Alejandro Páez Varela
19/08/2024 - 12:08 am
Apuntes sobre una vieja-nueva izquierda
Se le llamó “red set” a una oleada de izquierdistas que volvió a Chile a finales de los 1980 y principios de los 1990. Muchos habían huido de Pinochet y no eran hijos de obreros, necesariamente, porque los obreros y sus familias se quedaron a tragarse la represión. Éstos otros, al volver, sabían de literatura y traían las llaves de la democracia moderna, como nuestro José Woldenberg; mezclaban inglés y francés con español, y distinguían un buen vino o un buen libro a un kilómetro, parados en un pie y fumando un habano salido de alguna Embajada de Cuba, como nuestro Jorge Castañeda. Los padres de la generación “red set” o ellos mismos muy jovencitos habían olido el palacio de La Moneda con Allende antes de que las bestias lo bombardearan y volvían feministas y citaban a Simone de Beauvoir, al tiempo que eran buenos para las finanzas personales, como nuestro Aguilar Camín. Abrazaban el liberalismo y a ese término le colgaron lo de “social” para llamarlo “liberalismo social”, como nuestro Carlos Salinas o nuestro Enrique Krauze.
A mediados de 2022, mi amigo Eduardo –cuyo padre se había quedado en Chile y había padecido la dictadura desde adentro– me contó cómo la izquierda chilena brincó de la euforia al desencanto en apenas unos meses. Me dijo que lo primero que Gabriel Boric hizo fue darle de cachetadas a los viejos por ese malentendido tremendo que es la soberbia. Le argumenté que Chile debería darle espacio para formar Gabinete e incluso para equivocarse, antes que castigarlo. La realidad es que lo mío eran más buenos deseos que otra cosa. Nos acabamos la pizza y la cerveza. Nos despedimos.
Eduardo tenía razón, otra vez. El Presidente de Chile resultó un progre de los que tanto juego y presupuesto tuvieron en México durante el último tramo del siglo XX y hasta 2018, cuando empezó a secárseles la generosa alberca que aparentaba ser de centro, pero que se descubrió de derecha apenas aparecieron los guaraches Gucci, Louis Vuitton y Prada.
Para definir en pocas palabras a Boric me basta decirle a un mexicano que sí lo veo tomando martinis en la colonia Roma con Claudio X. González, Lorenzo Córdova, Emilio Álvarez Icaza, Sergio Sarmiento, Jorge Álvarez Máynez, Jorge Castañeda, Héctor Aguilar Camín, Agustín Basave o Denise Dresser. Haría a un lado a Xóchitl Gálvez y a Santiago Creel por la evidente falta de inteligencia de la primera y por la escasez de brillo del segundo, pero ya en bola posiblemente sí iría con ellos a cenar y juntaría a Rosario Robles que, junto con Gálvez y Creel, se dice de izquierda.
Boric no perteneció al “red set” por razones generacionales, pero muchos de los mexicanos que meto en la alberca anterior, sí. En todo caso habría que nombrar una nueva categoría de “izquierdistas” que podríamos conocer como “nuevo red set”, “neo red set”, “red set reloaded” o como les dicen en Chile: “baby red set”. Allí caben muchos políticos, intelectuales, comunicadores y académicos mexicanos a los que les encanta vivir del dinero público; que cobran hasta la fecha en medios públicos y privados, en la academia y en alguna que otra oficina satélite del Gobierno, porque en su momento mostraron alguna sensibilidad supuestamente social.
La realidad es que resultan más honestos Lilly Téllez, Javier Lozano o a Gilberto Lozano porque son muy porquería de derechas, y lo gritan y no se avergüenzan, mientras los otros son una derecha disfrazada a veces de centro y a veces de izquierda, dependiendo de quién vaya a poner los canapés y las copas de espumoso; dependiendo de quién invite la cena en la Roma para sentirse cool y nunca en Polanco, donde cuesta una cena lo mismo, pero tiene el estigma de que por allí se pasean los millonarios que supuestamente detestan.
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Me regreso, me regreso. Faltan piezas a este texto. Dije que Boric “no pertenece al ‘red set’ por razones generacionales”. Ahora explico tan breve como pueda lo que se entiende por “red set”. Disculpen.
