¿El nuevo presidencialismo mexicano?

20/03/2013 - 12:00 am

Los seres humanos somos seres simbólicos. A través de éstos comprendemos conceptos, asimilamos discursos y explicamos lo que los emisores quieren que captemos como la “realidad”. Esto implica que un grupo en el poder puede usarlos para legitimarse, por lo que es nuestra responsabilidad descubrir lo que hay detrás.

El primer fin de semana de marzo, el Partido Revolucionario Institucional llevó a cabo su 21 Asamblea donde, entre otras cosas, se aprobó eliminar el candado al IVA en alimentos y medicinas. Todo lo anterior con los consabidos rituales tricolores: aprobación por unanimidad, aclamaciones, porras al Presidente y otras demostraciones de fuerza que podrían parecer tribales, pero que obedecen a un fin específico.

Como sucede con cualquier ritual, la Asamblea logró uno de sus cometidos principales: mostrar una imagen de cohesión al interior y generar reacciones encontradas ante los opositores. Las reacciones entre estos últimos fueron del desdén y la descalificación al grito de alarma de que el viejo presidencialismo estaba de regreso.

Más allá de los rituales, ¿de verdad estamos viendo el regreso del viejo presidencialismo priista? Y si es así, ¿por cuánto tiempo?

El presidencialismo mexicano: mitos y realidades

Para empezar es necesario ofrecer algunas definiciones. Aunque tenemos un sistema presidencial, el presidencialismo mexicano fue el resultado de un conjunto de condiciones. Si observamos la Constitución Política, el Presidente tenía hasta 2011 pocos poderes legislativos frente al Congreso, e incluso era uno de los más débiles de la región. Por ejemplo, tenía un poder de veto absoluto y carecía de facultades de veto e iniciativa preferente, como otros ejecutivos de nuestra región. Es decir, su fuerza dependía de otras condiciones.

De acuerdo con un académico de origen norteamericano llamado Jeffrey Weldon, el presidencialismo mexicano se basaba en cuatro condiciones:

En primer lugar un sistema presidencial, entendido como un origen electoral separado del ejecutivo y legislativo, donde ninguno puede terminar con el mandato del otro a menos que se rompa con el orden institucional. Este elemento se confirmó a partir de la Constitución de 1917, aunque existe desde 1824.

La segunda condición es la existencia de un partido mayoritario o incluso hegemónico que controlase los resultados electorales, de tal forma que el Ejecutivo controlase una mayoría en el Legislativo. Esto se alcanzó en 1928 con la fundación del Partido Nacional Revolucionario, antecedente del PRI, y se mantuvo a nivel federal hasta 1997.

En tercer lugar, se requiere de la capacidad del Presidente para imponer la disciplina a los miembros de su partido. Esta condición se alcanzó a partir de 1933, con la prohibición a la reelección inmediata de legisladores y autoridades municipales. Es decir si nadie puede competir para el mismo puesto, entonces una persona puede decidir las candidaturas con su implicación en cuanto a control político.

Por último y como resultado de lo anterior, se mencionan las atribuciones del Presidente como el operador supremo de esta maquinaria. Lo que Jorge Carpizo llamó las facultades metaconstitucionales.

Como parte de este entramado de poder se podían distinguir otros elementos. Por ejemplo el corporativismo vertical que se insertó en la estructura del PRI, el hecho de que la federación se adueñó de atribuciones que correspondían a los estados a través de reformas al artículo 73, o la forma en que limitó la autonomía y facultades de la Suprema Corte de Justicia a través de hacer que su mandato durase un sexenio o absorber algunos tribunales a la esfera del ejecutivo.

Bajo este arreglo el Presidente era el titular de una maquinaria política y su autoridad se limitaba a un sexenio. Esto significaba que había otros centros de poder que podían imponer su veto ante cambios. Es decir, el Ejecutivo era un primero entre desiguales en lugar del “Tlatoani sexenal” que algunos pensaban que era.

Además este arreglo funcionaba en un país empobrecido, cerrado al exterior y con malas vías de comunicación: un país donde no pasaba nada. Un cambio pequeño y generaría desequilibrios que pondrían en peligro a todo el sistema. Y de hecho eso sucedió a partir de los años sesenta.

Para decirlo de una forma breve, conforme creció la prosperidad del país tras la Segunda Guerra Mundial, las clases medias se vieron menos identificadas con el sistema, llevando a presiones por el cambio. Las diversas reformas electorales abrieron los espacios a la pluralidad política, haciendo realidad los gobiernos divididos y las alternancias en el poder, primero a nivel municipal, luego estatal y el federal en 2000. La crisis del estado de bienestar llevó al quiebre del modelo económico, abriendo a México al libre comercio. Con cada reforma el PRI iba perdiendo capacidades de control.

Por último las reformas de 1996 desarticularon buena parte del poder del Presidente con la autonomía del Instituto Federal Electoral, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y el Distrito Federal, el fortalecimiento de la Suprema Corte de Justicia y los municipios y la consolidación del sistema mixto para el Senado.

Es decir, lo pactado en ese año no sólo dispersó el poder sino que llevó a un gobierno dividido en 1997. A partir de ese momento el Presidente perdió dos de las condiciones del presidencialismo: gobierno unificado y las facultades metaconstitucionales. Lo anterior evidenció la debilidad del Presidente frente al Congreso, explicando la reforma política de 2011, que fortaleció el poder de veto del Ejecutivo y le otorgó la iniciativa preferente.

¿Qué tenemos hoy?

Volvamos al inicio de esta editorial. Por más que los priistas hayan repetido sus rituales de cohesión, hoy ya no tienen el poder que tenían. Para decirlo de otra forma, no tendremos una “presidencia imperial” a menos que en 2018 el PRI vuelva a ganar y lo haga con la mayoría del Congreso. Y aun así tendría menos márgenes de maniobra que antes.

Gracias a lo anterior el ejecutivo tiene que negociar todas sus iniciativas. Incluso se ven modificadas sustancialmente por el Congreso. Para dar un ejemplo, la iniciativa que presentó en noviembre para reformar la administración pública federal fue cambiada en aspectos esenciales por los legisladores, como el hecho de que el Senado ratificase al titular de la seguridad pública. Y todavía está por aprobarse su propuesta en materia de combate a la corrupción.

Entonces, ¿qué estamos viendo? Por una parte un partido que supo negociar una agenda de coyuntura con el PRI y el PRD, los cuales atraviesan un momento de crisis interna y sus dirigencias ven conveniente colaborar con el gobierno. Sin embargo este arreglo tiene una vigencia limitada y quizás no se vuelva a presentar una oportunidad similar en este sexenio.

Por otra parte vemos a un partido que sabe para qué sirven los recursos del poder que ellos se diseñaron y que está dispuesto a usarlos para imponer su agenda o eliminar a personas que rompieron con ellos.

Ambos elementos han dado la impresión de que ha vuelto un PRI todopoderoso. Y esa percepción también ha jugado a su favor hasta el momento.

Fernando Dworak
Licenciado en Ciencia política por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestro en Estudios legislativos en la Universidad de Hull, Reino Unido. Es coordinador y coautor de El legislador a examen. El debate sobre la reelección legislativa en México (FCE, 2003) y coautor con Xiuh Tenorio de Modernidad Vs. Retraso. Rezago de una Asamblea Legislativa en una ciudad de vanguardia (Polithink / 2 Tipos Móviles). Ha dictado cátedra en diversas instituciones académicas nacionales. Desde 2009 es coordinador académico del Diplomado en Planeación y Operación Legislativa del ITAM.
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