Antonio Salgado Borge
20/05/2016 - 12:03 am
LSD: Del submarino amarillo al regreso del hijo pródigo
Cuando sintetizó por primera vez la sustancia conocida como dietilamida de ácido lisérgico (LSD), el químico Albert Hoffmann la consideró una sustancia “poco interesante”.
Cuando sintetizó por primera vez la sustancia conocida como dietilamida de ácido lisérgico (LSD), el químico Albert Hoffmann la consideró una sustancia “poco interesante”. Cinco años después, en 1943, Hoffmann trabajaba en su laboratorio en otros asuntos cuando empezó a sentirse extraño, como si de pronto su cabeza se hubiera vuelto más ligera. Atribuyó esta sensación a la naturaleza de su trabajo presente y se marchó a descansar a casa. Fue allí que el mundo empezó a cambiar de textura; torrentes de colores y formas geométricas inundaron su consciencia.
Una vez recuperado, este químico suizo, quien era miembro del Comité encargado del premio Nobel en su área, repasó los pasos de su trabajo y se percató que había estado en contacto con el LSD. Para salir de dudas, al día siguiente decidió ingerir un poco del ácido. Comprobó su teoría. Hoffmann encontró los efectos de la nueva sustancia placenteros y epifánicos, por lo que la consumió frecuentemente a largo de su vida, hasta que en 2008 se despidió del mundo con 102 años cumplidos (The Economist, 08/05/2008).
A casi 80 de años de su nacimiento, la vida del LSD no ha sido tan libre y productiva como la de su padre. En los 1960’s esta sustancia, que se vendía entonces en presentaciones y cantidades diversos a quién pudiera comprarla, empezó a ser promocionada por algunos como una suerte de “droga milagro” que permitía a sus consumidores estar en contacto con un mundo trascendental o divino no revelado. Estamos hablando de una época caracterizada, por un lado, por el frenesí de los movimientos estudiantiles y, por el otro, por un momento de ruptura en que muchos ponían entre paréntesis consecuencias y se mostraban dispuestos a dejarlo todo con tal de acompañar a John, Paul, George y Ringo como parte de la tripulación de su submarino amarillo. Fue precisamente debido a la falta de información de las medidas de consumo recomendadas, y a la falta de políticas públicas para concientizar de sus efectos, que muchas personas comenzaron a ingerir dosis muy elevadas de una droga sumamente poderosa. Como era de esperarse vinieron problemas serios que luego, en 1970 y con la ayuda del gobierno estadounidense, fueron tomados como “casos muestra” exhibidos para sembrar y generalizar pánicos.
Como resultado de este fenómeno social, el LSD fue prohibido y etiquetado como una droga tan peligrosa como la cocaína o la heroína por las naciones promotoras del enfoque prohibicionista. Decepcionado por el extravío de una creación que respaldó orgullosamente hasta la muerte, Hoffmann defendió toda su vida a lo que llamó su “niño problema”. Su mensaje, a grandes rasgos, era el siguiente: creé algo maravilloso de lo que ustedes, en su ignorancia y banalidad, han abusado; lo único que lograron fue que el mundo entero se pierda de experiencias fundamentales. Y, en cierto sentido, Hoffmann tenía razón.
Cuatro décadas más tarde, cada vez más científicos han llegado a la conclusión de que la reacción de las autoridades fue apresurada y desmesurada. Por principio de cuentas, el grado de daño atribuido a la sustancia de Hoffmann no guarda relación alguna con el daño que esta realmente puede producir. Es importante subrayar que todas y cada una de la drogas tienen algún efecto secundario nocivo en su consumidor; pero también es fundamental aprender a distinguir que éstos de ninguna forma son equiparables. Recordemos que el LSD, a pesar de su gran potencia y sus efectos psicodélicos, ocupa el lugar 18 de 20 en la calificación de daño generado por las drogas elaborada por The Lancet, una prestigiosa publicación médica británica; el primer lugar, la droga más peligrosa, es el alcohol. El índice de The Lancet es particularmente interesante porque separa el daño que la sustancia produce a su consumidor –el LSD es la antepenúltima sustancia menos peligrosa, y el daño que el consumo de la sustancia produce a la sociedad -que en el caso de esta droga es casi nulo-.
