Parcial y subjetivo | ¿Soy el que soy?

20/07/2012 - 12:00 am

Las biografías son difíciles. No cualquier lector se deja seducir por ellas. A diferencia de las novelas, la trama no está orientada hacia un fin concreto, se debe respetar lo sucedido y gran parte de la vida del personaje en turno puede parecer tan trivial que ningún novelista la incluiría en su obra. Las autobiografías son aún más difíciles. A las complicaciones iniciales se le suman varias más: convencer al lector de que su vida es interesante, de que su memoria es fiel, de que ha resistido la tentación de cambiar pasajes vergonzosos, de que no se ha exacerbado ni se ha pintado mejor (o, al menos, más interesante) de lo que era.

Sin embargo, en los últimos años hemos sido partícipes de lo que podría considerarse un género novedoso: las autobiografías ficcionales. En ellas, los autores suelen contar ciertos parajes de su vida como si fueran una novela. Delimitado el periodo en cuestión, se tratan a sí mismos como personajes y van contando sus vidas como quien desarrolla una trama cualquiera.

Son muchas las cosas que se podrían discutir respecto a estos ejercicios. La primera tiene que ver con el calificativo que alguien les ha impuesto, que no los autores de estos libros. Toda autobiografía es ficcional. Por muy buena que sea nuestra memoria y por muy objetiva que sea nuestra intención, lo cierto es que estamos limitados por nuestras propias capacidades. Sólo tenemos un punto de vista que, muchas veces, es alimentado por Lola memoria de algún familiar. Eso se suma a lo distorsionado de nuestros recuerdos y al hecho inobjetable de que, bajo ninguna circunstancia, somos el que fuimos.

Pese a ello, los autores que se aventuran a este género merecen un aplauso. Poner a la vista del mundo a aquél que fueron no debe ser nada sencillo. Hacerlo, además, al amparo de una autobiografía que se acerca más a la novela, permite convertirse en personaje. Así, algunos son entrañables cuando otros reveladores. La selección de hoy está relacionada con la cercanía. La que no es temporal tiene que ver con los afectos. Al menos en mi caso, tras leer a estos cinco autores devenidos en personajes, me quedé con la sensación de que estaban más próximos a mi persona de lo que estuvieron antes.

Las pequeñas memorias

Se dice que infancia es destino y bien podría haber razón. Sin embargo, para José Saramago las cosas fueron, por fortuna, diferentes. Nació en Azinhaga, un pequeño pueblo de Portugal, de donde salió hasta los dieciocho años. Es, en medio de este paraje bucólico y campirano, donde se va forjando, poco a poco, el que se convertirá en un gran escritor. No importará que su abuelo sea analfabeto; sí, en cambio, la gran sabiduría que le sabrá transmitir. Ser capaz de mirar el horizonte conmovido por cada una de las pequeñas cosas que se atraviesan en su camino, será piedra fundamental de su literatura. La premisa de la novela es simple: redescubrir al niño que fue. Hacerlo implica dar un salto al vacío para caer en la cuenta de que, tras muchas décadas, tras tanto aprendizaje y experiencias, se sigue siendo más o menos el mismo.

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La edad de la punzada

La transición de la infancia a la adolescencia es uno de esos periodos de la vida de los que resulta fácil avergonzarse. Este caso no es la excepción. Tras haber sido un niño casi modelo, Xavier entra en una etapa de libertades que no pueden traer buenas consecuencias. Por una parte, goza de la indulgencia de sus padres. Ellos lo consienten a más no poder pese a no merecerlo. Por el otro, ha despertado esa pulsión sexual propia de esa edad. Sin embargo, él no es popular ni tiene las habilidades necesarias para conquistar a sus fantasías. Peor aún, al parecer está condenado a relacionarse sólo con los lacras, ya sea en la escuela o en la colonia. Xavier Velasco ofrece un relato lleno de elementos con los que es fácil identificarse: que el narrador se ubique justo en el momento narrado lo vuelve inevitable. De ahí que detone la carcajada sólo para, páginas más tarde, enfrentarnos a la tragedia. Será entonces cuando se valide el relato.

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El cuerpo en que nací

La pequeña nació con un defecto en el ojo. Por ello estuvo sometida a un cruel tratamiento por años, consistente en que llevara un parche en el ojo bueno durante varias horas al día. Además, tenía cierta propensión a encorvarse y, poco a poco, encontró placer en actividades propias de niños. A ello, se le debe sumar el drama familiar. Sus padres eran liberales en todos los sentidos. Sin embargo, algo terminó rompiendo la tranquilidad vivida. Sus padres se separaron y comenzó un largo periplo que los llevó de vivir al cuidado de su rígida y estricta abuela materna a estar inscritos en una escuela francesa con un sistema por completo diferente. Todos estos elementos se fueron sumando para que ella pudiera aceptar la realidad del cuerpo en el que había nacido. Guadalupe Nettel narra desde el presente pero restringida en la perspectiva del pasado.

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Canción de tumba

Todo apunta hacia el melodrama: un hombre joven está velando la agonía de su madre. Mientras lo hace, escribe la novela de su vida. En ella dará cuenta desde sus años de infancia hasta su primera juventud. Todos ellos lastrados por lo que significaba, literalmente, ser hijo de una prostituta: la misma mujer a la que vela. El planteamiento es efectista y contundente. Sin embargo, nada más lejano a un melodrama que esta novela. Es, quizá, la más alejada de todas de una autobiografía rígida y la que incorpora más elementos ficcionales. De hecho, el descubrimiento de lo autobiográfico corre por cuenta del lector. Es una novela en la que acompañaremos al protagonista a tocar fondo sólo para recomponernos más tarde. Cuando descubramos que la novela está terminada, con todas las implicaciones que ello conlleva.

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Vivir para contarla

Una catarata interminable de palabras sirve para convertir esta autobiografía en una verdadera novela. En ella, persisten los mecanismos fantásticos, la magia del trópico, la maravilla constante y todos los elementos comunes en la obra narrativa de García Márquez. La justificación es muy sencilla y corre de la pluma del autor: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Así, todas las fantasías del niño se suman a la realidad, lo mismo que los deseos del joven y el entusiasmo por publicar los primeros cuentos. Además, permite que el lector se dé cuenta de que la vida del Premio Nóbel bien pudo haber sido la de algunos de sus personajes. Ficción y realidad llegan aquí a un muy venturoso encuentro. Si acaso queda un reproche: la promesa de continuidad nunca se cumplió.

Como con cualquier texto, a los pertenecientes a la autobiografía ficcional se les debe juzgar a partir de lo que dicen, no sólo de la historia que cuentan. Los cinco ejemplos arriba mencionados son muy diferentes entre sí. En todos, llama la atención el trabajo empleado para construir la idea de uno mismo, ese protagonista que transita por las páginas y que no es otro sino el autor en alguna de sus acepciones. Sin embargo, esto podríamos no saberlo y, pese a ello, llegar a la conclusión de que lo contado funciona. En otras palabras, si podemos leer estas autobiografías como si fueran novelas, habremos validado la intención de sus autores.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.
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