Se le llamó “red set” a una oleada de izquierdistas que volvió a Chile a finales de los 1980 y principios de los 1990. Muchos habían huido de Augusto Pinochet y no eran hijos de obreros, necesariamente, porque los obreros y sus familias se quedaron a tragarse la represión. Éstos otros, al volver, sabían de literatura y traían las llaves de la democracia moderna, como nuestro José Woldenberg; mezclaban inglés y francés con español, y distinguían un buen vino o un buen libro a un kilómetro, parados en un pie y fumando un habano salido de alguna Embajada de Cuba, como nuestro Jorge Castañeda. Los padres de la generación “red set” o ellos mismos muy jovencitos habían olido el palacio de La Moneda con Salvador Allende antes de que las bestias lo bombardearan y volvían feministas (hombres y mujeres) y citaban a Simone de Beauvoir, al tiempo que eran buenos para las finanzas personales, como nuestro Héctor Aguilar Camín. Abrazaban el liberalismo y a ese término le colgaron lo de “social” para llamarlo “liberalismo social”, como nuestro Carlos Salinas de Gortari o nuestro Enrique Krauze.
Los de la oleada “red set” eran nuevos para Chile, pero no nuevos para el mundo y mucho menos para México, país que, gracias a la hipocresía del régimen represor priista, se volvió una especie de Casablanca durante la Guerra Fría. Antes que el “red set” estuvo la “whiskierda”, una ala de borrachos finos con ideas de izquierda (también finas); borrachos, pero de buenos modales y contactos en el poder no sólo local, sino global. En Estados Unidos hubo una rama muy parecida a la que Tom Wolfe bautizó como “radical chic”: izquierdistas con casa en Boston y en Londres, con los mejores escritores y músicos del exilio (no importa cuál exilio) viviendo en su casa de huéspedes. Y en Europa –en particular: en Francia– al club de damas y caballeritos de izquierda perfumada se le conoció como “gauche caviar” o “gauche champagne”, es decir caviar rojo y champán roja. Lindos todos.
Los muchachos alegres del “red set” volvieron a Chile, pero volvieron para tomar el poder. Instalaron una alberca de centroizquierda-centroderecha en Santiago de Chile y como la derecha local era tan impresentable y olía a tanta sangre, la rebasaron por la izquierda. Se pregonaron padres de la democracia moderna chilena y del neoliberalismo social moderno, cualquier cosa que ambos términos significaran. Asumieron posiciones en gobiernos de derecha o de centroderecha y poco a poco, paso a paso, le fueron haciendo el feo a la memoria de Allende.
Son ellos, junto con otros, los que se alegraron discretamente y tuvieron un alivio discreto cuando la prensa de Washington dijo que Fidel y Raúl Castro tenían miles millones de dólares en paraísos fiscales, aunque nadie nunca lo comprobara. Hoy marcharían junto a Corina Machado, asumiendo que hubo fraude en Venezuela, pero se les acaba el aire. Sin embargo descansan porque tienen a Boric, una nueva generación del “red set”, y Boric hace causa con Corina y con Washington, con Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos, y con Felipe Calderón, con Vicente Fox, y con José María Aznar y Álvaro Uribe, con otros notables mexicanos como Ricardo Salinas Pliego, Martín Moreno y José Ramón Cossío y demócratas continentales que han comido en tantas embajadas que defecan canapés, como Mario Vargas Llosa.
Es más: a cualquiera de ellos en el “red set”, esos mismos que ayudaron a los capitales internacionales a imponer el neoliberalismo en el mundo, le habría parecido una magnífica idea lanzar a Xóchitl Gálvez para una elección presidencial. Ambiciosa, pero dependiente; supuestamente indígena, pero no tanto como para provocarles asco; de derechas, pero dispuesta a hacerse pasar de izquierda; iletrada, pero con una carrera para instalar aires acondicionados. Dispuesta a dar de brincos en un escenario o pegar chicles en el cabello de sus asistentes si con eso se gana los elogios de Sarmiento, Dresser, Aguilar Camín o de toda la barra de Opinión de Reforma, de El Financiero o de El País o de cualquiera de los medios tradicionales mexicanos, juntos o por separado, que da igual.
