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Tomás Calvillo Unna

19/12/2018 - 12:00 am

La pausa de la mirada

El lenguaje de las nubes puede ser visto como caprichoso, pero su entendimiento químico enseña un orden que nos rebasa.

Gestación. Pintura de Tomás Calvillo Unna.

El lenguaje de las nubes puede ser visto como caprichoso, pero su entendimiento químico enseña un orden que nos rebasa.

Las nubes parecen estar cerca pero en realidad están más lejos; las pautas del blanco en la avenida entonan con ellas…

desde abajo, tan arriba…

los transeúntes parecen ignorarlo

o simplemente no les interesa.

El cielo se ha vuelto una envoltura,

un caparazón.

 

Su inmensidad se reduce al cambio de tonalidades azules y grises.

La ciudad se ha impuesto, define todo lo demás. La propia naturaleza aparentemente domada e incluso vencida, se borra.

Es ya decoración pura.

La naturaleza se acota a los paisajes, ahí palpita.

El mismo jardín es una de sus prisiones.

Los parques son sus ruinas donde se pretende que no se le olvide.

A todo ello los insecticidas se suman para impedir que los insectos y sus aliados se asomen, e incomoden la urbanidad triunfante.

Zancudos y moscos por igual son enemigos que hay que extinguir de cualquier manera posible. Son una amenaza para este orden donde hemos acomodado nuestra existencia.

Las flores, a pesar de su fragilidad, son las rebeldes exitosas de esta trama. Se dejan cultivar para ser arrancadas y pronto vendidas. Pero su fortaleza es tal, que asombran en cualquier situación.

De ellas, las rosas siguen ocupando el lugar privilegiado, en los regalos y ofrendas. Su valor es intangible, en realidad no se constriñe a monedas y pesos. Están más allá de esa vulgaridad, como si así calificaran con su aroma la venta de su destino.

¿Qué tienen que ver las rosas y las nubes?, no lo sé con precisión, pero sí están emparentadas, son de una misma familia aunque parezcan de orden diferente, radicalmente diferente.

Nubes y rosas, tal vez la lluvia sepa algo más de ello; el rocío del amanecer y la noche cuando se presienten sus presencias, sus siluetas, casi esbozos. Así de suelto es su parentesco. No es el fuego atrapado en sus filamentos, ni el sol del amanecer irrumpiendo en las gotas, es la contundencia inherente a la fragilidad de sus suertes, la evanescencia propia de toda química, aún de aquella que es capaz de ser metáfora.

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