N.N.: cicatriz que no cierra

20/02/2013 - 12:00 am

Ella tiene una piyama de cebritas y se ríe a la menor provocación. La primera idea que uno tiene es que ha de ser bióloga, florista o cualquiera de esas profesiones donde todo es bellísimo. Pero resulta que es antropóloga forense e hizo un posgrado en identificación de cadáveres descompuestos en cuerpos de agua: ríos, lagos, pantanos, etcétera.

Es sudamericana. Y me dice que estudió eso debido a la situación de violencia en su país, entre numerosos grupos paramilitares y sepa cuántas guerrillas, desde hace más de treinta años. “Es necesario el duelo, para todos los que pierden a un ser querido es necesario el duelo”.

Escribo de memoria lo que ella me ha dicho en más de cinco años de conversaciones, presenciales o por Internet: “hoy fuimos a abrir una fosa, pero los huesos todavía tenían carnita”/ “M’ija, estoy cenando”/ “Cierto, perdón”, me dijo cuando ella estaba trabajando en la ex-Yugoslavia, varios años después de que, en teoría, había acabado la guerra.

Pero el dolor no acaba, no acaba hasta que uno sabe qué carajos pasó con su hermana, padre, hijo, primo…

“Los reconocíamos por la ropa”. Me dice que era la técnica que se usaba en Guatemala para identificar los cuerpos de los mayas masacrados por los kaibiles y otras fuerzas armadas oficiales o extra-oficiales. La mayoría de los mayas guatemaltecos confeccionan su propia ropa, hacen sus propios bordados y, por tanto, son prendas únicas: prendas que conocen muy bien sus familiares.

“Las técnicas de identificación de ADN son costosísimas y lentas y normalmente no se tiene ni el equipo ni el dinero: programas como CSI le han hecho mucho daño a la profesión”. Nos dijo eso hace como un año, cuando dio una plática por internet a mis alumnos.

“Es bellísimo cuando llegas con la familia y les entregas los huesitos”. Me dice y luego acota que, por supuesto, es doloroso. Pero que a partir de ese momento el dolor irá cediendo: se harán los funerales, el duelo y acabará la angustia de no saber qué pasó con el ser querido. La esperanza que termina en angustia cada mañana luego de soñar que vuelve y está vivo.

–¿Y no te hubiera gustado dedicarte a otra cosa?

–Tal vez, pero lo que hago es indispensable y alguien tiene que hacerlo.

Ella ha trabajado, por lo menos, en cuatro países en conflicto. El año pasado agregó un país a su lista: México. Vino a dar unos cursos y hacer prácticas de campo. Y omito su nombre por razones obvias.

Me aterré cuando me dijo que me iba a visitar. Igual que todos: trataba de hacer como la avestruz y no ver lo obvio. Hoy día hay más de cinco mil personas en fosas comunes gracias a la guerra contra el narcotráfico. Cinco mil seres humanos registrados con dos letras: N. N., “Ningún Nombre”.

Y, por supuesto, éstas son sólo las cifras oficiales.

Son cinco mil seres humanos cuyos familiares seguirán despertando cada día con la ilusión de que estén vivos. Más de cinco mil heridas que no cerrarán hasta quién sabe cuántos años más después de que acabe esta “guerra contra el narco”, que cambia el gobierno pero sigue, porque ¿cómo se puede acabar una guerra cuando otro país metió decenas de miles de armas dizque para “ver dónde acababan”?

Al igual que todos, espero que ninguno de mis seres queridos desaparezca, que ninguno termine en una fosa con un N. N. en el registro. Pero si esto sucede, ojalá sea una persona tan dulce como mi amiga la que llegue a entregarme sus huesitos.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas