de dos años. Los bandidos violan a la madre y a la hija adolescente, y finalmente se llevan la camioneta. La familia se ve obligada entonces a caminar varios kilómetros en mitad de la noche, llevando el cuerpo de su hijo en brazos, hasta encontrar ayuda.
Hace falta mucho más para impactar a la prensa Mexicana. Mientras los medios de comunicación extranjeros cubren principalmente las relaciones entre Trump y México, los periódicos locales están llenos de este tipo de historias de violencia sin sentido, llegadas de todas partes de la República.
Esta, sin embargo, logró soliviantar al país, y se desplegaron fuerzas policiales y servicios de inteligencia para encontrar a los responsables. En menos de un mes, el líder de la banda fue arrestado, lo que representa un éxito enorme en un país donde se estima que el 98 por ciento de los homicidios quedan sin resolver.
Frente a la marea de noticias sobre desapariciones forzadas y asesinatos que se enmarcan en la guerra contra la droga, la gente sintió una profunda simpatía por los protagonistas forzosos de un crimen del que podía haber sido víctima cualquiera.
Esa violencia bárbara provocó una ola de ansiedad. Aunque puede entenderse fácilmente por qué la gente roba camionetas, la violencia brutal que acompañó al asalto no es tan fácil de explicar.
Esta historia es un buen ejemplo de lo ocurrido durante el mes de mayo de 2017 en México. Este fue el mes más violento en México desde que se tienen datos accesibles: fueron asesinadas 2 mil 186 personas. Muchas de ellas, en el marco de la guerra contra los cárteles de la droga pero muchas otras, víctimas de esa violencia casi rutinaria. Después de Siria, México es hoy el país más violento del mundo.
Lo peor es que, como comunidad política, México se está despedazando. Desde hace más de una década, como resultado de la guerra contra las drogas, México se ha venido desintegrando como estado soberano en muchas partes del país. La pobreza, la impunidad y la violencia están desgarrando lo que le queda de sentido de solidaridad.
Durante el largo periodo en que ha gobernado el Partido Revolucionario Institucional (PRI), México se ha basado en un mecanismo corporativista y represivo. Sin embargo, durante la mayor parte del siglo XX, el PRI también proporcionó, con éxito, una noción de solidaridad nacional y de identificación cívica. Definió un concepto de “mexicanismo” y de unidad. Pero con la transición a la era neoliberal, estas viejas normas cívicas han dejado de representar una fuente de solidaridad cívica. El mecanismo de corrupción basado en el clientelismo, que constituyó la columna vertebral del régimen priísta en su era corporativista, no ha desaparecido, sino que simplemente se ha convertido en un tipo de capitalismo compinche.
En este proceso de desintegración social, el aumento de la pobreza y la impunidad son fundamentales. Mientras otros países latinoamericanos han logrado reducir en cierta medida la pobreza, un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) señala que la pobreza en México creció casi un 3 por ciento entre 2008 y 2014.
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En el estado de Sinaloa, en el norte, hay casi 30 mil nuevos pobres cada año y cerca del 30 por ciento de la población carece de seguridad alimentaria. La ironía es que Sinaloa es uno de los mayores productores agrícolas, tanto para los mercados locales como para el exterior. Hay que señalar también que uno de los cárteles más poderosos de México es originario de este estado. Para el crimen organizado, estas cifras actúan como oficina de reclutamiento de jóvenes empobrecidos.
La entrada de México, en 1994, en el Tratado de Libre Comercio del Atlántico Norte (TLCAN), trajo promesas de crecimiento económico, erradicación de la pobreza e incluso democratización política. Cientos de empresas públicas pasaron a manos privadas, principalmente a una fina capa de ultra ricos mexicanos y empresas extranjeras.
Las industrias locales, que formaban la columna vertebral de la economía mexicana, se enfrentaron por primera vez a una competencia imposible, la de la economía norteamericana, masiva y bien organizada. Después de 30 años de implementación, la neoliberalización de la economía mexicana no sólo ha fracasado en términos de traer prosperidad a la población, sino que ha fracasado en estándares mucho más simples, como el crecimiento económico: México ha crecido anualmente, de promedio, solo un 2 por ciento desde el año 2000.
Mientras que al Presidente Trump le gusta enfocar su retórica contra el comercio con México, el TLCAN ha sido un desastre principalmente para la clase trabajadora y campesina mexicana. Desde su firma hace 20 años, ha generado la aparición de algunos oligarcas como Carlos Slim, pero ha producido a la vez millones de nuevos pobres, que se han quedado sin los viejos mecanismos de defensa que les proporcionaba el Estado corporativista.
Desde los años noventa, sustituyendo su política de inversión pública y desarrollo, el Estado ha intentado reducir la pobreza con la ayuda de diversos programas de bienestar social. Uno de los primeros y más famosos se llamó irónicamente “Solidaridad”. Sin embargo, en un país cuya política se basa en la lealtad a las “maquinarias” políticas y la corrupción, estos programas sirven solo como un mecanismo más de control de los partidos para asegurar votos.
Mientras líderes locales explotan los fondos públicos para su beneficio político, cada año hay más mexicanos que se enfrentan a la amenaza de la desigualdad y la pobreza, lo que contribuye directamente a la sensación colectiva de anomia social, al derrumbe de la solidaridad entre comunidades y al desorden.
Para dar un ejemplo: los autores del crimen atroz descrito al principio provienen de un municipio llamado San Martín Texmelucan, en el estado de Puebla. Un municipio en el que casi el 60 por ciento de la población está por debajo del umbral de pobreza y el 10 por ciento en situación de pobreza extrema. Esta localidad tiene tasas de acceso a la alimentación y a los servicios médicos inferiores al promedio del estado de Puebla y de la República. Estos datos no pretenden mitigar o justificar el crimen, sino reflejar los orígenes de una violencia tan brutal.
Pero la pobreza no es el único factor que contribuye a la violencia en México. El hecho de que los miembros de esa banda fueran detenidos es una clara excepción. La percepción entre los mexicanos es que los criminales se salen con la suya, lo que viene a sumarse a un estado generalizado de desorden social y violencia.
En 2015, México ocupaba el segundo lugar en el Índice Global de impunidad. En 2016, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos determinó que el aumento de la impunidad es uno de los factores que contribuyen en mayor medida a la violencia en México. Una vez más, como parte de un legado de corrupción y desconfianza, la policía en México es percibida por el público, en el mejor de los casos, como incompetente; en el peor, como aliada del crimen organizado.
La violencia, como resultado de una cultura política que genera pobreza e impunidad, está devorando todas las esferas de la sociedad mexicana. Hoy, en México, el crimen está bien integrado con el gobierno y las fuerzas de seguridad. El sentimiento común de desesperación y desintegración social no se basa únicamente en la existencia de una violencia atroz, sino en un sentido de desconfianza completa en el Estado y en todos sus agentes. La reducción de la violencia y la prevención de delitos como el descrito aquí, solo ocurrirá cuando se encuentren soluciones sistémicas a la impunidad y la pobreza.
* Eldad Levy es sociólogo político. Graduado por la Universidad Ben-Gurión en Israel, cursa actualmente estudios de doctorado en la Universidad de Texas en Austin y centra su interés en América Latina, violencia política y neoliberalismo.
Este artículo fue publicado originalmente en OpenDemocracy. Se reproduce con autorización del sitio.