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Darío Ramírez

19/11/2015 - 12:00 am

Ataques tienen historia

Las estupideces atroces no tienen una explicación seria. Son eso: estupideces. Los atentados de París, por el contrario, son una pieza más del complejo sistema que nos mantiene odiándonos mutuamente. No es una guerra entre civilizaciones como lo sostuvo Samuel Huntington en 1993, es la consecuencia de otros actos, de muchos actos. Siempre que hay […]

Imagen: Tomada de Internet
Imagen: Tomada de Internet

Las estupideces atroces no tienen una explicación seria. Son eso: estupideces. Los atentados de París, por el contrario, son una pieza más del complejo sistema que nos mantiene odiándonos mutuamente. No es una guerra entre civilizaciones como lo sostuvo Samuel Huntington en 1993, es la consecuencia de otros actos, de muchos actos. Siempre que hay un ataque terrorista en Occidente —donde perecen nuestros inocentes— caemos en la común práctica de borrar el banco de datos de la memoria. Como si los hechos fueran espontáneos y no tuvieran conexión alguna con sucesos anteriores. Así lo reflejan los medios. La ausencia de explicación y contexto es la constante. Es decir, entendemos poco. La tentación es crear de “los musulmanes” un bloque monolítico. La preocupación debe de ser no entender este grave error. No es lo mismo Irán y Arabia Saudita, que Bangladesh y Malasia. No hay tal bloque. Hay diferentes interpretaciones de la religión del Islam. Sin el reconocimiento de estas diferencias, caemos en la enorme estupidez de crear un enemigo llamado Islam.

Los integrantes del Estado Islámico (EI) (nunca he entendido porqué aceptamos nombrarlo Estado, creo que no tenemos opción de aceptar que ellos se llamen como quieran, el problema es nosotros llamarlo así. Me parece que deberíamos renunciar a llamarlo así, por congruencia y por la carga que lleva la palabra Estado) masacran a civiles y la respuesta inmediata del presidente François Hollande es levantar sus naves y arrojar 20 bombas por cada uno de los 10 cazas franceses en Raqqa, considerada la “capital” del así autollamado EI. Al parecer las bombas eran más para las imágenes reproducidas en los medios que para afectar a sus integrantes. La respuesta francesa es la misma receta, seguimos en el ojo por ojo, diente por diente. Yo te mato, tú me matas. Recuerdo con nitidez la misma reacción estadounidense después de los atentados de las Torres Gemelas. Bombardear al enemigo —en ese entonces era Al Qaeda— aunque las bombas sólo maten inocentes.

Como simple espectador observé cómo las redes sociales se iban rápidamente incendiando de cólera y discurso bélico. El estado de emergencia de los usuarios generaba imparables olas de tinta de opinión, discurso de odio y desinformación. Ésa es la naturaleza de las redes sociales, supongo.

Hemos de suponer la felicidad del autodenominado Estado Islámico al ver la resonancia que tuvieron sus ataques. Ver cómo, de manera gratuita, consiguió todas las primeras planas mundiales, la repetición infinita de las imágenes y videos sobre los hechos, los testimonios que repetían el terror que vivieron los sobrevivientes y las víctimas. El así llamado EI volvió —como nunca antes— a definir la agenda mediática internacional. Nos obligó a todos a hablar de ellos.

La amnesia selectiva nos lleva a vivir el presente sin ninguna conexión con nuestro pasado. Para entender los ataques en París —el de días recientes y los cometidos por Said y Cherif Kouachi, los hermanos que asesinaron a los periodistas de Charlie Hebdo— hay que empezar por revisar y entender la guerra francesa en Argelia (1956-1962) cuyas secuelas alimentan las atrocidades de hoy. Una guerra colonial ocurrida hace medio siglo no justifica un acto terrorista, pero ofrece un contexto sin el cual toda explicación de por qué hoy Francia ha sido tomada como blanco tiene poco sentido.