También es cierto que hay una importante corriente que busca entender por qué tantos usuarios de LSD a nivel mundial aseguran que la primera vez que consumieron esta sustancia –y no su uso reiterado- vivieron una suerte de experiencia mística que transformó, para bien, el curso de sus vidas. No me detendré en este punto; pero sí considero importante señalar que determinar si esto es verdad o no es algo es que debería estudiarse con mucho cuidado y detenimiento. Esto es precisamente lo que ha llevado a un grupo de investigadores a trabajar seriamente sobre esta línea (The New Yorker, 9/2/2015).
Pero, experiencias transformadoras entre paréntesis, lo que con toda seguridad se perdió con la prohibición del ácido lisérgico es la posibilidad de emplearlo en investigaciones de corte médico. Hace un par de semanas un estudio de la Real Academia Neerlandesa de Artes y Ciencias y el Imperial College London reveló las bases neuronales detrás de los efectos del LSD. Gracias a las más modernas tecnologías de escaneo cerebral, por primera fue posible estudiar los cambios en la actividad y conectividad que esta sustancia produce a través del cerebro. El resultado fue que regiones del cerebro que no suelen estar comunicadas comenzaron a estarlo –lo que genera cambios en la visión, escucha y atención- y regiones que normalmente forman redes dejaron de estarlo –lo que produciría la experiencia de disolución del “yo” o experiencias místicas que los usuarios del LSD testimonian. (The Guardian, 11/4/2016). Es decir, nada trascendental o místico.
David Nutt, un profesor del Imperial College London -una de las 10 universidades más prestigiadas del mundo- que fue asesor en materia de drogas del gobierno británico, no ha dudado en calificar este descubrimiento es como “el equivalente para la neurociencia de lo que el bosón de Higgs representa para la física de partículas”. Y es que los resultados de este estudio podrían allanar el camino del uso medicinal del LSD y de otros psicodélicos para tratar desórdenes psiquiátricos; especialmente depresión, demencia senil y –paradójicamente- adicción al alcohol y a otras drogas .
La historia del LSD constituye un perfecto caso muestra de lo mucho que nos hemos perdido en materia de salud gracias al fracasado prohibicionismo. Casos análogos, al menos en este sentido, son la mariguana y hongos “mágicos”. No tiene sentido detenernos en las propiedades medicinales de la mariguana, a estas alturas de sobra conocidas; pero quizás resulte sorprendente conocer que la psilocibina, una sustancia extraída de hongos alucinógenos, ha demostrado ser capaz de paliar depresiones crónicas que habían sido consideradas intratables (Scientific American, 17/05/2016).
¿Qué podemos rescatar de estas experiencias? Por principio de cuentas, que la limitación de las libertades individuales nunca debe partir de pánicos o fobias, sino que debe tener como base evidencias científicas y también ser consistente. Es falso que mientras más alucinógena sea una droga esta es más peligrosa para su usuario o para la sociedad. Drogas tan poderosas como el LSD y los hongos deben ser tratadas con muchísimo cuidado por sus usuarios y su consumo implica importantes riesgos; es decir, de ninguna forma deben ser tomadas a la ligera. Sin embargo, ahora sabemos que el LSD ni los hongos -considerados la droga menos peligrosa en el índice de The Lancet- no generan una dependencia similar a la de otras drogas más aceptadas que producen graves adicciones y lesiones en materia de salud. Además, si lo analizamos con cuidado, un individuo postrado en un sillón alucinando rombos de colores es en realidad poca amenaza para otros, mientras que drogas de uso social, como el alcohol y la cocaína, pueden convertir a sus usuarios en serias amenazas públicas.
Pero también podemos concluir que, pudiendo producir tan importantes alivios para los millones de seres humanos que sufren enfermedades o condiciones dolorosas, no tiene ningún sentido continuar evitando que sustancias catalogadas como ilegales puedan ser empleadas por científicos para sus investigaciones en áreas como neurociencia o psiquiatría. Y es que cada vez día es más claro que nos hemos estado perdiendo de enormes beneficios potenciales que, gracias a las investigaciones en curso, lograremos algún día separar de los riesgos. Es una lástima que Albert Hoffmann no pueda estar presente para celebrar el previsible retorno de su niño problema convertido en hijo pródigo.
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