RELATO | “Lloraba como niño: nunca vería a su equipo campeón. El próximo año es el bueno, se dijo”

19/12/2020 - 12:00 am

Dejó de creer en Dios cuando sonó el silbato. Si Dios fuera real, se habría puesto los guantes para desviar ese balón del minuto 90. Ante los múltiples fracasos acumulados en las vitrinas oxidadas de La Noria, lo único que se distinguía en los pasillos malditos del club era el silencio divino.

Frente a los pixeles que marcaban el cuatro a cero a favor de los Pumas, su sueño se había destrozado. No podía regresar al trabajo a soportar las burlas. Que la máquina era una película en inglés por estar llena de subtítulos; que la habían felicitado en AA porque llevaba años sin levantar una copa…

Por Emiliano Pérez Grovas

Ciudad de México, 19 de diciembre (SinEmbargo).- Sísifo dejó de creer en Dios cuando sonó el silbato. Su recámara, cubierta de cobijas celestes, cruces y cuadros de San Carlos, lo acompañó mientras lloraba como niño pequeño y se arrancaba la playera. Enfrente de él, iluminado por los rayos verdes de la televisión, un Cristo colgado lo miró en silencio.

Esa figura omnipotente que vela por los caídos, que castiga a los malvados y que perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, jamás habría permitido que semejante desgracia se repitiera.

Levantó la cruz de su nicho en la pared y la estrelló contra el suelo. Al ver las piernas desmembradas, el torso de cerámica partido y los ojos vidriosos de Jesús mirándolo directamente, descubrió que la figura estaba hueca.

Cuando su papá llegó, las cobijas estaban quemadas, los cuadros partidos y la pantalla quebrada. En el centro de los escombros descubrió a su hijo semidesnudo en posición fetal.

—¿Te acuerdas del que me asaltó en la combi? —dijo Sísifo con voz entrecortada —Pues ese wey traía una playera del América.

La semilla de la duda se plantó por primera vez en Sísifo allá sobre la tierra seca del llano. La joven promesa ya había llamado la atención de varios visores gracias a su zurda envidiable. En aquellos tiempos, cuando estaba a dos partidos de consagrarse como líder de goleo y a tan solo una firma de dar el salto al fútbol profesional, Dios le mandó a un mono de dos metros que lanzó sus tachones directo a su rodilla. En el hospital, después de que los doctores le recomendaran que buscara otra forma de vida, su papá le dio un viejo crucifijo y le dijo que Dios le da las peores batallas a sus mejores guerreros.

Rezó todas las mañanas, venció la depresión y encontró una nueva ilusión en el mundo académico. Aunque le faltaron dos puntos para entrar a la UNAM, siguió estudiando para algún día formar parte de la máxima casa de estudios, sueño del que no desistió hasta el quinto intento, momento en que su padre necesitó ayuda en los gastos del hogar. Pero nada de eso importaba porque Sísifo sabía que con paciencia, un día se volvería realidad su verdadero sueño: ver al Cruz Azul campeón.

Y ahora, frente a los pixeles rotos que marcaban el cuatro a cero a favor de los Pumas, su sueño se había destrozado como el cristo de cerámica.

Si Dios fuera real se habría puesto los guantes para desviar ese balón del minuto 90 o habría lanzado al mono de dos metros hacia la pantorrilla de Moisés Muñoz. Pero ante los múltiples fracasos que se habían acumulado en las vitrinas oxidadas de La Noria, lo único que se podía distinguir en los pasillos malditos del club era el silencio divino.

Sísifo iba a misa los domingos, trabajaba arduamente, le dedicaba las uvas de año nuevo a su anhelo y el cielo lo ignoraba. Pero el wey que lo asaltó y le quitó su quincena pudo cantar dos títulos del América y los que lo rechazaron de la Universidad vieron a los Pumas remontar una ventaja de cuatro.

Su papá tomó un cuadro medio deshecho de San Carlos y lo puso entre las manos de su hijo para recordarle la mítica noche del noventa y siete, la última vez que los celestes alzaron la copa. Sísifo había estudiado religiosamente los eventos que desencadenaron la hazaña en Nou Camp. Conocía los videos, podía recitar las crónicas y tenía guardadas las imágenes del héroe de la noche.

Sísifo observó los estigmas en la cara de San Carlos Hermosillo. Sintió la carne viva debajo de su ojo y el campo concentrado en la decisión que tomaría. Escuchó el silbatazo que señalaba el tiro penal y los gritos del público cuando el balón entró en la red. Recordó el pasaje del último triunfo, aquel que sucedió antes de que Sísifo naciera y que ahora se le presentaba como un simple mito que su padre había inventado; como una historia refutable igual que los evangelios.

Vio la sangre que tiñó la camisa blanca de San Carlos y pensó que era igual de falsa que aquella que se derramó debajo de la cruz.

Se encerró en el baño. No iba a regresar al trabajo a soportar las burlas, a escuchar que la máquina era una película en inglés porque estaba llena de subtítulos; que la habían felicitado en alcohólicos anónimos porque llevaba años sin levantar una copa. Sísifo no iba a ser futbolista, ni licenciado y nunca iba a ver a su equipo campeón.

Mientras su padre intentaba convencerlo de salir, Sísifo puso sus brazos sobre el fregadero y tomó la cabeza rota de cerámica. Pensó en un mundo sin sentido, uno donde los rateros ganan finales y a los que trabajan duro les rompen la rodilla y les niegan un título universitario.

La cerámica penetró su muñeca y, aunque la cara de cristo se llenó de sangre, el gesto de la figura se mantuvo indiferente ante la situación. Los golpes en la puerta se volvieron más desesperados y Sísifo interrumpió su ritual para avisarle a su padre que lo dejara suicidarse en paz.

—Pero así menos vas a ver al Cruz Azul campeón.

Sísifo se sacó el cuerpo de cristo y detuvo la hemorragia. Tan solo estaba adelantando un final que ya le habían asignado, un último fracaso que Dios observaría con gusto y que sus compañeros de trabajo usarían como parte de su eterna burla. La rebelión no debía ser una renuncia, sino un combate infinito contra los propósitos absurdos del universo. La puerta se abrió y su padre por fin pudo entrar. Una vez que terminó con sus deberes, se subió los pantalones y fue a revisar a su hijo.

Los escombros habían sido reemplazados por cobijas nuevas y el cuadro de San Carlos estaba de regreso en su nicho. Frente a la televisión apagada, encontró las heridas cicatrizando en los brazos de su hijo. Sísifo miró a su padre y una ligera sonrisa se le esbozó.

—El próximo año es el bueno.


Emiliano Pérez Grovas Zapiain (Ciudad de México, 1995). Se dedica a la creación de relatos escritos y audiovisuales. Egresado de la Licenciatura en Comunicación, con especialidad en cine por la Universidad Iberoamericana (UIA). Participó en el V Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes Jesús Gardea con el cuento Pármeno García. Ha colaborado en las revistas literarias De-lirio, Monolito, Marabunta y La Liebre de Fuego.

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