Además, hay que mencionar la recurrente negación de contemplar el papel de Arabia Saudita como el país que profesa y promueve la forma más extrema del islam (sunita) en la que cree el así llamado EI. Nuestros líderes aún se rehúsan a reconocer los vínculos entre el reino saudí y la organización terrorista. El hecho de no meterse con Arabia Saudita encuentra sus razones en el comercio. Mientras los hechos parisinos tenían lugar, en la mesa de al lado Estados Unidos vendía armamento a Arabia Saudita por más de 1,000 millones de dólares. Está ampliamente documentado cómo los Estados del Golfo, especialmente Arabia Saudita —socio de Europa y de Estados Unidos— han utilizado el dinero del petróleo para difundir formas intolerantes del islam en el resto del mundo. Sin embargo, el multiculturalismo no es una aspiración liberal ingenua inventada recientemente en Occidente; es la realidad del mundo moderno y tiene que continuar, a pesar de la oportunidad que ahora se presenta para limitar las libertades por “un buen motivo”.

Según el periodista Rober Fisk, gran parte del financiamiento del así llamado EI proviene de los sauditas aunque, una vez más, este hecho ha sido borrado de la narrativa mediática que busca dar explicaciones de lo sucedido en París: el enemigo son los terroristas, punto. A pesar de que la teoría de Huntington está superada por el establecimiento de las naciones multiculturales, es preciso hacer un reconocimiento sobrio de algunas tendencias globales malignas para la democracia occidental. El hecho es que el islamismo de línea dura está en ganando adeptos, incluso en algunos países como Turquía, Malasia y Bangladesh, considerados antes como modelos de sociedades musulmanas moderadas. Mientras que los prejuicios antimusulmanes han entrado en la corriente política Estados Unidos, Europa e India.

Los discursos políticos surgidos de la desgracia son un peligro. Están cargados de elementos bélicos y de políticas de endurecimiento de fronteras y control migratorio, y provocan una tendencia social hacia un sistema donde las libertades ganadas en Europa —con mucho sufrimiento—, parecieran derrumbarse lentamente. Las primeras planas y noticieros se alimentan de los sound bites, que son los tambores de guerra. Los siempre ávidos republicanos no hicieron esperar sus ganas de ir a la guerra, como lo demuestran los precandidatos a la presidencia de Estados Unidos: Jeb Bush afirmó que su país debe de encabezar una nueva guerra que “erradique” al EI. El obtuso, Donald Trump afirmó que las autoridades deberían inspeccionar e incluso clausurar mezquitas como parte de la lucha antiterrorista. El republicano Ben Carson llamó a anular toda ayuda financiera a proyectos dirigidos a refugiados sirios. Ted Cruz, otro contendiente, calificó de “locura” recibir a refugiados sirios en Estados Unidos y la precandidata Lindsey Graham hizo un llamó a llevar a cabo una invasión terrestre a Siria.

Ahí está: un ataque que pareciera no tener antecedentes da pie al endurecimiento más vil de las políticas anti-inmigrantes. Por un lado, se bombardea Siria (se bloquea una resolución en la ONU para una solución del conflicto interno) y, por el otro, se denuncia que los terroristas usaron la careta de refugiados para infiltrase en Francia. No sobra recordar que los millones de refugiados son las víctimas. Siempre son las víctimas. Enfocar las baterías contra ellos y ellas y sugerir dejarlos a su suerte implica un crimen de lesa humanidad y una violación al derecho internacional.

En momentos de emergencia el periodismo se convierte en una necesidad más vital que otra cosa. La información veraz aporta calma y certeza. La manipulación (mediática o política) alimenta la ira. Hoy, ante los deleznables ataques a París lo que se necesita es información que explique qué está pasando y no sucumba, de ninguna manera, a la tentación del titular fácil e incendiario.

Darío Ramírez
Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana y Maestría en Derecho Internacional Público Internacional por la Universidad de Ámsterdam; es autor de numerosos artículos en materia de libertad de expresión, acceso a la información, medios de comunicación y derechos humanos. Ha publicado en El Universal, Emeequis y Gatopardo, entre otros lugares. Es profesor de periodismo. Trabajó en la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), en El Salvador, Honduras, Cuba, Belice, República Democrática del Congo y Angola dónde realizó trabajo humanitario, y fue el director de la organización Artículo 19.

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