***
Me regreso, me regreso. Dije que la hipocresía del régimen represor priista hizo de México “una especie de Casablanca durante la Guerra Fría”, y así fue y lo explico. Primero, sobre Casablanca: la ciudad marroquí fue territorio neutral durante la Segunda Guerra Mundial; allí convivían exiliados, judíos y otras minorías en busca de salvoconducto para viajar a Estados Unidos. Al mismo tiempo, Casablanca era caldo de estafadores, asesinos, vividores, autoridades corruptas, espías, nazis y libertadores.
Ese caldo fue el que generaron los presidentes priistas, corruptos e hipócritas, que solían decirse “de izquierda”. Gustavo Díaz Ordaz o Carlos Salinas: todos se dijeron de izquierda. Y al mismo tiempo que se mostraban solidarios con las causas de los pobres del mundo enviaban a los disidentes de izquierda a campos de tortura en control de militares o de la policía política. Asesinaban a los campesinos que protestaban mientras daban clases de socialismo; violaban a las mujeres de los líderes sociales y lanzaban al mar los cuerpos de quienes no pensaban como ellos, como lo hacían los dictadores sudamericanos abiertamente de derechas. Eso era el PRI. Eso eran los presidentes priistas.
Ah, pero qué solícitos con Salvador Allende o con Fidel Castro; qué gobiernos más solidarios cuando tenían los reflectores internacionales. Sí, cómo no. Gobiernos hipócritas. Acá arrastraban a los estudiantes a los calabozos y enterraban las bayonetas a los pobres mientras en la esfera internacional ponían cara de madre Teresa.
Obvio: esa cultura de acomodaticios se filtró en nuestra sociedad. Las élites intelectual, mediática y académica hicieron fortuna acomodándose al gusto de los presidentes y los gobiernos, y no sólo ellos: de hecho, esa enorme y generosa alberca que aparentaba y aparenta ser de centro es producto de esa cultura de los acomodaticios. Ser de centroizquierda o centroderecha le permitió, a muchos, colarse en los gobiernos y tomar becas del poder y participar de los privilegios de élites doradas dentro de la academia, de los grandes medios, de las oficinas de cultura o de los entes “independientes” a los que entraron los mismos que los crearon.
Por eso les gusta tanto Boric, porque es como ellos. Son el nuevo “red set”, la nueva “whiskierda”, el nuevo “radical chic”, el nuevo “gauche champagne”. Y citan “centros de pensamiento” que llevan nombres de expresidentes de Estados Unidos para decir que hubo fraude en Venezuela (y conste que no soy fan de Maduro) y también hablan con corrección política para que vean que son muy cool: a candidatos y candidatas les dicen “candidaturas”, y pronto les dirán “periodismos” a los periodistas, y “medicamentos” a los o las enfermeras o qué se yo.
Y lástima por esa nueva-vieja izquierda mexicana del tipo Boric porque llegó tarde al reparto de martinis: se los tomaron Jesús Zambrano y Jesús Ortega generaciones atrás. (Aunque, dicho sea sin sorna, sí les habría quedado encontrarse en un bar de la Roma con Claudio X. o con Lorenzo, con Álvarez Icaza o con Castañeda, pero ya no se ve bien: Andrés Manuel López Obrador los exhibió y se les secó la alberca).
Y lástima por los que se creen de esa vieja-nueva izquierda zigzagueante y acomodaticia porque sí les sobrará a quién rentarse, pero a la larga les faltará lo único que dura para siempre: la honestidad intelectual.
Espero muchos cambios entre López Obrador y Claudia Sheinbaum. Pero no espero, la verdad, que la nueva Presidenta anuncie la reapertura de la alberca de centroizquierda-centroderecha por una simple razón: hace tiempo que la simulación no paga. Boric ha gobernado con una aprobación abajo del 30 por ciento mientras que el referente mexicano de los acomodaticios, Zambrano y Ortega, arrastran la cola por el vecindario mientras ruegan a los que pasan un mendrugo –quién lo iba a decir– de pan.
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